Aún bajo los efectos del duro golpe recibido en las elecciones
presidenciales, trataré de hacer algunas aproximaciones a las verdaderas
razones de esos resultados. La verdad es que perdimos feo.
Es infantil o
complaciente tratar de convertir una derrota grave en un avance o triunfo a
futuro. Perdió Venezuela, perdió la democracia y se va a necesitar de mucho
acierto en la palabra y en la acción para enfrentar las elecciones de
gobernadores y diputados regionales, a la vuelta de la esquina.
La presidencia no
se perdió por acciones u omisiones de Capriles. Todo lo contrario, su esfuerzo
merece el mayor reconocimiento. Tampoco por el excelente trabajo
propagandístico y publicitario, en mi opinión extraordinario de la campaña. El
problema mayor está en que tenemos muchos dirigentes políticos de partido e
independientes que han hecho del independentismo su política, que han olvidado
el verdadero sentido del político.
La política con P mayúscula requiere de
mucho estudio, de convicciones profundas, de principios y valores
insobornables, de decir con claridad y valentía lo que se piensa y de
defenderlo en todos los terrenos, con la corriente a favor o en contra.
Los
dirigentes son para dirigir, no para ser dirigidos por lo que se cree que la
gente quiere oír, ni mucho menos orientarse exclusivamente por “analistas” o
encuestas cuantitativas que deben ayudarnos más a predicar sobre lo que tenemos
que cambiar en la mente de los ciudadanos que para plegarnos demagógicamente a
las terribles desviaciones del venezolano de hoy.
El país tiene un problema cultural de
profundidad. El estatismo rentista le ha hecho mucho daño. Especialmente ahora,
orientado por este socialismo a la cubana administrado por inescrupulosos
ineficientes y bastante corrompidos gobernantes. No es, ni puede ser bajo
ningún precio, el modelo a pregonar para tratar de conseguir el favor “popular.
El camino es radicalmente a la inversa. Ponerle punto final a la demagogia de
quincalla baratera de la retórica política es una obligación inaplazable.
Se impone también una revisión profunda
sobre la cobertura del padrón electoral. De los centros de votación, de los
testigos y miembros de mesas en los sitios donde se perdió, especialmente de
los más apartados. Datos e informaciones se multiplican a diario sobre negligencia,
ausencia y hasta costosas traiciones en más de un sitio.
Más allá de lo señalado llegó la hora de cuestionar integralmente a la
oficina de asuntos electorales de la presidencia. Me refiero a un Consejo
Nacional Electoral atento a las instrucciones abiertas y encubiertas de su
jefe, plegado a su mando de la misma repudiable manera de las demás ramas del
poder público. No sólo a nivel de eso que llaman rectores. También al resto de
su estructura, de arriba abajo, los centros de votación hasta la última mesa y
todas las direcciones técnicas que lo integran, incluido lo relativo al proceso
automatizado.
Tengo razonables dudas sobre todo esto. No deben descalificarse a
las importantes voces que advierten, desde hace tiempo, sobre las fallas e
irregularidades existentes y no atendidas. Mucho menos injuriarlos, acusarlos
de “radicales”, de ser agentes de la “anti-política” y endosarles adjetivos
impropios de una dirigencia responsable.
Ser radical es ir a la raíz de los problemas. Cayó muy mal la reciente
declaración atribuida a Capriles según la cual los radicales no caben en su
casa invitándolos a montar tienda aparte. Cuidado. Aquí se necesita una buena
mezcla de cabeza, corazón y coraje.
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