Desde el primer triunfo de Hugo Chávez, hace 14 años, Jon Lee Anderson ha seguido de cerca el proceso político venezolano a través de dos perfiles del Presidente Hugo Chávez en la revista The New Yorker, de la cual es periodista de planta. El propio Chávez reconoció lo riguroso de su trabajo y lo calificó como un "amigo crítico" del proceso. La crónica que a continuación presentamos fue publicada en inglés en The New Yorker en la edición del 21 al 28 de enero de 2013. En ella, Anderson se adentra en la crisis urbana actual de Caracas. El resultado es una de las imágenes más controvertidas del proceso revolucionario y, a la vez, un balance del posible legado de Hugo Chávez. Es una reflexión constructiva e imprescindible, pero a la vez crítica y severa, sobre nuestro país y su futuro.
El 11 de diciembre, Hugo Chávez Frías, el
extravagante y radical presidente de Venezuela, se sometió a su cuarta cirugía
contra el cáncer y desde entonces ha languidecido en un hospital de La Habana
bajo una celosa guardia. Sólo familiares y allegados políticos cercanos —y, se
presume, los hermanos Castro— tienen permiso para verlo. No ha habido ningún
vídeo de él sonriendo desde su cama de hospital ni animando a sus seguidores.
Funcionarios del gobierno reconocen que está experimentando “severas
dificultades respiratorias”, a pesar de los rumores de que está bajo un coma
inducido y conectado a un respirador. La presidenta de Argentina, Cristina
Kirchner, visitó La Habana la semana pasada llevando una Biblia para Chávez. Y
aunque no comentó si lo llegó a ver, tuiteó poco después: “Hasta siempre”. Los
partidarios de Chávez insisten en que el presidente se está recuperando, y que
incluso firmó un documento- una prueba de vida que se exhibió debidamente a la
prensa. Pero el mensaje de Kirchner sonaba como un último adiós.
Es apropiado que Chávez haya escogido Cuba
como el mejor lugar para recuperarse, ya que el país ha sido un segundo hogar
para él durante mucho tiempo. En noviembre de 1999, Fidel Castro lo invitó a
dar una charla magistral en la Universidad de La Habana. Chávez, un
ex-paracaidista militar, se había convertido en presidente de Venezuela apenas
nueve meses antes, pero ya contaba con una audiencia embelesada, incluyendo a
Castro, a su hermano menor Raúl y a otros altos cargos del buró político de
Cuba. El discurso de Chávez estuvo lleno de expresiones de buena voluntad hacia
Cuba y elogió a Castro, a quien llamó “hermano”. Era imposible pasar por alto
las implicaciones de su visita. Desde el fin del subsidio soviético, ocho años
antes, Cuba luchaba por sostenerse y Venezuela era una nación rica en petróleo.
Chávez había viajado con una delegación de la empresa petrolera nacional. El
presidente, ya en ese entonces un orador expansivo, habló durante noventa
minutos, y Castro sonrió atentamente todo ese tiempo. El hombre que estaba a mi
lado susurró que nunca había visto a Fidel mostrar tanto respeto por otro líder.
Esa noche, una multitud llenó el Estadio
Nacional de Béisbol de La Habana en ocasión de un partido amistoso entre
jugadores veteranos de las dos naciones. El ambiente era festivo. Chávez pichó
y bateó para Venezuela, jugando las nueve entradas. Castro, vestido con una
chaqueta de béisbol sobre su uniforme de faena militar, fue el mánager de Cuba
y aprovechó para darle a su huésped una lección en tácticas: a medida que el
juego avanzaba, Castro infiltró jóvenes impostores al campo de juego,
disfrazados con barbas postizas que luego se arrancaron, desencadenando
aplausos y risas en la audiencia. Al final del juego Cuba ganaba cinco a cuatro
pero, como declaró Chávez, “tanto Cuba como Venezuela han ganado. Esto
profundizó nuestra amistad”.
Antes de que pasara mucho tiempo, Cuba empezó
a recibir envíos de petróleo venezolano a menores precios, a cambio de los
servicios de docentes, médicos e instructores deportivos cubanos que trabajaron
en un enorme programa de alivio de la pobreza lanzado por Chávez. Desde el año
2001, decenas de miles de médicos cubanos han proporcionado tratamiento a los
pobres de Venezuela, y personas con enfermedades de la vista han recibido
atención médica en Cuba, en el marco de un programa que Chávez llamó, con su
típica grandiosidad, Misión Milagro.
Como parte no escrita del acuerdo, Chávez
también adquirió una ideología. Desde el principio él era un ferviente
discípulo de Simón Bolívar, libertador de Venezuela y su máximo héroe nacional.
Poco después de haber asumido el poder, Chávez cambió el nombre del país a
República Bolivariana de Venezuela. Bolívar era un modelo complicado: fue un
luchador carismático por la libertad, cuyas sangrientas campañas liberaron a
gran parte de América del Sur de la España colonial. Pero, a pesar de ser
admirador de la Revolución Americana, Bolívar era mucho más un autócrata que un
demócrata. Para Chávez, Castro era el Bolívar de los tiempos modernos, el
actual guardián de la lucha antiimperialista. En 2005, después de un largo
período de estudio y reflexión, Chávez anunció que había decidido que el
socialismo era la mejor propuesta de progreso para la región. En sólo unos
pocos años, con sus miles de millones en petróleo y guiado por Castro, Chávez
resucitó el discurso y el espíritu de la revolución izquierdista en América
Latina. Él transformaría Venezuela en lo que llamó, en su discurso en la
Universidad de La Habana, “un mar de felicidad y de verdadera justicia social y
paz”. Su máximo objetivo fue elevar a los pobres. En Caracas, la capital del país,
los resultados de esta irregular campaña están a la vista de todos.
Los colonizadores españoles que fundaron
Caracas en el siglo XVI lo hicieron con cuidado: situaron la ciudad en las
montañas, en vez de la cercana costa del Caribe, para protegerla de piratas
ingleses y de los indios que merodeaban. Actualmente, la costa ubicada a diez
millas de distancia de la ciudad es accesible por una carretera escarpada entre
las montañas construida por órdenes del fallecido dictador militar Marcos Pérez
Jiménez, quien dominó el país durante la década de los cincuenta. De cruel
carácter y ampliamente odiado en su país, Pérez Jiménez fue derrocado después
de sólo seis años como Presidente, pero dejó tras de sí un impresionante legado
de obras públicas: edificios gubernamentales, proyectos de vivienda pública,
túneles, puentes, parques y carreteras. En las décadas siguientes, mientras las
dictaduras molestaban a gran parte de América Latina, Venezuela resultó ser una
democracia dinámica y generalmente estable. Siendo una de las naciones
petroleras más ricas del mundo, el país tuvo una creciente clase media con un
nivel increíblemente alto de vida. También fue un firme aliado de EE.UU.: los
Rockefellers tenían campos petroleros en Venezuela, así como grandes ranchos donde
sus familiares montaban a caballo con amigos venezolanos.
La perspectiva de una buena vida en Venezuela
atrajo a cientos de miles de inmigrantes del resto de América Latina y de
Europa, quienes ayudaron a darle a Caracas la reputación de ser una de las
ciudades más atractivas y modernas de la región. Tenía una espléndida
universidad —la Universidad Central de Venezuela—, un museo de arte moderno de
primer orden, un elegante Country Club, una serie de buenos hoteles y
exquisitas playas. A finales de los años setenta, cuando las mujeres
venezolanas se convirtieron en perennes ganadoras del concurso de Miss
Universo, la mayoría de los latinoamericanos consideraban al país como un lugar
hermoso para gente hermosa. Incluso su criminal más infame, el terrorista
marxista Illich Ramírez Sánchez (Carlos El Chacal), fue un todo un dandy, con
un gusto por los pañuelos de seda y el whiskey Johnnie Walker. En 1983, en lo
que puede haber sido la cúspide del encanto de Caracas, fue inaugurada la
primera línea del Metro y el Teresa Carreño, un complejo teatral de clase
mundial.
Esa ciudad apenas puede percibirse hoy.
Después de décadas de abandono, pobreza, corrupción y agitación social, Caracas
se ha deteriorado muchísimo. Tiene una de las tasas de homicidios más altas del
mundo: el año pasado, en una ciudad de tres millones de habitantes, se estima
que tres mil seiscientas personas fueron asesinadas, cifra que equivale a una
muerte cada dos horas. La tasa de homicidios en Venezuela se ha triplicado
desde que Chávez asumió el poder. De hecho, el crimen violento (o la amenaza de
que suceda) es probablemente el carácter definitorio de Caracas, tan ineludible
como el clima, que generalmente es maravilloso, y el terrible tráfico, con
autos atascados durante horas en las calles día tras día. Vendedores deambulan
a través del embotellamiento, vendiendo juguetes, insecticidas y DVDs piratas,
mientras que los drogadictos lavan los parabrisas o hacen malabares a cambio de
monedas. Se observan fachadas enteras cubiertas de graffitis y con basura
amontonada en las vías. El río Guaire, su cauce a lo largo de toda la ciudad,
es un torrente gris de agua maloliente. A lo largo de sus riberas viven cientos
de personas sin hogar, indigentes —en su mayoría adictos a las drogas— y
enfermos mentales. Los barrios más ricos de Caracas son enclaves fortificados,
protegidos por muros de seguridad con alambre electrificado. En las entradas de
las urbanizaciones, guardias armados permanecen en vigilia tras un vidrio
oscuro.
