Me preguntaba por estos días por qué hay
tanta polarización política en América Latina, cuando Perogrullo me dio una
respuesta inapelable: porque funciona.
Chávez, el campeón en la materia, ganó un
cuarto mandato el 7 de octubre de 2012 con un discurso plagado de insultos al
rival, aunque desde luego que también aceitó la maquinaria con un gasto público
desbordado. Sin embargo, la polarización no sólo le funciona a Chávez: otros
caudillos subcontinentales se han hecho fuertes detrás de ella: Correa,
Morales, Cristina Kirchner, el inefable Ortega y, sí, incluso el mismísimo
Álvaro Uribe, que en estas materias es de signo apenas aparentemente contrario
a los mencionados. Más difícil, claro, y más importante, es contestar la
pregunta de por qué polarizar funciona. Lo que sigue es el esbozo de una
hipótesis de respuesta.
La polarización política está emparentada —y
no sólo de manera formal— con la telenovela porque, al igual que el melodrama
exitoso, divide al mundo en buenos y malos, en amigos y enemigos, en blanco y
negro, limitando al máximo los grises. Al igual que su pariente televisiva, la
vertiente política es una apuesta por la pereza o la ignorancia del ciudadano
promedio y, por la misma razón, cautiva la imaginación de gente poco ilustrada
o perezosa que, dolorosamente, abunda en estos países. El cubrimiento espectacular
de las noticias hecho por la televisión refuerza la polarización política, pues
el medio simplifica y recarga las tintas casi por definición. A la prensa
escrita la polarización le sirve menos, así caiga con frecuencia en la trampa.
Toda polarización es interesada y destierra
la reflexión. ¿Para qué complicarse la vida si las cosas están claras de
antemano? El sutil, el que matiza, el que no se asimila a un trato genérico, es
triturado por la maquinaria maniquea. A veces la polarización parte de bases
reales —un régimen agotado en Venezuela en 1998, una arrogancia guerrillera
desbordada en Colombia en 2002— y puede ser necesaria, sobre todo cuando la
amenaza que se cierne sobre una sociedad tiene la capacidad de destruirla.
Churchill polarizó a Inglaterra en 1940 y, de paso, la salvó. Otras veces,
claro, el tiro sale por la culata, como parece estarle pasando ahora a la
derecha americana.
¿Se ha vuelto la polarización un vicio
político, como proponen algunos? Yo creo que sí, tanto para quien la genera
como para quien la consume, al punto de que cuando las polarizaciones
necesarias dejan de serlo los adictos son los últimos en enterarse. Otra
característica de la polarización es que aquellas que se prolongan mucho o soy
muy agudas resucitan con facilidad, como lo demuestran las casi increíbles
nostalgias peronistas que cada tanto resurgen en Argentina. La polarización
obviamente le conviene a un caudillo y no sólo porque le ayuda a ganar
elecciones; también lo reviste del famoso teflón que primero se señaló en el
caso de Reagan.
Sea de ello lo que fuere, los polarizadores
han resultado ganadores últimamente en América Latina. El recurso sólo se
vuelve peligroso cuando los polos son tres o más, pues cabe entonces la
posibilidad de que el gris salga favorecido. Las recientes elecciones
presidenciales de México, divididas en tres y sin segunda vuelta, le dieron el
triunfo a Enrique Peña Nieto, el gris candidato del PRI.
En cualquier caso, los lentes polarizados
deforman el panorama político en vez de aclararlo y no son convenientes.
andreshoyos@elmalpensante.com
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