Desde la muerte del “gallego”
Eloy Gutiérrez Menoyo, ocurrida hace varios días en La Habana, a veces me he
preguntado cuántos en realidad sabían quién se trataba y por qué bien merece un
homenaje en estos tiempos de memoria corta y de alegrías sin sentido en los
pueblos latinoamericanos.
Hay hombres que
abrazan una causa, la idealizan y la sirven porque la sienten propia aunque en apariencia sea
ajena, y todas las noches quieren seguir soñando a pesar de que la terca realidad
es una pesadilla. Sufren la pesadilla y
tratan de despertar en un mundo distinto, pero eso es imposible porque ellos están
condenados para siempre. Así vivió y murió el cubano Gutiérrez Menoyo, a quien
no conocí pero sí supe de sus convicciones.
Las desviaciones
totalitarias de los hermanos Castro condujeron al “gallego” -que había nacido
español y nunca perdió el acento madrileño-, a expresar insatisfacciones frente
a las injusticias y a pedir rectificaciones que nunca fueron escuchadas, y cuya
única consecuencia fueron los 22 años de prisión que finalizaron en 1986 por la
insistente petición de Felipe González.
El régimen que había ayudado a iniciar no le concedía derecho a pensar y
menos aun a reclamar, pero aun así no odió a Fidel Castro porque sus ideas iban
más allá. Por eso, no vaciló en hablarle frente a frente al dictador sobre
pluralismo.
Hay otros que, por el
contrario, con carta astral nadan en “mares de felicidad” como la cubana y se
nutren de sus procedimientos primitivos a pesar de que, por ejemplo, nada le
borrará a ésta sus más de 6 mil fusilados y desaparecidos, ni tampoco el
tenebroso Estado policial en que cada quien se cuida del otro y ni siquiera hay
el derecho a pensar a escondidas. Pero esos otros, que a distancia aprendieron,
copiaron y distorsionaron métodos de hegemonía gramscianos, ayudan la
permanencia del vetusto régimen de los Castro para sacar sus propios
beneficios.
En sus últimos años
de vida y con la salud venida a menos, González Menoyo había dejado de ser activo
en las protestas contra la familia Castro. Durante la etapa que pasó fuera de
Cuba, de donde huyó poco después de obtener la libertad, no le escaseó la aversión
de grupos antifidelistas por su persistencia en la demanda del diálogo para abrir
caminos a la convivencia política. Regresó porque no podía vivir en otro lugar
y ahí murió a los 77 años.
Su breve
testamento político revela las frustraciones y derrotas de más de cincuenta
años de lucha contra la barbarie. Es un
documento que habla de “la necesaria apertura política”, al tiempo que denuncia
“que aquella empresa, llena de generosidad y de lirismo, que situaría de nuevo
a Cuba a la vanguardia del pensamiento progresista, ha agotado su capacidad de
concretarse en un proyecto viable”…
Él, que tenía
suficientes mecanismos de información, conocía detalles de los planes de
“solidaridad petrolera” que en más de catorce años han mantenido a flote a Cuba
a cambio de la exportación de las comunas, de agentes del G-2 y de contingentes
médicos con funciones policiales, para tratar de trasplantar la revolución a
ese no lejano país benefactor mandado por un militar tropical que en el
bolsillo lleva un diccionario de hechicería.
Vidas y enseñanzas
como la del “gallego”, tal vez podrían servir de advertencia a quienes abrazan
e idealizan proyectos políticos de un hombre, por un hombre y para un hombre.
¿Para qué embarcarse entonces en una pesadilla?
ricardoescalante@yahoo.com
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