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ANDRES ELOY BLANCO
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Por
una de esas casualidades que se presentan en nuestras vidas, recientemente,
vino a parar a mis manos la primera edición (1947) de la obra de Andrés Eloy
Blanco que lleva por título: “Vargas, albacea de la angustia”. Se trata de una
especie de biografía novelada sobre la vida del Dr. José María Vargas en la
que, según mi parecer, la esencia de los planteamientos sobre los procesos de
cambio social allí contenidos siguen teniendo plena vigencia en la actualidad.
Debido a ello, me he animado a transcribir el extracto a continuación, el cual
es una especie de diálogo imaginario que mantiene el Dr. Vargas (de 23 años)
con otras personas; entre las cuales se encuentra Antoñito Sucre (Antonio José
de Sucre, de 14 años).
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JOSE MARIA VARGAS |
“… Y
cuando pienso en aquella semejanza con esa tierra, mi voluntad se encauza en un
designio casi fatal: tengo que ser y realizarme como si la fuera realizando a
ella en mí. Tengo que prepararme, tengo que ganar cada día más luz. Cada uno de
nosotros ha de ir realizando la Patria en sí mismo, paralela en sufrimiento y
perfección. Tengo que estar preparado para el pacto; y si no me alcanza la vida
para verla a ella preparada, he de dejar un molde; cuando en uno de nosotros se
haya realizado un ciudadano, ese ciudadano contendrá un país. La hora de este
país será la hora de su más perfecto ciudadano.
─Se
necesita un hombre.
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ANTONIO JOSE DE SUCRE |
─No!
No es eso lo que he querido decir. El estado social que depende de un hombre o
de un modelo, es el viejo estado indeseable. El siglo de Pericles! El siglo de
Carlomagno! El siglo de Luis XIV! El poder condensado en una mano le da nombres
de uno a lo que es hecho por todos. Las personalidades no hacen órdenes
sociales! Son producidas por ellos. A un hombre grande lo produce la necesidad
anterior y contemporánea. Asimismo se producen las grandes leyes. Antes de que
ellas sean dictadas, se siente su necesidad, se clama por un ordenamiento
acorde con esa necesidad; si el sistema o el gobierno se oponen a consagrar
aquel anhelo general, al cabo de un tiempo más o menos largo, el gobierno o el
sistema, se derrumban; la ley se produce fatalmente. Asimismo se revelan los
grandes hombres.
Allí
está el mar, quieto como auditorio. Han llegado a la orilla del Golfo y en un
bote encallado se sientan. Ahora Vargas, de pie, cobra la seguridad del aula,
tiene ya la voz del maestro y se recrea en el comentario:
─Dentro
del ser físico, cuando el cuerpo se hace inapto para contener la actividad
fisiológica, para actuar conforme a los deseos y conforme a las necesidades, el
hombre o el animal buscan curarse, amputar el órgano enfermo. O muere. Pero si
puede salvarse amputando, o adoptando un nuevo régimen, un nuevo alimento, en
una palabra, una nueva economía orgánica, lo hará indudablemente. Es inútil
seguir obligando a ese cuerpo a sostenerse y a producir con el mismo sistema
anterior. O la muerte o el cambio. Igual cosa ocurre en el orden social. Llega
un momento en que la sociedad no puede llenar su actividad, cada día más
compleja, cada día más llena de necesidades, si no se cambia el régimen de
alimentación, si no se extirpa el tumor que consume todas las fuerzas, si no se
extrae la espina que estorba al caminar, si no se amputa el miembro que amenaza
con gangrenarlo todo y se adopta un nuevo modo de moverse.
La
pequeña audiencia clandestina va exprimiendo los gajos del comentario.
─Un
cuerpo de la edad de piedra podía vivir con una piel y unas frutas. Un cuerpo
de hoy requiere infinidad de otras cosas. La fuerza de las naciones está en los
pueblos; el rendimiento de los cerebros y de los corazones está en el bienestar de los más remotos órganos. La
humanidad que vivió oscura y conforme con los sistemas feudales no podría
perdurar hoy cuando los sistemas industriales, la fuerte economía de las
naciones requieren el concurso de masas incontables. De los hombres sin suerte,
algunos van elevándose hasta planos superiores, allí encuentran a los
privilegiados; de abajo vienen ascendiendo los luchadores sin fortuna. Estos no
han hecho sino procurar el bienestar de aquéllos; pero algo es evidente: que
éstos producen y que la relación de su esfuerzo con su beneficio es
injusta.
