El llamado “Socialismo del siglo XXI”
es un delirio que combina al cacique Guaicaipuro con Rockefeller. Por un lado,
el Presidente Chávez exige que se acelere la Ley de Comunas, y asegura que en
torno al Palacio de Miraflores “ya debería haber una Comuna”. De otro lado, sin
embargo, el régimen se sustenta en el más grotesco populismo, en las dadivas a
los pobres acompañadas del enriquecimiento sin límites de una voraz
plutocracia, conocida como “boliburguesía”.
Vuelta al Pasado, Oleo de Andrés Bestard Maggio
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Ni sociólogos ni politólogos somos los
indicados para diagnosticar la patología de nuestra sociedad. Esta es tarea
para antropólogos y siquiatras. El problema es complejo, pues deriva de una
fijación, por parte del propio jefe del Estado y líder de la “revolución”, con
la imagen borrosa y obsesiva de una especie de sociedad primitiva, de un
retorno a lo tribal, de un mundo sencillo de recolectores viviendo en armonía
con una naturaleza impoluta.
Debemos armar el rompecabezas de
propuestas seriamente formuladas por Chávez a lo largo de estos años, y
recordar el trueque (plátanos por cebollas, por ejemplo), los gallineros
verticales, la ruta de la empanada, los conucos o bohíos, las Comunas y la
limpieza del río Guaire, entre otros elementos constitutivos de la feliz y utópica
Arcadia que, en medio de sus diatribas, agresiones e insultos, pareciera
invadir los sueños presidenciales.
En esa idílica sociedad, sin dinero ni
conflictos, las dóciles y laboriosas mujeres irían (cabe imaginarlo) a lavar
las ropas de la familia en las prístinas aguas del Guaire, en tanto los
rústicos pero purificados “hombres nuevos” se ocuparían de labrar los campos e
intercambiar sus humildes pero nutritivos productos, todo ello por supuesto sin
la intervención de los condenables egoísmos capitalistas y las nefastas
influencias de la cultura imperial.
Cuando se realicen, más adelante,
investigaciones acerca del extraño delirio que mueve a la sociedad venezolana
estos tiempos, será indispensable analizar este aspecto, que nos lleva a los
terrenos de los mitos de origen, del realismo mágico, de los instintos
profundos de carácter tribal heredados de nuestros milenarios ancestros, cuando
la especie humana vagaba por inmensos espacios en grupos reducidos, intentando
explicarse el sentido de su orfandad cósmica.
Resulta imposible comprender a Chávez
sin tomar en cuenta ese sueño arcaico, su obsesión comunal, y su incapacidad
autocrítica para captar la verdad, dolorosa y corrupta, de su “revolución”
boliburguesa. Todo esto pertenece a los dominios de la psicología profunda y la
literatura, de lo que parece intangible pero nos dirige hacia las motivaciones
fundamentales de ciertos procesos históricos.
En ese orden de ideas, debo corregirme
y decir que sí existe espacio para la intervención de los teóricos políticos en
el proceso de análisis de la utopía comunal.
Es patente la huella de los
dislates de Rousseau en todo esto. No afirmo que el Presidente sea un experto
en los vericuetos del Contrato social. No lo sé. Pero la influencia de Rousseau
es muy amplia y etérea. Hasta la febril mente de Bolívar generó quimeras, a
raíz de las ofuscaciones y extravíos del ginebrino. Y Chávez los repite a su
manera, sin percatarse de que la utopía rousseauniana estaba concebida para una
ciudad de Ginebra con seis mil habitantes.
Las Comunas del Presidente Chávez
pertenecen a una muy arraigada tradición del pensamiento político; son una
mezcla de anarquismo regulado con primitivismo económico. América Latina no se
entiende sin tales regresiones al pasado remoto, y Chávez tampoco.
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