martes, 16 de octubre de 2012

PEDRO PAÚL BELLO, DEMOCRACIA II

El vocablo “democracia” designa, en estos tiempos, una actitud en la vida social, una forma de hacer política, una técnica, y un sistema de gobierno. Pero, más que otra cosa, “democracia” evoca una actitud según la cual todos y cada uno de los miembros de la Sociedad Política participan en la realización y alcance del Bien Común General y, al mismo tiempo, se sienten moralmente obligados a actuar  --en la medida de sus posibilidades--   en el desarrollo de la Obra Común correspondiente, en cuya realización son conscientes de que tienen su cuota de responsabilidad y, de cuyos frutos, derivan su cuota de beneficios.

Es sólo así como, verdadera y no demagógicamente, la democracia va a significar, verdaderamente, gobierno del Pueblo.  El Pueblo viene a ser, entonces, el sujeto de los actos de gobierno que son definitivos para la vida humana. Entendamos, entonces, la noción de Pueblo como “la libre y viva sustancia del Cuerpo Político o Sociedad Política.”  En efecto, ese Cuerpo Político que es la Sociedad, es un todo orgánico hecho de Pueblo.
Decir que el Pueblo es sujeto significa que cada uno de los miembros de la Sociedad, según su condición, es capaz de asumir y de decidir libremente sobre su propio destino y que no puede ser simple objeto de un poder paternalista que le imponga conductas o metas de ninguna naturaleza: ello exige el que tenga conciencia de sus propios actos y de su dignidad de persona humana.
Es entonces menester indispensable que se distinga entre “pueblo”, así entendido y “masa.” Los populismos y las tiranías, de todo signo, se caracterizan por manejar y manipular masas. Pero “el pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa o multitud amorfa, es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde afuera. El pueblo vive de la plenitud de las personas que lo componen, cada una de las cuales es consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior presta a seguir una u otra bandera según la explotación habilidosa que se haga de sus instintos”
De la misma manera, afirmar al pueblo como sujeto equivale a decir que es  --y nunca la masa--   el depositario originario del poder civil derivado del Creador. Por eso, el Cuerpo Político o Sociedad Política posee todo un complejo de autoridades-poder, en cuya cima está el Estado, cuyo gobierno es ejercido por miembros de ese pueblo que, a tal efecto, le representan.
Es así que el Estado no posee ningún derecho por encima del Cuerpo Político. Es pues una falacia pretender o hablar  de “soberanía del Estado” si se entiende por “soberanía” el derecho a ejercer un poder trascendente y separado del pueblo.
En tal contexto inserida, la fórmula de Lincoln sobre la democracia como “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” adquiere sentido: 
Gobierno del pueblo, porque debe ser ejercido en virtud de la autoridad y decisión de éste, que la transfiere a sus depositarios  --en la medida y grado de sus atribuciones--  de cuyo ejercicio éstos deben rendir cuenta como responsables;
Gobierno por el pueblo, porque el objeto de quienes dirigen al Estado y forman parte de sus poderes, es hacer que se desarrollen personas libres, sujetas por ellas mismas a cumplir lo que es justo y legítimo y con plenos derechos de manifestar sus propios pareceres sobre deberes, cargas y sacrificios que les sean impuestos, así como de ser informados sobre todo lo relativo a la marcha de los asuntos comunes y de los resultados de la gestión de aquellos en quienes ha confiado la autoridad, no estando obligados a obedecer lo que no les es debidamente informado y escuchado.
Gobierno para el pueblo, pues el fin de la autoridad es conducir al Cuerpo Político hacía el Bien General que redunda en el Bien Particular y en el Bien Personal, pues como lo expresara Maritain “sólo puede calificarse de democrático aquel gobierno que es capaz de elevar a la multitud de una condición de masa a una condición de pueblo.”
Ahora bien, es necesario que todos los ciudadanos entiendan que, tanto en su sentido lato como en el restringido, la función política corresponde a todos los miembros de una Sociedad determinada, sin que existan exclusiones de ninguno de ellos. No obstante, es claro que hay quienes se especializan en los asuntos de gobierno y su orientación: son éstos a quienes en el leguaje común se les llama “políticos”, pero la responsabilidad por la política recae sobre cada ciudadano. Por tanto, es contrario al deber social el proclamarse no ser político; calificar como “sucio” el trabajo político, etc. Por supuesto, estos errores provienen de la falta de conocimiento, por parte de quienes los cometen, del significado e importancia vitales que la política tiene tanto para la vida social en general como la de la persona del ciudadano.  En efecto, tal actitud de abstención o separación desemboca, trágicamente, en la lamentable realidad de permitir que los menos aptos y deshonestos ejerzan funciones de gobierno en diferentes espacios del hacer político, con graves consecuencias morales, sociales y económicas para el todo social.