Caracas es una ciudad fallida y la Torre de
David es quizás el símbolo más importante de ese fracaso. La torre es un
zigurat de espejos de vidrio coronado por un gran eje vertical, que se eleva a
cuarenta y cinco pisos por encima de la ciudad. La principal característica del
complejo de rascacielos de Confinanzas, que incluye otra torre de dieciocho
pisos y un estacionamiento elevado, es su visibilidad desde cualquier punto de
Caracas, que sigue siendo mayormente una ciudad de edificios modestos. El
vecindario que rodea al edificio es típico: una ladera cuadriculada de casas y
comercios de uno o dos pisos que se disipan a pocas cuadras de las faldas del
cerro El Ávila, un montaña selvática que forma un dramático muro verde entre
Caracas y el Mar Caribe.
La torre ha sido nombrada en honor a David
Brillembourg, un banquero que hizo fortuna durante el boom petrolero de
Venezuela en los años setenta. En 1990, Brillembourg se lanzó a la construcción
de un complejo que esperaba convertirse en la respuesta venezolana a Wall
Street. Sin embargo, Brillembourg murió
en 1993, mientras el complejo seguía en construcción, y poco después de su
muerte una crisis bancaria acabó con un tercio de la instituciones financieras
del país. La construcción, completada en un sesenta por ciento, se detuvo y
nunca fue reanudada.
Vista desde la distancia, la Torre no da
indicio alguno de sus problemas. De cerca, sin embargo, las irregularidades en
su fachada son claramente evidentes. Hay partes donde los paneles de vidrio se
han perdido y los agujeros han sido rellenados; en otras partes de la fachada,
las antenas parabólicas y satelitales se asoman como hongos. En los costados no
hay paneles de vidrio en absoluto. El complejo es un coloso de hormigón sin
terminar —en el que habitan personas. Casas de ladrillo mal ensambladas,
similares a las que cubren los cerros alrededor de Caracas como costras, han
llenado los espacios vacíos dentro de muchos de los pisos. Sólo las plantas
superiores están abiertas al cielo, como plataformas de un gran pastel de
bodas. El decano de Arquitectura de la Universidad Central, Guillermo Barrios,
me dijo: “Todo régimen tiene su impronta arquitectónica, su icono, y no tengo
duda de que la imagen arquitectónica de este régimen es la Torre de David.
Encarna la política urbana de este régimen, que puede definirse por la
confiscación y expropiación, por la incapacidad gubernamental y el uso de la
violencia”. La Torre, construida como una muestra de la eminencia del país, se
ha convertido en el barrio alto del mundo.
Cuando Chávez asumió el poder en 1999, el
centro de la ciudad ya estaba descuidado y en franca decadencia, y la torre
había caído bajo custodia del Fondo de Garantías de Depósitos. Cuando el
gobierno trató de venderla mediante subasta pública en el 2001 nadie ofertó y
el plan que existía para convertirla en la nueva sede de la Alcaldía fue
abandonado. Finalmente, una noche de octubre del 2007, varios cientos de
hombres, mujeres y niños, dirigidos por un grupo de duros y decididos
exconvictos, invadieron la torre y acamparon allí. Una mujer que fue parte de
la invasión me dijo: “Entramos como si fuera una cueva. Parecíamos cochinos,
todos ahí juntos. Abrimos la puerta y desde ese día hemos estado viviendo
aquí”. Estaba asustada, pero sentía que no tenía otra opción. “Todos buscaban
un techo sobre sus cabezas porque nadie tenía donde vivir. Y era una solución”.
Muchos más los siguieron. Los líderes de la invasión comenzaron a vender el
derecho de entrada a los recién llegados, en su mayoría personas pobres de las
barriadas de Caracas que deseaban cambiar las laderas fangosas por el centro citadino.
Hoy en día, la torre es el emblema de una
tendencia de la era Chávez: la “invasión” organizada de edificios desocupados
por grupos grandes de ocupantes ilegales. Cientos de edificios han sido
invadidos desde que el fenómeno se inició en 2003: bloques de apartamentos,
torres de oficinas, almacenes, centros comerciales. Cerca de ciento cincuenta
edificios en Caracas están ocupados por invasores. La Torre de David alberga un
estimado de tres mil personas, llenando la torre más pequeña por completo y la
más alta hasta el piso veintiocho.
Jóvenes motociclistas operan una línea de
“mototaxistas” para los residentes de los pisos más altos, llevándolos desde la
planta baja hasta el décimo piso del estacionamiento adjunto, desde donde
pueden ascender por unas rudimentarias escaleras de concreto. Para quienes
viven por encima del décimo piso, es un largo camino hasta el tope.
En un reciente viaje a Caracas, le pedí a un
taxista que me dejara en frente de la Torre de David y me contestó con una
mirada de asombro. “No vas a entrar allí, ¿verdad? “, dijo, “¡De ahí sale todo
el mal de esta ciudad!”. La Torre se ha ganado el dudoso honor de ser un centro
criminal, alimentado por los relatos de la prensa que presenta al lugar como un
refugio para delincuentes, asesinos y secuestradores. Para muchos caraqueños,
la Torre es sinónimo de todo lo que está mal en su sociedad: una comunidad de
invasores que habitan en medio de la ciudad, controlada por pandilleros armados
con el consentimiento tácito del gobierno de Chávez.
El jefe de la Torre es un excriminal
convertido en pastor evangélico, llamado Alexánder “El Niño” Daza. Un ardiente
partidario de Chávez que aceptó reunirse conmigo sólo después de que un
intermediario le aseguró que era políticamente aceptable. Cuando llegué a la
entrada principal de la Torre había mujeres dentro de una cabina de seguridad
que operaban una puerta controlada electrónicamente. Me pidieron una
identificación y que firmara un registro, permitiéndome pasar sólo porque era
un invitado de Daza. Daza me esperaba en el atrio, un espacio de concreto al
aire libre entre los dos edificios principales. Una música ensordecedora salía
de un par de altavoces grandes justo en la puerta de entrada a la “iglesia” de
Daza, una habitación ubicada en la planta baja donde predica los domingos.
Según contaba, se había convertido o “renacido” estando en prisión. De baja
estatura, cuerpo fornido y cara de niño, tiene treinta y ocho años pero luce
mucho más joven.
Nos sentamos en un muro pequeño para hablar
pero, con los altavoces a todo volumen, Daza era prácticamente inaudible. No
habló de la Torre, su comunidad ni de su papel como una figura de autoridad. En
su lugar, haciendo eco del lenguaje de los funcionarios del gobierno, se quejó
de que los “medios de comunicación privados” siempre buscaban la manera de
distorsionar la verdad, hacer daño a “la causa de la gente” y de “dañar a
Chávez”. Durante mi experiencia reportando sobre Chávez, he llegado a pasar una
buena cantidad de tiempo con él, y cuando le dije esto a Daza me miró con
cautelosa impresión. Después de un rato, se relajó considerablemente,
señalándome a su esposa, una bonita joven llamada Gina, mientras caminaba junto
a nosotros con un niño.
Gran parte de la vida comunitaria de la Torre
estaba fuera de nuestra vista, por encima de nosotros, pero algunos de los
apartamentos de los niveles más bajo estaban al pie del atrio. Había ropa
tendida en balcones por terminar y en algunas antenas. También pueden verse
signos de la lealtad política imperante. En las últimas elecciones, Daza hizo
todo lo posible para que la Torre de David fuese una base de apoyo para Chávez
y colgó una pancarta grande y roja en su honor.
Daza protestó por las historias sobre la
Torre que la denunciaban como centro de crimen y a él como un criminal. Él y su
gente se hicieron cargo de algo que estaba “muerto” y “le dimos vida”, dijo:
“La rescatamos con la visión de vivir aquí en armonía”. Ésta fue una opinión
minoritaria. Guillermo Barrios, el Decano de Arquitectura, me dijo: “La Torre
de David no era un bello ejemplo de la autodeterminación de una comunidad sino
una invasión violenta”. Describió a Daza como un malandro, como el tipo de
oportunista matón que ha llegado a tipificar la vida urbana en Venezuela, con
la apariencia de un pastor. “Es el líder de un grupo de invasores que vende la
entrada al edificio, un ejemplo del más salvaje capitalismo”, dijo. “Se arropa
en la religiosidad, pero hay un grupo violento detrás de él que le permite
llevar a cabo sus acciones”.