Piden,
claman. Es un hondo fermento en el que van debatiéndose posibilidades y
distancias. Un hecho es cierto: que los señores de la tierra quieren conservar
la tierra y también la absoluta disposición de los brazos y del esfuerzo de los
otros. Para ello, aspiran a conservarlos en la ignorancia. El clamor es apenas
un rezongo en la faena. Pero de la zona intermedia, de aquellos que fueron
parias y luego alcanzaron cierto bienestar, surge la luz. Ellos supieron de la
injusticia. Pero ahora han podido educar a sus hijos; sus hijos pudieron
escribir o explicar a los hombres cosas apenas presentidas por ellos; la lucha
se hace entonces más clara; el rezongo se transforma en voz incorporada, en
pausa amenazante.
Durante
años y años, aun sin que lo sepan los privilegiados, el fermento de lucha se ha
encauzado. Los dueños del orden anterior pretenden, al percatarse del peligro,
sostener con viejos elementos de lucha, con viejas normas, todo el sistema;
entre tanto, el alma se cultiva, el comercio y el intercambio entre los pueblos
exijen mayor cooperación de fuerzas, de brazos, de voluntades; la mayor parte
de las fuerzas rendidoras está precisamente en el sector supeditado; la lucha
sigue, sorda; el orden ya caduco quiere meter entre su vieja caja la nueva vida
exuberante, pretende solucionar, apretando, contener, empujando; ya no entiende
cómo aquel organismo está clamando por un nuevo alimento.
De un
lado, la humanidad es otra, nueva, fuerte, crecida en rendimientos y en
necesidades, en ciencia y en voluntad, en pensamiento y en acción; del otro, el
sistema social permanece inmóvil; el mundo pide trajes nuevos, leyes nuevas.
Para los dominadores, la defensa de sus privilegios es la forma exacerbada del
instinto de conservación; toda la tierra, todo el zumo del trabajo ajeno, para
ellos. La lucha es larga, sorda. Es la lucha social. En sus últimas etapas,
empieza a producirse el método y la ciencia de la lucha en los supeditados. Es
el estudio.
El
hombre preparado sale al frente, a ser guía, a ser iluminador. Pero él no ha
sido sino un producto de la hora; en él se vacía toda la aspiración, en él se
hace ciencia. El pueblo hace su autorretrato; es el filósofo, copia exacta de
la hora de evolución de la sociedad. Es la mejor célula del pensamiento popular
que lo dio, que lo sudó, que casi lo lloró. Flor de la hora, él no es la raíz.
La raíz está, amarga, en la entraña social que busca, horadando piedra y
siembra vieja, florecer y frutecer a la vida nueva.
Hasta
que la costra se rompe, la espina salta del pie caminador, la mano tira el
viejo traje y por los campos corre la nueva ley que va a regar el árbol en cuya
copa florece el hombre de la hora.
La
lucha sorda y tarde va preparando la explosión de la lucha política. Mientras
tanto, ella va dando de sí sus elementos, sus mártires, sus apóstoles, sus
filósofos, sus capitanes. Pero estos no producen el problema; el problema los
produce a ellos.
─Es
idiota la actitud de los dominantes cuando, al producirse una agitación, como
en el caso de Don José España, eliminan a los cabecillas y creen ya solucionado
el asunto, pensando que son ellos la fuente de la agitación. Ellos son la flor
del árbol social; y están también en la raíz. Cuando pienso en aquella
semejanza mía, he de pensar que en la raíz estoy, amargo y he de hacer, hasta
la flor, el mismo camino que la tierra ha de hacer. Por eso he dicho que para
hacer la Patria, cada ciudadano ha de ir siendo ella y realizando en sí la
ascensión fatal que hará ella. Muertos estaremos todos cuando la Patria llegue
a la hora de nosotros. Pero aun entonces se dirá que ella nos hizo en el
momento en que su entrañable fermentación humana estuvo a punto de transformación
y reclamó el alumbramiento.
─La
independencia… ─insinúa Illas.
─Vendrá.
Está a punto de llegar. Pero todavía faltará mucho; mucho calvario y mucho
coloniaje dentro de la misma Patria Libre.
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