Todavía no ha cesado el eco que produjo en el
país, la electoral frase presidencial fundamentada en la garantía de que los
venideros seis años serían un ejemplo de eficiencia gubernamental. Tan
comprometedora lució dicha expresión en su momento, que, sin haberse producido
todavía el inicio del “nuevo” gobierno, se convirtió en motivo para el
nacimiento de un nuevo despacho ministerial.
Del nacimiento de un
“eficientómetro” gubernamental, a cargo de una respetable militar, cuya
exclusiva responsabilidad se circunscribe a la identificación de cada caso,
obra y hecho público que ponga en duda aquello que rige el espíritu y principio
que tiene que normar cada decisión
burocrática: socialismo es sinónimo de administración proba, y eficiencia
administrativa es ejemplo de ética revolucionaria.
Lo cierto es que en plena “transición
gubernamental”, es decir, de culminación de un período constitucional a cargo
de un equipo de funcionarios que mañana ni siquiera necesitarán presentar una
declaración de bienes, para seguirse exponiendo a la posibilidad de que un
compañero de Gabinete calibre, cuantifique y califique su desempeño
administrativo, se dan situaciones que comprometen la promesa pública hecha por
su líder, y que obligan a ser cautelosos en lo que dicen y hacen. Se trata, por
supuesto, la asunción de decisiones “a riesgo” del ejecutor, y la exhibición de
resultados inexistentes, al amparo de la pretendida creencia de que
declaraciones y estadísticas sin comprobación, todo lo pueden: hasta construir
una falsa verdad.
Hoy nadie está en capacidad de cuantificar, a
ciencia cierta, qué es lo que la convalecencia presidencial le está
representando a Venezuela y a los venezolanos, teniéndose presente que, a decir
del propio Jefe de Estado, nada de lo que sucede en su gobierno le es ajeno, y
que no hay decisión que él desconozca. Inclusive, aun cuando existen analistas
que se atreven a afirmar que sí se están produciendo decisiones de efectos
positivos en la economía nacional, también hay otros escépticos que creen que
el país está sometido a un oneroso quietismo administrativo. Pero no sólo
porque hay escasez de valentía en lo que implica asumir frontalmente la función
de la gobernabilidad, sino también porque hay un extravío de objetivos en el
medio de un mar de incertidumbre, y en el cual se opta por chapotear en un
momento cuando se hace necesario presentar balances, resultados, demostración
de eficiencia en algo.
Por supuesto, en ese sometimiento a “hablar
algo de algo”, surgen afirmaciones ministeriales tan sorprendentes, como inevitablemente
comprometedoras. Sobre todo cuando se adentran en la valoración de efectos cuya
tangibilidad, sencillamente, están cargados de una multiplicidad de
características que sólo sirven para apreciar que allí no hay hecho concreto
alguno que los respalde, como es el caso de lo que ha sucedido en el país
durante los diez años de vigencia de la Ley de Tierras.
¿Qué balance positivo, realmente, puede
hacerse de la manera como se ha administrado dicha Ley, cuando los puertos del
país se hicieron pequeños ante la avalancha de alimentos importados ante la
caída en la producción nacional, y en el campo venezolano no hay un solo rincón
en donde los pocos productores que todavía se mantienen en ese sitio, no hablen
de inseguridad, improductividad y desamparo gubernamental?.
La obligación de destinar en el año más de
7.000 millones de dólares para atender la demanda alimenticia nacional,
mientras se exhibe la expropiación de hasta siete millones de hectáreas
productivas como un gran logro político, en respuesta a la reedición de una
añeja lucha contra el latifundio, la democratización de la propiedad y la
dignificación del trabajo de los campesinos, realmente, ¿puede ponerse en la
cartelera que registra lo mejor de lo mejor en favor de la consolidación de la
soberanía productiva y la seguridad
alimenticia?.
Bastaría con recorrer visualmente los
anaqueles del comercio formal del país, para encontrar la respuesta
correspondiente. Y hacer un compendio objetivo de las opiniones que, día a día,
emiten los voceros gremiales de los productores a nivel nacional, para detectar
la realidad de lo que sucede en el ámbito primario de la producción.
Especialmente, cuando se habla de extensión de hectáreas productivas que nadie
sabe en dónde están, de cosechas que no incrementan sus volúmenes y
rendimientos, y de acusaciones de productores de países vecinos, agobiados por
la presencia en sus predios de bienes importados y objeto de triangulaciones,
amén de contrabandos impulsados por razones cambiarias.
En otras palabras, no es verdad que la Ley de
Tierras ha andado por los campos venezolanos durante diez años provocando una
revolución productiva. Tampoco es cierto que, a partir de semejante andanza,
Venezuela hoy puede tutearse productiva y competitivamente con sus nuevos socios del Mercosur. Y, mucho
menos, que con la Ley y sus alcances, se pueden avivar esperanzas acerca de
que, a corto plazo, ya las venezolanas amas de casa no tendrán que hacer
turismo de aventura para comprar un kilogramo de harina precocida de maíz, un kilo
de arroz o de café, porque la oferta nacional se habrá multiplicado.
Lo que más se aproxima a la autenticidad de
los hechos, de las acciones administrativas y los resultados es que, como en
otras áreas de la economía, aquí también hay una gran deuda de atención y
dedicación, de cumplimiento con las obligaciones de pago a los propietarios
expropiados y de acercamiento con la convicción colectiva, en cuanto a que la
lucha contra la escasez se sigue convirtiendo en una obligación de todos los
días, ya que el desabastecimiento es una posibilidad inocultable. ¿0 es que hay
algún burócrata o un consumidor que en estos días crea en que 2013 no comenzará
con mayores dificultades de oferta a lo que ya se ha vivido durante las últimas
semanas?.
egildolujan@gmail.com
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