Chávez ganó la reelección en octubre, y en
las semanas siguientes la ciudad tenía una atmósfera de incertidumbre. El
presidente de cincuenta y ocho años había estado recibiendo tratamiento para el
cáncer desde junio del 2011, pero se declaró a sí mismo lo suficientemente
sano como para competir para gobernar otros seis años más. Libró una dura
campaña en contra de su oponente Henrique Capriles Radonski, un atlético
abogado de cuarenta años que representó la centro derecha y ganó por un
respetable margen de once puntos. Sin embargo, desde su discurso de victoria,
no había aparecido en público.
En noviembre, uno de los funcionarios de
Chávez me dijo: “El Presidente se está recuperando de una agotadora campaña”.
Un par de semanas más tarde, Chávez viajó a Cuba para un chequeo médico y poco
después regresó a Caracas y anunció que sus médicos le habían detectado nuevas
células cancerígenas. Sentado junto a su vicepresidente, Nicolás Maduro, dijo:
“Si algo me llegara a suceder… elijan a Nicolás Maduro”.
Chávez me dijo una vez que Castro le había
advertido públicamente que debía mejorar su seguridad, diciendo: “Sin este
hombre, esta revolución se acabará de inmediato”. A los ojos de Chávez, esto
ponía demasiada importancia en él. Pero en la medida en que su revolución ha
avanzado, lo ha hecho arrastrada por su personalidad: el lograba que las cosas
pasaran cuando estaba físicamente
presente pero, apartando esto, su administración era caótica y desordenada.
Chávez consolidó su educación ideológica estando
en prisión. Fue encarcelado en 1992, por liderar un fallido Golpe de Estado
Militar contra el entonces presidente Carlos Andrés Pérez. Mientras cumplía su
condena, llamó a Jorge Giordani (un profesor marxista de economía y
planificación social de la Universidad Central) para que le diera clases. “El
plan era que Chávez escribiera una tesis sobre cómo convertir
su movimiento bolivariano en un gobierno”, me dijo Giordani en el 2001, cuando
servía como Ministro de Planificación de Chávez. Se echó a reír: “Nunca terminó
la tesis. Cada vez que le pregunto por eso, sólo me dice: ‘Eso es lo que
estamos haciendo ahora: llevar la teoría a la práctica’”.
Giordani me mostró los planes de uno de sus
proyectos revolucionarios. “Queremos deshacernos de las favelas y repoblar el
campo”, dijo. Por lo que Chávez y él habían mandado al ejército al centro no
desarrollado del país para comenzar a construir “comunidades agroindustriales
autosostenibles” o SARAOs, que a su juicio se convertirían en pequeñas
ciudades. Reconoció que era una idea utópica, “pero en la planificación social
uno debe moverse entre la utopía y la realidad”. Al final, los SARAOs fueron
engavetados y los barrios crecieron en su lugar. Era típico del gobierno ad hoc
de Chávez. Una vez en el set de “Aló Presidente” (su programa de televisión
exento de forma), lo vi lanzar un importante programa de expropiaciones de
grandes fincas que serían entregadas a los campesinos. Hizo el anuncio con gran
cordialidad, a lo cual le siguió un comentario, jugada por jugada, de un partido
de voleibol.
Cuando llegué a Caracas en noviembre tenía
casi cuatro años sin volver, y la ciudad se veía más inmunda y desgastada que
nunca, aunque se mantenía llena de carteles y pancartas en las que el gobierno
se felicitaba a sí mismo por diversos logros. Se mostraba a Chávez en
gigantescas vallas abrazando con cariño a ancianas y niños. Por todas partes
había carteles sobrantes de la última campaña electoral, en las paredes, en
postes de electricidad, puentes y carreteras. Había grafitis políticos de ambos
bandos y salpicones de pintura en los lugares donde un partido había tratado de
sabotear la propaganda del otro.
La polarización es lo que ha definido la era
chavista. Son raras las cuestiones de la vida pública que no sean batalladas y
discutidas amargamente. Esto se extiende a la Torre de David: todas las
personas que conocí tenían una opinión al respecto. Un amigo periodista, Boris
Muñoz, me dijo que el edificio está manejado por el “lumpen empoderado” que
controlaba la vida de los residentes con el mismo sistema violento que rige la
vida dentro de las cárceles venezolanas. Guillermo Barrios respondabiliza de
las invasiones al gobierno y a su política negligente sobre la ciudad,
incluyendo al propio Chávez. “El lenguaje político que ha justificado las
invasiones y el robo absoluto proviene de los discursos de Chávez “, dijo. En
el año 2011, Chávez dio un discurso exhortando a los indigentes de Caracas a
tomar almacenes abandonados y galpones bajo su poder. “Invito al pueblo”, dijo,
“a que busquen su propio galpón y me digan dónde está. Cada quién que busque
sus galpones. ¡Vamos a buscarnos un galpón! Hay mil, dos mil galpones
abandonados en Caracas. ¡Vamos para allá! Que Chávez los expropiará y los
pondrá al servicio del pueblo”.
Las ocupaciones ilegales de todo tipo de
edificios se habían disparado. Después de que una inundación desastrosa en
diciembre del 2010 dejó a cien mil personas más sin hogar —la mayoría
desalojados de los barrios pobres ubicados en los cerros— Chávez obligó a hoteles,
un club de campo y hasta un centro comercial a alojarlos. Durante meses, varios
miles de damnificados vivieron en parques de la ciudad y en una tienda de
campaña levantada frente al Palacio Presidencial de Miraflores. Algunos fueron
alojados dentro del palacio. La situación era claramente urgente y Chávez, en
típico estilo cuasi militar, declaró una nueva “misión”: la Gran Misión
Vivienda Venezuela.
En Caracas, buena parte de la carga de la
Gran Misión Vivienda Venezuela recayó en manos de Jorge Rodríguez. Rodríguez
fue vicepresidente bajo el mandato de Chávez y es el alcalde del municipio
Libertador, el centro de la ciudad, desde el año 2008. Fui a verlo una mañana a
su oficina ubicada en un hermoso edificio colonial, con balcones y un patio
interior lleno de árboles. Es un hombre delgado y amistoso con la cabeza
rapada, vestido a la manera informal de muchos de los ministros de Chávez: una
pulcra guayabera blanca sobre jeans negros y zapatos deportivos. Sobre su
oficina se alzaba un enorme óleo de Simón Bolívar y la ventana daba a una
preciosa plaza con el nombre de Bolívar, decorada con una gran estatua de El
Libertador.
Rodríguez no había absorbido el grado de
deterioro de la ciudad hasta que llegó a ser alcalde. “En mi primer día de
trabajo, miré por la ventana y vi a un borracho orinando sobre la estatua de
Bolívar. Me dije a mí mismo, ‘si así son las cosas aquí, ¿cómo será en el resto
de la ciudad?’”. Rodríguez dijo que fue a ver a Chávez para discutir la
situación. “Decidimos que íbamos a arreglar la ciudad, desde el centro hacia
afuera. Teníamos que empezar en alguna parte”.
Rodríguez culpó a los gobernantes anteriores
por los problemas de Caracas. Desde que los españoles fundaron la ciudad su
crecimiento no ha sido planificado, excepto durante la dictadura de Pérez
Jiménez. “Él tenía un plan, pero luego fue derrocado”, según Rodríguez. El
alcalde describe el preámbulo a la emergencia actual como un “lento terremoto”.
Los pobres habían vivido en barrancos y laderas de las montañas para luego trasladarse
a la ciudad por mera necesidad. El adinerado sector privado dejó de invertir en
la ciudad y la inundación de 2010 había tornado la situación en una crisis.
Rodríguez dijo que en todo el país la déficit
de viviendas era de tres millones, y la meta para el año era de doscientas
setenta mil unidades nuevas. Barrios me había dicho que durante la mayor parte
del mandato de Chávez el gobierno había construido un promedio de veinticinco
mil unidades al año. El gobierno había atendido
un porcentaje menor de las necesidades de vivienda que cualquier
administración desde 1959. Pero Rodríguez me aseguró de que estaba en buen
ritmo para alcanzar su meta, diciendo: “Estamos construyendo donde sea que
podamos”. Admitió que todavía tenían un largo camino por recorrer. “Apenas
descanso, ¡y estoy de pie todo el día!”, dijo, riéndose y señalando sus zapatos
deportivos.
Rodríguez señaló a la plaza y me preguntó si
notaba alguna diferencia respecto a mi visita anterior. Me di cuenta de que la
plaza estaba vacía. No estaba ninguno de los vendedores ambulantes que
obstruían el paso peatonal de las calles del centro histórico. “Nos deshicimos
de cincuenta y siete mil de ellos”, dijo Rodríguez. Los trasladaron a un nuevo
mercado cubierto en el borde del centro de Caracas. Con el respaldo del
Presidente, Rodríguez también decretó que las invasiones a edificios ya no
serían toleradas, pero que tampoco habría expulsiones arbitrarias. “Todavía hay
uno o dos intentos semanales de adueñarse de un edificio, pero los detenemos”.
