Una corriente incontenible viene creciendo en
buena parte del mundo. A medida que la política se deforma, envicia y corrompe,
buena parte de su esmero apunta a evitar críticas, o al menos en esta etapa,
minimizarlas.
En esa línea de acción pretenden controlar el
contenido de lo que se expresa en los medios de comunicación. Ya los han
elegido como el nuevo blanco de la política. Muchos esfuerzos están puestos
allí, de modo sutil algunas veces o de una forma más burda en tantos otros
casos.
La trillada estrategia de controlarlo todo,
de normar cada centímetro de una actividad para encorsetarla, es la modalidad
elegida. Las naciones vienen avanzando en esto de asumir el manejo integral de
los contenidos.
Las excusas que se utilizan para darle cierta
moralidad a la decisión son múltiples. Muchas de ellas suenan sensatas y hasta
parecen atractivas, pero esconden en realidad perversas intenciones más básicas
y elementales.
Conceptos genéricos, pero también ambiguos,
como la verdad, la objetividad y hasta cierta pretendida calidad de los
contenidos, ayudan a instalar la idea de que hay que alentar normas que
permitan acotar el margen de maniobra de los que manejan los medios de
comunicación.
Los más osados se animan a afirmar que las
regulaciones contribuyen a la favorecer el pluralismo, aunque demuestran a
diario que solo replican voces idénticas, que dicen lo mismo, desde diferentes
espacios y lugares.
Inclusive van más allá, asignándole un rol de
“servicio público” a quienes ejercen periodismo, para colocarlos en la
jurisdicción del control, y al convertirse en cosa pública, sean sujeto directo
de las regulaciones.
La política avanza en este sentido, con
cierta complicidad de una sociedad, algo hipócrita a veces. Lo hace por interés
propio, porque cree que controlar los medios, le permite manejar el relato, le
posibilita instalar una verdad subjetiva de modo masivo y que ese dominio le
garantiza permanencia.
En ese esquema, el poder, pivotea entre la
idea de regular los medios, que tiene aprobación social, y su necesidad
política que le resulta funcional. Pretender que la política deje de intentar
su camino de regular a los medios es una aspiración desmedida. Lo harán, y lo
seguirán intentando. Precisan acallar a las voces diferentes, silenciar a los
periodistas que pueden denuncian hechos de corrupción, y enmudecer a cualquiera
que se anime.
Ya no tienen plafón político, para encarcelar
personas por su pensamiento, ni torturarlos o quitarles la vida. En estos
tiempos, esa estrategia es inadmisible por su inviabilidad política. Por eso
eligen este camino, más sutil, aparentemente más amable, pero que busca los
mismos fines.
Lo que es difícil comprender es como la gente
apoya este tipo de decisiones normativas. Atenta contra su única posibilidad de
ponerle limites al poder, de evitar los abusos, la concentración del poder
estatal.
En momentos como estos, en los que la
republica está jaqueada, y su división de poderes cuestionada, el contrapoder
por excelencia, es el de los medios de comunicación, el periodismo y la prensa.
Ahogar esa posibilidad, es casi suicida en
términos sociales. Acallar las voces es la peor idea. El disfraz que proponen
las regulaciones, combatiendo supuestas posiciones dominantes o configuraciones
monopólicas, resulta atractivo para muchos porque suena convincente esto de
favorecer a los más pequeños y perjudicar a los aparentemente grandes.
A los monopolios, a los que parecen dominar
la escena, se les da la batalla en el mercado, con mejor programación o
contenidos más inteligentes, es decir compitiendo con ellos y ganándole en el
terreno adecuado. No existe monopolio invencible en esos términos, en todo caso
existen mejores y peores medios, periodistas más serios y creíbles, y de los
otros, esos que trabajan para el discurso oficial, solo porque reciben una paga
a cambio.
Por eso resulta especialmente extraño, que en
este contexto, algunos periodistas, digan estar de acuerdo con estas leyes,
siendo que son la negación de la libertad de expresión. En esa lista de
comunicadores, aparecen quienes adhieren a estos intentos regulatorios, por
cierta actitud culpógena con su visión ideológica pasada, cuando no por la
compensación económica que implica fijar públicamente esa posición.
Las normas que regulan la actividad
periodística, no tienen sentido alguno. Si existe alguna actividad que no
precisa regulaciones, es esta, porque hacerlo, implica limitar la libertad de
expresión.
Es difícil hallar algún aspecto positivo en
este tipo de legislación, no solo en nuestros países, sino en cualquier lugar
del mundo. Recorriendo las normas, no se encuentra párrafo alguno que tenga
sentido y que merezca ser escrito, menos aun votado masivamente por
legisladores oficialistas y de los otros, que siguen creyendo en esta visión de
ponerle limite a todos.
Más allá de que muchos de los ingenuos
defensores de estas normativas, ciudadanos desprevenidos en su gran mayoría,
jamás leyeron el texto jurídico y solo repiten consignas ajenas, elaboradas por
la política y los voceros propagandísticos del gobierno, lo cierto es que los
impulsa cierta impotencia frente a la libertad. Gente que no tolera el
pensamiento diferente, que pretende discurso único, pero no se anima a decirlo
abiertamente por cierto pudor democrático.
Si pudieran, si estuviera en sus manos,
cerrarían medios, limitarían licencias, impedirían la contratación de ciertos
comunicadores. Su cobardía llega hasta allí, ni siquiera se animan a decirlo en
público. Parece que aun conservan algo de pudor. No sabemos por cuánto tiempo.
Tal vez, muy pronto, intenten dar un paso más y decidan quienes pueden hablar,
confirmando esta tendencia, aparentemente irrefrenable, de llevar adelante más
regulaciones para silenciar.
albertomedinamendez@gmail.com
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