El
movimiento del "comercio justo" ha tenido, y mantiene, un cierto
predicamento tanto en el pensamiento de miles de jóvenes como en su vertiente
más práctica, que tiene su reflejo en las tiendas que muestran productos de
diversos países del mundo. Éstas se anuncian con el cartel de "comercio
justo," para tranquilizar nuestras conciencias cuando compramos lo que en
principio no queríamos, o podemos obtener en cualquier otro mercado a un precio
mucho más barato. ¿Cuál es el sentido de este extraño fenómeno?
La
idea que corre tras este movimiento es que el comercio capitalista, es decir el
comercio libre, es injusto. Abandonados los agentes del mercado a sus propias
fuerzas, se dice, llegamos a situaciones absolutamente injustas e
insostenibles, como que un productor de patatas de un campo cercano a Lima,
póngase por caso, obtiene por un kilo de su preciado producto 10 céntimos,
mientras que el mismo cargamento se paga en un mercado de una ciudad a 100
céntimos. Por tanto, el "productor" se queda sólo con el 10 por
ciento, mientras que el restante 90 por ciento se lo reparten meros
intermediarios; especuladores que engrosan sus carteras a costa del sufrido
agricultor que saca de la tierra lo que los despreocupados consumidores
occidentales nos comemos sin mayores contemplaciones.
El
planteamiento no puede ser más erróneo y basta recordar algunas obviedades para
ponerlo de manifiesto. El cargamento de papas no nos es de ninguna ayuda a los
"insolidarios" consumidores. Para nosotros no es un bien de consumo
si no podemos acceder a él; precisamente producir significa transformar y
acercar los bienes al consumo, que es el objetivo último de toda producción.
Desde el punto de vista económico, las papas en un campo y en el mercado de la
ciudad no son el mismo bien, precisamente porque en este último sitio están más
cerca de nuestro consumo. Llamar productores sólo a agricultores e industriales
y no a los comerciantes, transportistas y demás servicios que colaboran en que
finalmente lleguen los bienes a nuestra disposición es un absurdo, que ha sido
puesto de manifiesto desde finales del Siglo XIX, por no remontarnos varios
siglos atrás. El nuevo movimiento del comercio justo tiene varias décadas de
atraso en el estudio de lo más sencillo de la teoría económica.
Basados
en esa concepción precientífica de la economía, la solución que proponen es la
de sustituir a los intermediarios del mercado por otros, que realizan el mismo
servicio, pero "gratis" o con un menor coste. Si la teoría es
absurda, la solución no lo es menos, porque son los que colaboran en este amaño
los que pagan, con el valor de su esfuerzo y de su labor, a quienes participan
en las primeras etapas del proceso productivo que acaba con las papas en los
mercados de la ciudad, en el ejemplo que hemos puesto. Piénsese lo que se
quiera de quienes están convencidos de la "teoría" del comercio justo
y de sus capacidades, pero lo más seguro es que el valor de su trabajo estaría
mejor empleado en cualquier otro uso, ya que verdaderos profesionales se
dedican de lleno a competir en el mercado libre por ofrecer los mismos
servicios, en la mejor calidad y al menor precio de que son capaces. El que no
logra realizar el transporte, la distribución, el control de calidad, la
financiación, etcétera suficientemente bien y barato es expulsado por el
mercado. Por tanto, los que realizan el denominado comercio justo están
realizando esos servicios de un modo más ineficiente, lo que en parte se
compensa con la entrega del valor que de todos modos aportan.
De hecho, una mera aproximación a la historia económica nos enseña que el proceso de rivalidad, de competencia, de búsqueda de oportunidades de beneficio que es característico del mercado libre ha logrado reducir secularmente los costes de transporte y de distribución de bienes. Cada participante en el mercado sabe que si realiza su labor de un modo más eficaz o a un menor coste, puede obtener un mayor beneficio y desplazar al resto de los competidores, que desde luego no se quedan atrás.
Echar por la borda al fenómeno que ha permitido y que fomenta
la reducción de los costes en el transporte y distribución de bienes en nombre
precisamente de esos costes es un disparate mayúsculo, y no es propio de quien
reflexione mínimamente sobre el caso.
No
obstante, las reflexiones que se pueden hacer sobre el asunto van más allá.
Puesto que el denominado "comercio justo," que hemos descrito, sí que
es insostenible y resulta ineficiente, el resultado es que los "justos
comerciantes" se ven obligados a subir el precio por encima de lo que uno
puede encontrar en cualquier otro punto del mercado, como se puede comprobar
con facilidad. Eso sí, se promete a los compradores que el sobreprecio se paga
en aras de una buena causa, que es que el primer productor reciba una mayor
renta. Pero en realidad no tenemos ninguna constancia de ello. No sabemos si lo
que estamos pagando de más va a parar al esforzado agricultor limeño o si el
vendedor interpretará la justicia del comercio de un modo más particular.
Por
último hay que añadir un par de apreciaciones más. El verdadero comercio justo
es el comercio libre, el que se desarrolla por el acuerdo voluntario de las
partes, mientras que el que sí cabe calificar de injusto es precisamente el que
se lleva a cabo bajo la coacción de una de las partes o de un tercero. Si
elimináramos el comercio internacional, que parece ser el objetivo no declarado
de quienes participan de esta idea absurda, el labrador de papas de nuestra
historia, en vez de cobrar los 10 céntimos por kilo de papas que recibe como
compensación de destinar su producto a la red mundial del comercio (el
denostado capitalismo global), se tendría que conformar con los tres ó cinco
céntimos que le puede ofrecer su mercado local. Es él el primer interesado en
abrazar los beneficios del libre mercado, con el que quieren acabar quienes
utilizan de modo espurio el término justo, para aplicarlo a un amaño mal
concebido y seguramente peor realizado.
Fuente:
http://aclarate.atspace.us/html/ju5.htm
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