Al parecer, el gobierno no aprobó
oficialmente ninguna invasión de la Torre de David, pero no ha hecho ningún
intento para cerrarla. ¿Hubo un acuerdo tácito en dejar las cosas como estaban?
Rodríguez se mostró incómodo y dijo: “La situación de la Torre de David debe
corregirse y será tratado por el gobierno a su debido tiempo”.
En los alrededores de la ciudad había indicios
de que Chávez había comenzado a enfrentar los problemas relacionados con la
insuficiencia de vivienda pública y transporte. Rodríguez me llevó a un sitio
en la Avenida Libertador donde varios edificios de apartamentos eran
derribados, incluyendo construcciones espontáneas de ladrillo y acero de más de
cinco pisos. Junto a éstos, en el borde de la carretera, se demolían barriadas
cuyos habitantes eran reubicados. A los lados de varias autopistas se veían
torres de alta tensión para un nuevo tren de pasajeros elevado (comprado en
China), parte de un ambicioso plan para aliviar el tráfico de la ciudad y
aliviar la presión sobre su abrumado sistema de Metro. Se ha instalado un
costoso teleférico para transportar a pasajeros hasta el tope del cerro que
aloja a San Agustín, uno de los barrios marginales más antiguos de la ciudad.
Los vagones parten de una reluciente estación y se mueven silenciosamente en el
aire, impulsados por enormes poleas austríacas. Todos están pintados del color
predilecto de Chávez, el rojo Bolivariano, y en cada uno reza: Soberanía, Sacrificio,
Moral Socialista… Debajo, puede verse la basura rodando entre pendientes
fangosas, un laberinto de ranchos y callejones mugrientos. Me dijeron que no me
bajase en la cima, para evitar el riesgo de ser asaltado.
Una mañana, Daza se reunió conmigo en un
terreno baldío cubierto de maleza detrás la torre más pequeña. Estaba
supervisando un grupo de trabajo de cuatro adolescentes y un hombre mayor que
mezclaban cemento en una carretilla y lo untaban sobre una extensión de
hormigón, barro, hierba y escombros. Daza lucía jeans, zapatos de gamuza y una
camisa de cuadros. El aire apestaba a cloaca. Daza explicó que quería hacer un
pequeño parque, donde las familias con niños puedan tener un lugar seguro para
jugar y organizar piñatas y fiestas de cumpleaños.
Los adolescentes del grupo bromeaban y
evitaban trabajar, mientras que Daza gritaba órdenes de vez en cuando, pero en
general los observaba con tolerancia. Él me dijo que eran jóvenes en riesgo de
caer en la delincuencia, recomendados por sus propios padres. En el trabajo
podían ser supervisados y, ganando un salario de aproximadamente cien dólares
al mes, podrían colaborar con un poco de dinero para sus familias. Los
supervisaba personalmente, explicó, porque el último encargado resultó ser
irresponsable. “Todo lo que hacía era pasear en su moto, armando desorden”, me
dijo.
Daza tenía planes ambiciosos para la Torre.
Me mostró el estacionamiento en planta baja, un espacio enorme y vacío excepto
por algunos autobuses dañados y explicó que era una fuente importante de
ingresos: el garaje se alquila a los conductores de autobús. Más tarde estaría
lleno. Cerca de la entrada, donde un par de muchachos descansaban en sucios
sofás, Daza planificaba instalar una puerta de seguridad y construir una caseta
de vigilancia. A un lado del edificio, cerca de una hilera de frondosos árboles
de mango, Daza señaló un espacio no utilizado donde quería construir una
guardería para los niños de las madres trabajadoras. Cerca de la puerta
principal esperaba abrir una cafetería, “donde pueda venderse comida
Bolivariana a precios socialistas”.
A medida que caminábamos Daza me explicaba
cómo funciona el edificio. Tenía una manera rítmica y enfática de hablar, como
un predicador. “No hay ningún régimen carcelario impuesto aquí”, dijo. “Lo que
hay aquí es orden. Y no hay celdas, sino hogares. Nadie está obligado a
colaborar aquí. Aquí nadie es un inquilino: todos son habitantes”. Cada
habitante tiene que pagar una cuota mensual de ciento cincuenta bolívares
(alrededor de ocho dólares al tipo de cambio del mercado negro) para ayudar a
cubrir los gastos básicos de mantenimiento, como los salarios de la brigada de
limpieza y de construcción. A las personas que no pudieron permitirse el lujo
de construir sus viviendas se les ofreció ayuda financiera. Todos los
residentes están registrados y cada piso tiene su propio delegado encargado de
resolver cualquier problema. Si los problemas no podían resolverse en el piso,
son llevados a una reunión del consejo de la Torre, que Daza convocaba dos
veces por semana. Un problema común, dijo con un poco de amargura, era que los
residentes no pagaran su cuota mensual, y era difícil disuadir a los inquilinos
de arrojar basura en el patio. A los transgresores “se les da una advertencia
apelando a sus conciencias”. Hay una junta disciplinaria que tiene la capacidad
de expulsar de la construcción a los peores infractores, pero siempre hay
quienes se toman libertades.
La versión de Daza del sistema de justicia de
la torre contrastaba crudamente con las historias que había escuchado de
ejecuciones al estilo carcelario, de personas mutiladas y partes corporales
volando desde los pisos superiores. Este era el castigo habitual para ladrones
y soplones en las cárceles de Venezuela, y la costumbre se ha colado entre los
criminales de los barrios de Caracas. Cuando le pregunté acerca de estas
historias, Daza apretó los labios, un gesto común de reproche entre los venezolanos.
“Lo que queremos es seguir viviendo aquí “, dijo. “Tenemos una buena vida. No
oímos tiroteos todo el tiempo. No hay matones con pistolas en sus manos. Lo que
hay aquí es trabajo. Lo que hay aquí es gente buena, gente trabajadora”. Cuando
le pregunté a Daza cómo se había convertido en el jefe o líder de la Torre
frunció nuevamente los labios, y finalmente dijo: “Al principio, todo el mundo
quería ser el jefe, pero Dios se deshizo de los que quería deshacerse y dejó a
aquellos que él quería que se quedaran”.
Muchos de los residentes de la Torre han
llevado vidas complicadas, afectados por la confluencia en el país de la
pobreza y la delincuencia. En un almacén habilitado cerca de la iglesia de Daza
vive Gregorio Laya, un compañero de Daza de los tiempos de la prisión. Laya
trabajaba como cocinero en la cocina presidencial del Palacio de Miraflores,
pero en los viejos tiempos formaba parte
de una banda de roleros o ladrones de relojes caros. Hizo una lista de sus
favoritos: Rolex, Patek Philippe, Audemars Piguet. Por lo general, él y sus
hombres esperaban fuera del Teatro Teresa Carreño a los asistentes de
conciertos. Pero un día decidió robar al dueño de un spa “cerca de aquí, a
pocas cuadras de distancia”, señalando más allá de la Torre. Consiguió el reloj
pero, al salir, el hombre sacó un arma y comenzó a dispararle. No tuvo “más
remedio” que responder, dijo, y disparó contra el propietario varias veces
hasta matarlo. Laya fue herido también y la policía lo acorraló a sólo unas
cuadras de distancia. Lo condenaron a once años en prisión.
El apartamento de Laya era de una sola
habitación, equipado con elementos esenciales de la vida diaria, similar a un
camarote de marinero o una celda de prisión. Había una cama grande y una TV
pantalla plana, un armario, una silla y un tendedero en una esquina con ropa.
Laya declaró estar contento. Tuvo la suerte de conseguir un trabajo y agradece
a Daza por haberle encontrado un lugar en la Torre. Todos los días camina
frente al spa en su trayecto al trabajo y piensa en lo diferente que era su
vida.
Daza contó su propia historia de redención en
términos similares. Un día me mostró su iglesia, un almacén antiguo y grande
pintado de verde, con sillas de plástico apiladas y un atril de predicador.
Letras recortadas de papel dorado pintaban en la pared las palabras “Casa de
Dios” y “Puerta del Cielo”. Daza dispuso de dos sillas y me invitó a sentarme.
Daza me dijo que era oriundo de Catia, uno de
los barrios más famosos de Caracas. Su familia era muy pobre. Era el más joven
de varios niños y sus hermanos eran mucho mayores. Se mantuvo alejado de los
problemas hasta cumplir los ocho años, cuando unos muchachos mayores robaron su
bicicleta y le dieron una humillante paliza. Los describió como malandros que
aterrorizaban su barrio. “Recuerdo que miraba como perseguían a mis hermanos
mayores”, dijo Daza. “Ellos tenían armas y mis hermanos corrían cuando los
perseguían y les disparaban”.
