Cuando
nacieron algunos de los actuales burócratas que hoy exhiben su alejamiento del
sentido real de servidores públicos, para hacer sentir su verbo exaltante
insuflado por el dominio del ejercicio del
poder, movidos, además, por el
propósito salvador del mundo y convencidos de ser los dueños absolutos de la
verdad, Venezuela todavía constituía una referencia continental –y de cita
obligatoria en los demás países- sobre el lento andar y de los notables efectos económicos y
sociales de su todavía incipiente Democracia.
Para
entonces, el pluripartidismo multicolor se hacía sentir, reclamaba derechos
constitucionales y, lo más importante, era atentamente escuchado. ¿Qué no
lograba todos sus propósitos, aun cuando argumentaba las razones para alzar su
voz?. Es cierto. Pero no era visto ni sentido por los poderes públicos como
ruido infernal; mucho menos, como expresión enemiga del resto de sus
compatriotas que, desde las demás expresiones organizadas de la sociedad
venezolana, apelaba al legítimo derecho a disentir, de manifestar su desacuerdo
con la medida administrativa impuesta desde las instancias públicas.
Es
por eso por lo que cuando esos mismos empleados gubernamentales “celebran” los
resultados alcanzados a un año de su vigencia, por la Ley de Costos y Precios
Justos, y lo relacionan con aquellos que, a su juicio, también serán alcanzados
a lo largo de los próximos doce meses con la Ley que norma el Arrendamiento de
Vivienda, no hay dudas de que tienen razón. Y es así porque, definitivamente, a
lo que hoy es sometida Venezuela, y con ella todas las generaciones que ayer
construyeron al país del presente, es al accionar de un enjuiciamiento desde
las posiciones de mando, bajo el argumento de que “aquí los que transpiran olor
de pueblo son los llamados a tener el control absoluto del poder”, y sus
derechos están consagrados en las leyes que están haciendo posible “la
transición hacia el socialismo”, es decir, hacia la consagración del Poder
Popular.
En
otras palabras, poco importa que la Sundecop tenga doce meses vegetando entre
planillas, exigencias de actualización de costos y la evasión deliberada de su
obligación “legal” de ajustar precios. Como que a la vuelta de los próximos
doce meses, la hoy efectista Superintendencia Nacional de Arrendamiento de
Vivienda se encuentre en lo mismo, es decir, admitiendo que “su trabajo” llegó
al final, porque no habrá vivienda, apartamento o rancho para alquilar formalmente,
ya que los propietarios y arrendatarios habrán acordado, “face to face”, lo que
debe hacerse en estos casos: medrar y convivir en las bondades que garantiza el
“mercado negro”. Sí, ese, el mismo producto que, históricamente, siempre han
terminado garantizando los gobiernos que giran alrededor de una sola voz y
visión de mando.
Es
muy probable que la Sundecop termine consagrándose con los efectos de la tarea
encomendada, forzando a los consumidores a depender de una sola marca de jabón
de baño, de shampoo, de pasta dental, de cepillo dental, de toalla sanitaria,
de papel sanitario, de compota, de agua mineral, de jugo industrial. Y, por
supuesto, aportando, así, su cuota parte en el nacimiento de la tropical
versión socialista del “nuevo hombre” del Siglo XXI, aunque su oculto guayuco
mental lo ubique en las postrimerías del Siglo XIX. Pero hay una inquietud:
¿conquistará su medalla dorada la burocrática dependencia que se ha propuesto
acabar con los “valores especulativos” y el concepto de “objeto de lujo” que
giran alrededor del arrendamiento de viviendas?.
Desde
luego, no es un reto expresivo ante la arrogancia. No. Simplemente, un
recordatorio: de la misma manera que es imposible construir el nacimiento de un
“nuevo hombre” a partir del propósito castrador de su derecho a pensar y
expresar su sentimiento libremente, igual sucede cuando de lo que se trata es
de anular la existencia, dinamismo y habilidad desplazadora de la composición y
vigencia del mercado. Porque al mercado no se le sepulta con decretos, leyes,
resoluciones, menos con subjetivismos voluntaristas de burócratas ombligueros.
Antes
que apelar al fácil método de la acción punitiva, de la satanización de los
fundamentos de la economía construida en un ambiente donde la libertad y el derecho
a ser libre superan los cánones guerreristas, al igual que la concepción
cuartelaria del esfuerzo productivo, sin duda alguna, sería mucho mejor hacer
tanto esfuerzo como sea necesario, para que se construyan tantas viviendas como
el país necesita, y los que hoy viven bajo techo prestado o rentado, puedan
mañana adquirir un inmueble sin comprometer el ejercicio de su derecho
constitucional a la propiedad. ¿En qué contribuye a erradicar el déficit
habitacional criollo, la genérica y común acusación de que el propósito es
acabar con el latifundio inmobiliario?.
Aunque,
sin embargo, eso, aparentemente, pareciera no ser tan importante, como sí el
hecho de seguir llenando al país de propaganda demostrativa de soluciones que,
al final, no pasan de ser simples promesas reconstruidas para lo mismo de
siempre: controlar el ejercicio del poder. Mejor dicho, dominarlo y, con dicho
dominio, difundir supuestas acciones salvadoras, muchas de las cuales, para
pena y dolor de los “muchachos” de la misma generación que hoy no detentan
cargos públicos –y que no consiguen trabajo, vivienda y respuestas a sus sueños
y esperanzas- terminan siendo expresión de costosas “muchachadas”, promovidas
desde el bien alimentado pensamiento de la fanatización del revanchismo social.
Y, desde luego, fortalecido por el reinante fundamentalismo ideológico; ese
mismo que, a 14 años de ir y venir, ha terminado generando un hecho de altos
costos económicos, sociales, políticos y morales, hasta proyectarse con
grafismo y todo en una reinante palabra mayor: Venezuela es un país sin rumbo,
y con un futuro comprometido por una situación macroeconómica y microeconómica,
al mejor estilo y modelo de cualquier nación amante del tercermundismo.
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