La actuación política, cuando se funda en valores y normas éticas que se inspiran en la cosmovisión del personalismo cristiano, sin estar necesariamente ligada a la Fe que lo sustenta, exige identificarse con el pueblo (entendido como la comunidad de todos los ciudadanos) en profundidades que rebasan el simple deseo del bienestar o la realización de “obras” que, muchas veces, responden a la óptica de quien las promueve o redundan en su beneficio “político” o económico.
En efecto, como también decía Maritain, se trata de existir con el pueblo.  “Obrar   --por puro que lo sea--  pertenece a los dominios del simple amor de benevolencia. Existir con y sufrir con son del dominio del amor de unidad: el amor se dirige a un ser existente y concreto”… “Si se posee el amor de esta cosa viviente y humana, tan difícil de definir como todas las cosas humanas y vivientes, pero tanto más real por esa misma razón, que se llama pueblo, lo primero a que se aspirará será a existir con él, y estar en comunicación con él”. 
“Antes de ‘hacerle el bien’ y de trabajar por su bien; antes de hacer o no hacer la política de éstos o de aquéllos que invocan su nombre y sus intereses; antes de pensar en conciencia el bien y el mal de las doctrinas y de las fuerzas históricas que lo solicitan y de elegir entre ellas o, acaso, en ciertos casos excepcionales, de rechazarlas todas ellas, habrase ya elegido el existir con él y sufrir con el y hacer propios sus penas y sus destinos”.   
Pero cuando tal elección no se ha producido; cuando la política no es el acto de una existencia consustanciada con el pueblo y, como dice Maritain, existente con él  pueblo, entonces, sus designios cada vez más se insertarán por las vertientes en las que gravita la voluntad de dominio.  En tal perspectiva, la conciencia del sujeto “que hace política” se instala en la experimentación de la concupiscencia lúdica donde se entretiene en el “juego político” del ganar o del perder, que es una cualquiera de las fases que permiten recorrer el espectro fenomenológico de existencias egoístamente centradas. Ora la política va a satisfacer la vanidad que se viste de apariencias de fama y prestigio; ora emboca las cerraduras que abren puertas de la riqueza y de la ostentación; ora se regodea con le servilismo de los obedientes sumisos; ora es revancha de la envidia o instrumento de la venganza; o, en su más perniciosa expresión ontológica, es nudo dominio, fugaz ilusión de infinitud que, cuando frustrada por la realidad de los propios o externos límites, arremete con mayor violencia contra los testigos de sus fracasos.
Entonces, no será el pueblo sino la masa, lo que conviene a la dominación porque la convalida. La ética interfiere, por lo cual se va a negar la sujeción moral y la racionalización moral de la vida política. Se hace de la “política” un dominio separado e independiente, autárquico en sus fines, reglas y determinaciones. El “fin político” justificará cualquier medio, con la sola condición de que sea eficaz. Se absolutizan realidades contingentes, como el Estado, el Partido, la Clase o el Jefe. El opresor queda oprimido por sus propias abstracciones y termina cosificado al igual que los objetos humanos o no de su dominio.
La “emancipación” de lo político respecto a la ética, es la condición de posibilidad para la entronización del totalitarismo en el gobierno de cualquier sociedad. Con independencia de su particular signo, toda forma totalitaria de gobierno sacrifica a la persona en aras de un ídolo, de un mito o de una abstracción absolutizada en el orden de lo temporal. El desprecio por la persona humana, en su existencia individual y social, es una involución de la sociedad afectada pues el totalitarismo, en sus diversas formas y tendencias se identifica, en lo metafísico, lo ético y por la político, con los sacrificios humanos de las antiguas instituciones del paganismo, contra las que se levantaron el plan del cristianismo y el mayor desarrollo de la metafísica.
Desde luego, debemos estar en la vertiente de las relaciones humanas predispuestas por la voluntad de amor y no por la voluntad de dominio. Cuando es ésta la que rige, la política se aparta de su finalidad última y degenera en opresión, en acumulación de poder y en egoísmo individual o grupal que degrada a la Sociedad y despersonaliza a todos sus actores, sean opresores u oprimidos, en la misma medida en que hace del ser humano cosa, mero instrumento de un nudo dominio.
Acto humano, la relación política está indiscutiblemente subordinada a la ética. No es objeto de estas líneas el intentar desarrollar el estudio de las relaciones entre política y ética: sería necesario recorrer desde las fuentes mismas de los elementos que intervienen y tienen consecuencias en aquéllas, partiendo desde la Antigüedad griega y, pasando por el Medioevo cristiano, caer en la Época Moderna hasta el presente. 
ppaulbello@gmail.com

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