“No me importaba si mataban a mis hermanos”,
prosiguió. “Me molestaba la forma en que llegaban a casa y se comportaban
frente a mi mamá. Ellos la maltrataban, fumaban drogas y hablaban mal delante
de ella. Yo les decía que eran unos cobardes, porque lo único que hacían era
traer a sus enemigos al barrio para luego huir cuando llegaban”.
Daza formó su propia banda de niños
delincuentes. “Nos adueñamos de algunas pistolas y luego, cuando tenía quince
años, hicimos nuestro primer trabajo, que fue esperar a que el líder de esos
mismos malandros subiera y…” -simulando disparar con su mano- dijo, “acabamos con él”. Después de eso, Daza se
convirtió en el jefe de todo el barrio.
Daza ha cumplido dos sentencias en la cárcel,
una de cinco años y otra de dos. Durante su segundo encarcelamiento, por un
cargo de porte ilegal de armas, un policía que también ejercía de pastor llegó
a la cárcel y lo convirtió. Él resurgió “con el Evangelio” y ha tratado de
llevar una vida mejor desde entonces.
Para Daza, como para muchos otros residentes
de Caracas, la perspectiva de una vida mejor es tanto material como espiritual.
La administración de Chávez ha tenido efectos volubles sobre la economía de la
nación. Mientras que su retórica anticapitalista ha inducido a algunas empresas
a abandonar el país, otras han aprendido a trabajar con el gobierno y han obtenido
muy buenos resultados. Las regulaciones son sorprendentemente abundantes (el
mero hecho de pagar la cena en un restaurante requiere mostrar una
identificación) pero, de forma perversa, esto ha fomentado el emprendimiento en
el mercado negro. Muchos médicos e ingenieros han huido del país, mientras que
otros profesionales han prosperado. La única constante es el flujo de dinero
petrolero, que brinda una gran riqueza a ciertas personas y es compatible con
un creciente sector público. Los venezolanos más pobres están ligeramente mejor
en la actualidad. Y, sin embargo, a pesar de que Chávez apela a la solidaridad
socialista, su gente ansía seguridad y objetos de la buena vida tanto como una
sociedad más equitativa.
Una noche, Daza insistió en llevarme de regreso
a mi hotel. Él, Gina y yo esperamos fuera de la torre cuando una reluciente
Ford Explorer verde se detuvo frente a nosotros y un conductor se bajó y le
entregó las llaves a Daza. Entré al asiento trasero y nos pusimos en marcha.
Mientras conducía, Daza me dijo: “Dios me bendijo con el carro el diciembre
pasado”. Aparentemente un hombre le debía dinero y, cuando éste fue incapaz de
devolvérselo, le dio el auto a cambio. Era un modelo del 2005, según Daza, lo
cual estaba bien. Pero ahora quería el del 2008 (idealmente de color blanco).
Por casualidad pasamos al lado de una Explorer blanca 2005 en la vía. Daza
murmuró su apreciación del vehículo, admirando el cromo brillante en la rejilla
del espejo retrovisor. Más tarde pasamos frente a un concesionario Ford, donde
una Explorer 2012 descansaba en una sala de exposición iluminada. “Quién sabe
lo que costará ésa, ¡tal vez medio millón de bolívares!”, exclamó.
En la autopista, Daza me preguntó dónde
quedaba el hotel y parecía inseguro cuando le dije que era en el sector de Los
Palos Grandes. ¿Había estado allí? “Sí, por supuesto”, me dijo, aunque tuve que
señalarle la salida y dirigirlo a partir de allí. A medida que nos acercábamos
al hotel, pasando edificios de apartamentos enrejados y exclusivos restaurantes,
él y Gina miraban asombrados por la ventana. “La gente aquí es muy rica,
¿verdad?”, dijo Daza. Detuvo el coche en medio de la calle frente al hotel y lo
observó paralizado, mientras que el resto de los autos tocaban la corneta y nos
adelantaban.
Pero en muchas partes de la ciudad no son los
ricos, sino los malandros, quienes están en ascenso. Caracas es uno de los
lugares del mundo dónde es más fácil ser secuestrado. Miles de secuestros se
producen cada año. En noviembre del 2011 fue secuestrado el cónsul chileno por
hombres armados, que lo golpearon y le dispararon antes de liberarlo. Ese mismo
mes, el cátcher venezolano de los Nacionales de Washington, Wilson Ramos, fue
secuestrado en la puerta de la casa de sus padres y estuvo capturado por dos días
antes de ser rescatado. En abril, un diplomático costarricense fue secuestrado.
Al día siguiente la policía hizo una redada en la Torre de David en su
búsqueda, pero sólo encontraron algunas armas.
En una cena, en Caracas, escuché a dos
parejas intercambiar historias sobre unas llamadas que recibieron de criminales
que aseguraban haber secuestrado a sus hijos. En ambos casos salían del
teléfono voces infantiles muy similares a las de los suyos, llorando y pidiendo
ayuda. Las llamadas eran falsas y fueron realizadas por secuestradores
fraudulentos, pero el episodio, junto a las noticias cada vez más sangrientas
en la prensa, los dejó preocupados por el futuro. Uno de los crímenes más
comentados mientras estuve en Caracas involucró el asesinato de un taxista, que
fue golpeado, cortado en la cara y le dispararon varias veces. Sus asesinos le
pasaron por encima con su propio carro, sólo por diversión, antes de escapar.
Daza aparentemente nunca salía de la planta
baja de la Torre y tampoco parecía querer que yo pasara de allí. Cada vez que
le propuse subir, tomaba una actitud evasiva y respondía con excusas cuando le
preguntaba si podía asistir a una sesión de sus reuniones con los delegados. Si
en verdad exigía una cuota de inscripción a cada nuevo residente, como me
habían informado, es algo que no quiso admitir. Pero parecía probable que se
ganase la vida del edificio, posiblemente de los ingresos del garaje de
autobuses. En cierta forma, es capaz de permitirse algunos lujos: aunque vive
encima de su iglesia, mantiene un apartamento en otra zona de la ciudad y sus
hijos de relaciones anteriores pueden visitarlo allí con seguridad.
En un par de ocasiones me las arreglé para
subir a la Torre y dar un vistazo. En el décimo piso, los miembros del equipo
de seguridad del edificio siempre exigían que me identificase y les dijese a
donde iba. Cuando mencioné a Daza me dejaron ir, pero reaparecían cada cierto
tiempo, manteniendo un ojo vigilante sobre mí. Los residentes de la Torre eran
cuidadosos y hablaban muy poco al pasar. En las escaleras, muchos tenían cargas
propias que llevar, y se movían como montañistas, con las expresiones faciales
propias de un grupo que está participando en una prueba de resistencia.
Los pasillos estaban en un ángulo que les
permitía recibir luz de las ventanas ubicadas en las paredes de cada extremo de
la construcción, pero aún así la iluminación era tenue. En los pisos que no
estaban terminados se habían construido pequeñas casas de bloques pintados y de
yeso. Muchos mantienen sus puertas abiertas para dejar entrar la brisa y para
socializar y pude verlos ocupados con sus tareas cotidianas: cocinar, limpiar,
llevar cubos de agua, bañarse. Se escuchaba música aquí y allá. Daza montó una
bomba de agua que funcionaba por un generador y cada piso tenía su tanque,
aunque el suministro de agua corría a través de tuberías impredecibles y
mangueras de caucho.
La Torre cuenta con varias bodegas, una
peluquería y un par de guarderías. Visité una pequeña bodega en el noveno piso
donde Zaida Gómez, una mujer peliblanca y locuaz de unos sesenta años, vivía
con su madre de noventa y cuatro años. Ella me mostró el cubículo al lado de la
tienda donde había instalado a su madre, una pequeña mujer que me parecía un
pájaro dormido, justo en una cama al lado de uno de los ventanales. Gómez
mantiene un ventilador prendido a toda hora, ya que el calor que emana la
ventana volvía la habitación en un horno.
Gómez es una pionera en la Torre y me dijo
que al principio las cosas eran terribles allí. La Torre estaba gobernada por
malandros —dijo sacudiendo la cabeza— y se habían producido palizas, tiroteos y
asesinatos. Pero ahora podía dejar la puerta de su tienda abierta, algo que
nunca fue capaz de hacer en Petare, el barrio donde vivía antes. Su tienda
vendía de todo, desde jabón hasta refrescos y verduras. Y para reabastecerse de
suministros tenía que subir y bajar las nueve plantas de la Torre varias veces
al día. Era agotador, pero dijo que no podía darse el lujo de pagar un mototaxi
que cobraba quince bolívares (alrededor de ochenta centavos de dólar) por cada
viaje. Tiene una hija que la asiste y un nieto.
Gómez tenía miedo de verse obligada a mudarse
de la Torre. “Este edificio es demasiado caro para que gente como nosotros esté
aquí “, dijo. Vendrá el día en que las autoridades lo quieran de vuelta.
Esperaba que el gobierno, que estaba construyendo viviendas para los pobres en
la adyacente Avenida Libertador, se acercase a la Torre también y los reubicase
a todos. “Todo lo que quiero es mi casa propia y un pequeño pedazo de tierra
para cultivar. Algo que pueda llamar mío”.
Albinson Linares, un periodista venezolano
que ha escrito sobre la Torre, me describió a sus residentes como “refugiados
de un estado subdesarrollado que viven en una estructura del Primer Mundo”.
Contiene una muestra de trabajadores caraqueños: enfermeras, guardias de
seguridad, conductores de autobuses, comerciantes y estudiantes. Hay personas
desempleadas también y el círculo de exconvinctos evangélicos de Daza. Cada
piso tenía su propia sociología. Los pisos más bajos son reservados en gran
parte para las personas mayores, quienes no pueden subir hasta los niveles más
altos. Algunos pisos están dominados por familias y otros están ocupados
principalmente por hombres jóvenes de peligroso aspecto. Un día, un fotógrafo
con quien viajaba fue jalado hacia un apartamento por un par de hombres que lo
interrogaron con suspicacia. Cuando mencionó el nombre de Daza lo dejaron ir,
pero a regañadientes. En la escalera vimos un grafiti que decía “El Niño Sapo”.
Parecía que Daza tenía enemigos dentro de la Torre.
Que hubiese conflicto parecía inevitable.
Entre los derechos de admisión, los cargos de mantenimiento y el alquiler del
garaje, hay una buena cantidad de dinero disponible para los invasores. Una
tarde Daza me llevó a un restaurante en la calle de la Torre, un lugar pequeño
y caluroso con una cocina abierta. Poco después de sentarnos, tres hombres
entraron a rondar amenazadoramente por nuestra mesa, parados justo detrás de
nuestras sillas. Daza arqueó las cejas y dejó de hablar, hasta que después de
un par de largos y tensos minutos los hombres salieron y se sentaron en la
acera. Más tarde, Daza me dijo que aquellos hombres se ganaban la vida
organizando invasiones. “Son profesionales”, dijo. “Es lo que hacen”. Le
pregunté si eran enemigos. Me dijo que no exactamente y luego murmuró que había
muy poca gente en la vida en quienes se pueda confiar.
A media hora en carro desde la Torre de David
está otra invasión: El Milagro. Fue fundada unos años antes por José Argenis,
otro ex convicto convertido en pastor que se unió a ex reclusos y sus familias
para invadir una parcela de terreno al lado del río en las afueras de Caracas.
Era una zona cubierta de matorrales y desperdicios, pero cuenta con una
excelente ubicación: justo al lado de la carretera principal, al lado de una
estación de autobuses y cerca de un puente angosto que le permite a los
residentes cruzar el río a pie o en moto. El Milagro es ahora una comunidad de
casi diez mil personas y sigue creciendo.
Argenis, un hombre negro con carisma y una
atronadora voz, dirige un centro de rehabilitación en El Milagro para ex
prisioneros que van a pedirle ayuda para hacer una mejor transición al mundo
exterior. Las cárceles de Venezuela tal vez sean las peores de América Latina:
las treinta instalaciones del país fueron diseñadas para mantener unos quince
mil internos, pero realmente alojan tres veces esa cantidad. Se compran y
venden narcóticos abiertamente, y los reclusos tienen acceso a armas
automáticas y granadas. En muchas prisiones los guardias han cedido el control
a las bandas armadas dirigidas por jefes delincuentes llamados “pranes”,
llamados así por el sonido que hace un machete al golpear concreto. Los pranes
lideran la creciente comunidad criminal que se extiende dentro y fuera de las
prisiones. Frente a una deplorable fuerza policial y judicial, caracterizadas
por la ineficiencia y la corrupción, los pranes brindan una estructura donde no
existe ninguna.
Los pranes se han vuelto suficientemente
poderosos como para tratar directamente con el gobierno. Argenis trabajó como
asesor de Iris Varela, la recién nombrada por Chávez Ministra de Servicios
Penitenciarios, a quien ayudaba a negociar con los pranes. Explicó que era un
trabajo no remunerado “hasta el momento”, pero que le interesaba trabajar con
ella. Argenis espera que su modelo de rehabilitación obtenga financiamiento
gubernamental, y que pueda construir otras instalaciones a lo largo del país.
Argenis cumplió una condena de nueve años por
homicidio, en los que conoció a Daza. Después de salir de prisión se
mantuvieron en contacto. “Cuando invadieron la Torre, El Niño todavía estaba
involucrado en ese mundo, el de los bajos fondos”, dijo. “Y había quienes
querían desorden, pero él impuso orden… a la antigua”. Me regaló una mirada
resabiada. Hubo un momento en el que Daza acudió a él en busca de ayuda.
“Estuvo aquí por seis meses. Permanecía como el líder oficial de la Torre, pero
se quedó aquí”. Según Argenis, Daza había “salido de la cárcel con problemas.
Había gente que quería matarlo y lo protegimos”. Dejó abierta la posibilidad de
que Daza volviera a la vida criminal. “Creo que ya colgó los guantes”, dice
Argenis, sonriendo irónicamente. “Pero siempre puede volver a caer en
tentación, porque tenemos que cuidar de nosotros mismos, ¿sabes?”
Argenis mantenía enemigos también. “He matado
a hombres. He dejado a otros en silla de ruedas. Dejé a algunos estériles. Sólo
imagínalo: me van a odiar por el resto de sus vidas”. Cuando le pregunté cómo
la cultura del malandro había cobrado tanta fuerza, me respondió que se debía a
las cárceles. Me explicó que los hombres internados ni siquiera trataban de
escapar, porque “tienen todo lo que necesitan allí y viven tan bien o mejor que
en las calles”. La economía penitenciaria estaba en auge, con miles de millones
de bolívares generados a través del control del tráfico de drogas. “Las
cárceles son muy fuertes, y han llegado a ser mucho más fuertes en los últimos
siete u ocho años”.
Argenis cumplió su condena en una prisión
llamada Yare, situada en medio de colinas a una hora del sur de Caracas. Yo
visité la cárcel en el 2001 y un funcionario de la prisión me condujo por un
camino de tierra alrededor del perímetro de la verja que cercaba el edificio.
Nos detuvimos y vi dos bloques de celdas con decenas de agujeros de bala en sus
fachadas. Había agujeros donde debían estar las ventanas y un grupo grande de
hombres rudos sin camisa bajaba la mirada hacia nosotros. Una línea gruesa y
negra de excremento humano recorría la pared exterior y el patio de abajo era
un mar de lodo y basura de varios pies de profundidad. “No podemos quedarnos
por aquí”, me dijo el funcionario. “Si nos quedamos demasiado tiempo, puede que
nos disparen”. A medida que nos alejábamos, me explicó que sólo había seis
guardias a la vez dentro de la prisión. Los internos permitían a un guardia
elegido por ellos para acercarse hasta una puerta determinada y recuperar los
cadáveres dejados allí.
Chávez estuvo preso en Yare durante dos años
después de su intento de golpe de Estado. A pesar de que se mantuvo en un área
segura para presos políticos, supuestamente escuchó con impotencia cómo un
grupo violaba a otro recluso, le cortaban la garganta y luego era apuñalado
hasta morir. Chávez fue perdonado en 1994 y al comienzo de su presidencia se
comprometió a contribuir con la reforma del sistema carcelario. Pero, mientras
nuevas causas y crisis emergían, las prisiones fueron olvidadas: de las
veinticuatro prisiones que prometió construir, sólo se construyeron cuatro. El
año pasado hubo más de quinientas muertes violentas en el sistema. En agosto,
dos pandillas de Yare se involucraron en un tiroteo de cuatro horas en el que
murieron veinticinco reclusos y un visitante. Se publicaron fotografías de
Geomar y El Trompiz, los jefes pandilleros responsables de la masacre, posando
desafiantes con sus armas. El Trompiz fue asesinado el pasado enero, al parecer
por sus propios hombres.
Después de que Chávez fue reelecto, declaró
un estado de emergencia en el sistema penitenciario del país, y prometió una
completa transformación. Sin embargo, Argenis sugiere que el daño ya estaba
hecho. “Este gobierno ha sido más permisivo: los gobiernos anteriores eran más
represivos”, dijo. “Y así, la cultura malandra ha crecido y ha migrado de las
cárceles hacia las escuelas, las universidades y las calles. Se ha convertido
en una cultura nacional”.
Lo primero que un visitante ve al llegar
desde el Aeropuerto Internacional a Caracas es un barrio, quizás el más famoso
de la ciudad: el 23 de Enero. “El 23″, como se le conoce, fue construido en los
años cincuenta como un proyecto de vivienda pública diseñado por uno de los más
grandes arquitectos del país: Carlos Raúl Villanueva. Es un complejo de ochenta
edificios que ocupa verticalmente un enorme pedazo de tierra en la entrada
norte de la ciudad. Fue concebido como un enorme suburbio, dividido entre
edificios de cuatro plantas y torres de quince pisos, entrelazados por jardines
y caminerías.
Hoy en día, los espacios verdes están
sobrecargados de invasores. El 23 es una favela donde viven unas cien mil
personas, apretadas entre los bloques de apartamentos de Villanueva. La zona es
un volátil mosaico de colectivos independientes que abarcan desde aquellos con
pretensiones izquierdistas hasta criminales puros y duros. Muchos están armados.
Uno de las figuras emblemáticas del 23 fue
Lina Ron, una activista militante de pelo rubio teñido y carácter
grandilocuente. Antes de morir el año pasado de un infarto, Ron organizó
ruidosas protestas antiimperialistas que con frecuencia se tornaban violentas.
Chávez toleraba a Ron y sus agresivos seguidores porque era una apasionada
defensora de sus políticas y solía aparecer a su lado en marchas y eventos. En
2001, Chávez me insinuó que había aceptado a la extrema izquierda como una
forma de impedir un golpe de Estado como el que lo puso en el cargo. “La verdad
es que necesitamos una revolución aquí y si no lo logramos ahora vendrá
después, con otra cara”, dijo. “Tal vez de la misma manera que comenzó, una
medianoche con pistolas”.
Probablemente no haya hoy en día otro
chavista más abiertamente radical que Juan Barreto. Profesor de cincuenta años
de la Universidad Central, Barreto es un marxista rotundo, brillante y locuaz.
Fue Alcalde Mayor de Caracas, supervisando todos los distritos de la ciudad
desde el 2004 hasta 2008, cuando ocurrieron muchas de las invasiones,
incluyendo la ocupación de la Torre de David. Pasé algún tiempo con él a
inicios del 2008 y me quedó claro que era visto como un protector por algunos
ocupantes ilegales del centro de la ciudad. Barreto siempre ha dicho que no
apoya las invasiones, pero consiente las expropiaciones de propiedades
abandonadas en la ciudad para aliviar la crisis habitacional. En una acción
típica de su mandato, Barreto enfureció a la fracción adinerada de la ciudad al
amenazar con la confiscación del Country Club de Caracas, rodeado de suntuosas
villas y jardines que circundan un campo de golf de dieciocho hoyos, para darle
el espacio al pueblo. Al final, el plan fue abandonado, al parecer, por órdenes
de Chávez.
La franqueza de Barreto le ha ganado
numerosos enemigos e incluso muchos jefes chavistas lo ven como un fanático
desbocado, con una tendencia de hablar públicamente acerca de “armar al pueblo”
para defender la revolución. Siendo alcalde, claramente le encantaba ser el
enfant terrible de la revolución de Chávez. Organizó una tripulación de
motorizados guardaespaldas que viajaban con él. Entre sus allegados estaba un
ex sicario adolescente llamado Cristian, que estaba siendo rehabilitado por
Barreto. Al presentármelo le preguntó: “Cristian, ¿a cuántas personas has
matado?” El chico murmuró “Unas sesenta, creo…” y Barreto se rió con deleite.
Cuando Barreto dejó el cargo, entró en un
limbo político que terminó el año pasado durante la campaña de reelección de Chávez,
en la que volvió al entorno presidencial. Fue el líder de un grupo informal de
colectivos radicales de barrios con los que formó una nueva organización,
REDES, que se unió a la campaña del presidente. Caracas fue abarrotada de
pósters de REDES que muestran a un Chávez hinchado, debido a tratamientos con
esteroides, unido por un abrazo varonil con el aún más corpulento Barreto.
Me encontré con Barreto en su casa situada en
el sector de El Cementerio, llamado así por el gran cementerio que alberga y en
el que malandros celebran rituales en honor a sus camaradas caídos. Las colinas
cercanas están cubiertas por ranchos. El frente de la casa de Barreto es una
enorme puerta doble de hierro, resguardada por un par de vigilantes armados con
pastores alemanes cerca. Después de haberme identificado me condujeron a través
del garaje, donde había dos camionetas blindadas estacionadas. Dentro había un
claustro repleto de arte moderno y esculturas, además de un gran acuario.
Barreto estaba en la parte de arriba, en una cocina de último modelo preparando
tamales. A un lado de la cocina estaba la sala de estar, donde un grupo de
hombres jóvenes, miembros de su séquito, estaban sentados en una mesa con
laptops. La habitación estaba decorada con una pintura erótica hecha por
Barreto —una mujer sin camisa, con la mano de un hombre dejando caer una fresa
en su boca— junto a una botella de Johnnie Walker Platinum (“regalo de un
amigo”) y una figura de Marlon Brando como Don Corleone.
Barreto explicó que él y sus compañeros
estaban trabajando para convertir a REDES en un partido político. Chávez había
mostrado un reciente plan para el “socialismo del siglo veintiuno”, en el cual
la sociedad venezolana sería reestructurada en comunas. Nadie entendía
exactamente lo que el término significaba o cómo se aplicaría, excepto tal vez
el propio Chávez, y había un acalorado debate al respecto. Barreto dijo que él
y sus seguidores estaban preocupados pues, sin la presión de grupos como REDES,
el plan se utilizaría para “meter en una camisa de fuerza” a las verdaderas
fuerzas revolucionarias.
Para ayudar a crear una comuna auténtica,
Barreto trabaja estrechamente con Alexis Vive, uno de los colectivos armados
mejor organizados del 23. Barreto sugirió subir a verlos. A medida que entramos
en una de sus camionetas —que, según él, Chávez le había prestado—, un
guardaespaldas sacó una ametralladora, una P90 belga. “Hermosa, ¿verdad?”, dijo
Barreto, sonriendo. “Dispara cincuenta y siete balas”. Explicó que armas como
estas son necesarias para defenderse. “No es que estemos en contra del
gobierno. Es que no encuentro la manera de apoyarlo totalmente”. Se echó a
reír. “Es como cuando tienes una mujer hermosa, pero te has desenamorado de
ella. Es difícil. La quieres un momento y al siguiente no, ¿me entiendes?”
En la sede del colectivo Alexis Vive hay
murales de Marx, Mao, Castro y el Che Guevara pero, aparte de algunos hombres
armados merodeando al borde de unos edificios cercanos, los soldados se
mantenían discretamente fuera de la vista. Uno de los líderes del grupo, un
joven estudiante de Sociología llamado Salvador, me explicó que el colectivo
controlaba unas cincuenta acres que alojaban cerca de diez mil habitantes, con
quienes trataban de formar en un colectivo marxista autosustentable. El grupo
estaba armado sólo para defenderse, dijo. Policías corruptos y miembros de la
Guardia Nacional venezolana estaban trabajando con grupos de malandros del 23,
a veces en zonas que bordeaban su propio territorio. Barreto sostuvo que el
contingente armado estaba protegiendo a su pueblo de oficiales delincuentes.
“No han sido capaces de llegar aquí desde 2008″, dijo entre risas. “Hemos
estado en tiroteos con ellos”.
La corrupción en las fuerzas de seguridad es
un problema profundamente arraigado —y según Barreto—es la verdadera fuente de
la cultura criminal del país. Dijo haber luchado contra el problema durante su
período como Alcalde, sustituyendo gran parte de la fuerza policial con
miembros de los Tupamaros, un grupo armado del 23 de Enero. Salvador dice que
la situación surge de la incapacidad de Chávez para enfrentarse a los
verdaderos criminales: “Chávez no ha perseguido a los malandros porque cree que
pueden volverse en su contra”.
Un domingo, cincuenta sillas de plástico
fueron alineadas para la misa dominical en la iglesia de Daza, pero sólo una
docena de personas se presentaron, casi todas mujeres y niños. Daza no se veía
molesto. Llevaba una corbata, pantalones y zapatos negros. Probó el micrófono
cantando “Gloria” y “Aleluya”, mientras que un par de hombres acomodaban el
equipo musical: una batería, un órgano eléctrico y enormes altavoces. Llegaron
un par de mujeres más y se arrodillaron a orar antes de unirse a la
congregación. Apareció Gina, la compañera de Daza, con sus hijos, y sacó una Biblia
forrada en una cubierta de rosado chillón.
Mientras los músicos tocaban, Daza cantaba
desde un lado de la tarima (cantaba mal pero sin complejos) y tocaba unos
bongos. Finalmente tomó el micrófono y comenzó a gritar, en un rítmico gruñido
ronco, sobre el bien y el mal. Dijo: “Hay guerras en el mundo, en las que a la
gente no les importa si los niños mueren, si las mujeres mueren, si los viejos
mueren: lo único que les importa son las riquezas. Pero la Biblia dice que sólo
hay una vida y es ésta. El Señor conoce la vida eterna, pero sólo él la conoce
y entonces debemos vivir ésta. Tenemos que vivir esta vida y ser buenos con
Dios”.
El servicio duró tres horas. Las mujeres se
balanceaban y movían sus pies con los ojos cerrados. La voz de Daza se volvió un
fascinante muro sonoro. Hubo un momento en el que se levantó a testificar un
joven predicador invitado llamado Juan Miguel. Dijo ser de un barrio pobre y
que su padre estaba loco. Había estado en la cárcel, y su casa había sido
arrasada por las inundaciones de 2010. Vivía con miles de otros damnificados en
el interior de un centro comercial expropiado por Chávez. “Hemos tenido vidas
difíciles, vidas duras, pero Dios nos ha llamado a predicar su palabra”. Sus
ojos brillaban cuando le dijo a Daza: “Dios nos ha escogido. Dios ha escogido a
Venezuela para llevar el Evangelio al Mundo”.
Un día Daza me llevó a Miranda, un estado
vecino, a ver el barrio donde vivió con su ex esposa y donde ésta aún vivía. A
lo largo del camino habló, como siempre, de cómo Dios lo había salvado. Dejó la
escuela cuando tenía trece años y a los catorce ya estaba en la vida
pandillera. Aprendió a leer durante su segunda estadía en prisión y la Biblia
fue su primer libro. “Yo no tengo preparación universitaria, pero me he educado
mucho sobre Dios. Solía hablarle a la gente de manera ofensiva, con
groserías. Me salía la inmundicia. Pero leí en alguna parte de la Biblia, no
recuerdo dónde, que el lenguaje grosero corrompe las buenas costumbres. Y
cuando leí eso me dije: ‘Ay, Dios me está hablando’”.
Llegamos a una pequeña casa de bloques en la
loma de un cerro empinado que se alzaba sobre otras colinas boscosas, marcadas
por nuevas invasiones. La hija de la ex esposa de Daza estaba allí, una mujer
joven y rolliza de unos veinte años. Parecía feliz de ver a Daza. Nos sentamos
en una pequeña sala de estar y Daza comenzó a recordar la vida con su ex
esposa. Aunque entonces era todavía un criminal, la relación había sido
formativa para él. Ella era mayor que él y Daza sintió que ella lo ayudó a
moldearlo como hombre. Ella también lo malcriaba, dijo riendo, ya que le
cocinaba, limpiaba y hasta le planchaba su ropa.
Daza se veía con otras mujeres. “Yo solía
cambiar de novias como tú te cambias de ropa”, me dijo, y dejó a varias
embarazadas. Él y su ex esposa peleaban mucho. Se puso de pie y representó una
pelea particularmente dramática, en la que Daza inmovilizó a su esposa contra
la pared, sacó su pistola, y disparó justo al lado de su cabeza. “Era sólo para
asustarla “, dijo sonriendo. Pero ella sostenía un cuchillo y, cuando Daza
disparó (“quizás ella pensó que realmente iba a dispararle… o tal vez fue sólo
su reacción instintiva”), le había clavado el cuchillo en el pecho. Salió
tambaleándose de la casa y se internó en una clínica. Tuvo suerte: el cuchillo
falló en darle al corazón o a otros órganos vitales. La joven asintió con la
cabeza y se rió al recordar el incidente. “Después volvimos a estar juntos”,
dijo Daza.
En el carro, le pregunté a Daza si se
arrepentía de algo
—No… —dijo.
—¿Qué hay de los hombres que has matado?
—¿Como quién?
—Como el malandro que mataste cuando tenías
quince años.
Daza se quedó callado. Después de un minuto,
dijo: “Yo era un ignorante y ahora me he transformado. Me siento como un hombre
nuevo, una nueva persona. Ésas son cosas que se viven en la vida y que, bueno,
Dios permitió, pero ahora creo que soy diferente”.
Daza volvió a guardar silencio y luego dijo:
“En esta vida, cuando te conviertes en un líder, tu vida corre riesgo porque te
ganas enemigos. A veces la gente piensa que estás involucrado con mafias y
cosas extrañas, gracias a tu pasado. Los enemigos siempre van a tratar de
desacreditarte. El Diablo tratará de garantizar que continúes siendo miserable
para utilizarte para su beneficio”.
Al final era difícil saber si El Niño Daza
era un malandro, un genuino defensor de los pobres o ambas cosas. Lo qué
parecía claro es que estaba perfectamente adaptado a la vida en la Venezuela de
Hugo Chávez, capaz de obtener ventajas por todos los medios: aprovechando los
vacíos dejados por el gobierno, manejando su propia empresa capitalista y
negociando con el mundo del hampa cuando era necesario. Al salir de su antiguo
barrio, la calle estaba llena por un pequeño mitin político. Henrique Capriles,
quien compitió contra Chávez en las elecciones presidenciales, es el gobernador
de Miranda y las elecciones gubernamentales se avecinaban en pocas semanas.
Voluntarios de la campaña repartían cerveza y carteles desde una camioneta.
Daza se encogió de hombros. Esperaba que el candidato de Chávez ganara.
Daza comentó que estaba considerando meterse
en la política. Siendo el jefe de la Torre de David, Daza ha logrado conocer a
algunas autoridades de Caracas, incluyendo a funcionarios de Chávez, y estos le
han pedido que considere la posibilidad de postularse para un puesto de
concejal en la ciudad. Con los cambios propuestos por el gobierno y la creación
de las comunas, Daza espera que la Torre de David pueda adquirir estatus legal.
Ha comenzado a hacer sondeos en el edificio. “La gente me sigue diciendo que
debería lanzarme y que tengo una buena oportunidad”, me dijo. “Así que lo estoy
pensando”.
En el centro de Caracas, a una milla de la
Torre de David, un nuevo y espléndido mausoleo está a punto de ser terminado.
Chávez ordenó su construcción hace dos años para proporcionar un nuevo lugar de
descanso a los huesos de Simón Bolívar. Chávez ya había ordenado anteriormente
exhumar y examinar los restos de Bolívar, persiguiendo la hipótesis de que
había sido envenenado por sus enemigos, pero la autopsia no llegó a ninguna
conclusión. Después ordenó levantar la nueva tumba.
El edificio es una cuña blanca y delgada que
se eleva ciento setenta pies como un mástil hacia el cielo. La construcción ha
costado ciento cincuenta millones de dólares según reportajes y, como todo lo
que ha hecho Chávez, es controversial. La construcción se llevó a cabo con mucha
reserva y el mausoleo, que planeaba abrir sus puertas el pasado 17 de diciembre
después de múltiples retrasos, aún no se ha inaugurado. En el momento en que se
complete se convertirá en la pieza central de un decadente rincón de la ciudad,
junto a una vieja fortaleza militar (donde Chávez estuvo brevemente encarcelado
después de su intento de golpe) y al Panteón Nacional, una iglesia del siglo
XIX donde los restos de Bolívar son vigilados por guardias floridamente
uniformados. Hay rumores persistentes de que cuando Chávez muera será enterrado
en el mausoleo, al lado de Bolívar.
Por supuesto, Chávez y sus seguidores tienen
la esperanza de que su lucha no sea sepultada con él. En 2001, Chávez me dijo
que era su más ferviente deseo llevar a cabo una “verdadera revolución” en
Venezuela. Sin embargo, unos años más tarde su viejo maestro Jorge Giordani
parecía preocupado de que su protegido no estuviera construyendo una revolución
permanente. “Yo también soy un Quijote”, dijo. “Pero hay que tener los pies firmemente
plantados en la tierra. Si todavía tenemos petróleo, vamos a tener un país de
verdad en unos veinte años, pero tenemos mucho que hacer entre hoy y ese
entonces”, dijo Giordani. Y recitó un proverbio venezolano: “Muerto el perro,
se acabó la rabia…”
Ahora, mientras Chávez yace gravemente
enfermo, los hombres que se denominan chavistas transmiten sus supuestos deseos
a los ciudadanos. Durante los pasados meses, los venezolanos han tenido muy
poca información confiable acerca de sus intenciones o del verdadero estado de
su salud y, por lo tanto, tienen poco que decir acerca de su propio futuro.
Para ellos, la muerte de Chávez representa el final de una larga y fascinante
actuación. Le dieron el poder elección tras elección: son víctimas de su afecto
por un hombre carismático al que le permitieron convertirse en el personaje
central del escenario venezolano, a expensas de todo lo demás. Después de casi
una generación, Chávez deja a sus compatriotas con muchas preguntas sin
respuestas y sólo una certeza: la revolución que trató de llevar a cabo nunca
sucedió. Comenzó con Chávez, y lo más probable, es que con él termine.
Traducción al español: Nelson Algomeda (nelsonalgomeda@arepa.co.ve)
@jonleeanderson
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