Segunda Opinión - 25-Sep-12 - Economía
LA ILUSIÓN DEL DISTRIBUCIONISMO
por Héctor B. Trillo
En materia económica toda acción es posible, lo que no es posible es evitar las consecuencias.
Prácticamente desde fines del siglo XIX y mucho más desde el inicio del siglo XX, se ha convertido en una especie de necesidad política la llamada distribución de la riqueza. Probablemente el origen de esta idea tenga que ver con algunos postulados del socialismo, relacionados con la explotación del hombre por el hombre, a la que hiciera referencia Carlos Marx, lo mismo que la llamada teoría de la plusvalía, que definía como la diferencia entre lo que el obrero percibe como salario y el valor que representa aquello que produce.
Por supuesto que nuestro país no ha sido una excepción en esta línea. Durante muchos años el derrotero de la “distribución de la riqueza” fue parte de la campaña de prácticamente todos los partidos políticos.
No son pocos los analistas de la ciencia económica, incluido el citado Marx, que han arribado a la conclusión de que la llegada del llamado capitalismo con la Revolución Industrial y el advenimiento del derecho de propiedad han sido los pasos que permitieron al mundo entero dar un salto superlativo en la calidad de vida con relación a la existente en el Medioevo. La idea central del ideólogo citado era la de que el capitalismo conlleva errores que el socialismo debería corregir. Pero no negaba el salto cualitativo que el mundo había dado con la llegada del derecho de propiedad.
Esta pequeña introducción sirve para adentrarse en la cuestión específica de lo que podríamos llamar el costo del distribucionismo.
En Europa y en otras partes se habla del Estado Benefactor. Es decir, la cobertura social que debe hacer el Estado cuando las condiciones económicas no permiten a una parte de la población hacer frente a sus necesidades básicas. Distribuir la riqueza generada por unos, para que otros que no alcanzan a ella puedan sentirse plenos en el desarrollo de su vidas. El también llamado Estado de Bienestar.
Por supuesto que esta concepción de la vida y de la riqueza da pie al uso político que se hace, y que, con matices, es bastante universal. Cualquier político sabe que si “redistribuye” puede hacerse popular y obtener más votos en el futuro. Y hasta pasar a la historia como una persona de bien que se ocupa de “los humildes”.
Pero la producción de riqueza tiene su correlato directo en la productividad, es decir en la cantidad de bienes y servicios que es posible producir mediante un aporte determinado de capital y mano de obra. En la productividad influyen factores como la tecnología, la educación de la población, la especialización y la carga administrativa de sostener al Estado. Es aquí justamente donde entra a jugar el distribucionismo. El Estado aplica impuestos con el objeto de poder cumplir sus funciones. Si entre sus funciones está la de atender a quienes no tienen acceso en un momento dado a determinado grado de bienestar, entonces también ésta función deberá ser atendida.
Pero esta atención tiene un costo. Y ese costo incide en la productividad empresaria.
En países como la Argentina la carga tributaria es muy grande, y no solamente por el costo económico o financiero directo que significa aplicar determinadas alícuotas o impuestos; sino también por el costo administrativo que deben afrontar las empresas y los particulares para cumplir con las exigencias de los organismos de control tributario. Todo este costo deteriora la productividad.
A partir de la crisis de fines de 2001, se adoptó en el país una política de tipo de cambio alto, también denominado cambio competitivo. Se buscó instalar un alto precio de la divisa para de ese modo favorecer la competitividad. Al percibir los empresarios más pesos por sus ventas, su situación de competencia mejora.
Pero obviamente que este es un artilugio monetario que no reemplaza en modo alguno a la necesidad de volverse más competitivos. Y el artilugio, además, genera consecuencias, como por ejemplo la alta inflación que ahora padece el país. Además, lo mismo que anteriores artilugios (como la llamada convertibilidad) no puede sostenerse indefinidamente. Eso es lo que está ocurriendo en estos momentos, en donde se aplican todo tipo de restricciones en el mercado cambiario porque una devaluación mayúscula de la moneda generaría un irrefrenable impulso inflacionario adicional que muy probablemente terminaría muy mal.
La realidad indica claramente que en nuestro país, luego de más de 60 o 70 años de políticas redistributivas de la riqueza, el atraso económico, tecnológico y, como derivados directos de ello, el atraso cultural se han hecho evidentes.
Ninguno de los postulados en los que se basa la distribución de la riqueza sirve para eliminar las carencias. Por el contrario las anquilosa y las convierte en permanentes. La ayuda social por tiempo indeterminado no resuelve los problemas de la falta de trabajo, de la pobreza o de la exclusión social, sino todo lo contrario, los vuelve permanentes. Esto es así porque quienes se ven beneficiados por ayudas o privilegios monetarios, por naturaleza prefieren conservarlos. Y quienes se los otorgan también, dado que así se garantizan las futuras elecciones políticas.
Pero el costo de sostener el sistema influye negativamente en la productividad y anula progresivamente la posibilidad de competir, a menos que los precios internacionales de los productos exportables suba de tal manera que compense la diferencia. Eso es lo que ha ocurrido en estos años con la producción primaria, especialmente de soja.
En los países centrales europeos, e inclusive en EEUU (aunque allí en mucha menor medida) existe una extensa gama de subsidios y atenciones a los efectos de garantizar a la población determinados beneficios. Los estados europeos se han sobre endeudado a lo largo de los años como resultado precisamente de esa política. Allí ni los impuestos fueron suficientes. Y la inflación (ese impuesto encubierto tan común en países como el nuestro) no es bien vista en aquellas latitudes.
La verdad es que los resultados de esta clase de ideología no han sido en absoluto positivos. Mantener la idea de que la vida no tiene un costo y de que en cualquier situación el Estado acudirá en nuestra ayuda no es, desde ningún punto de vista, algo razonable.
Es posible atender situaciones límite, dentro de ciertas pautas bien estudiadas, con ajustes econométricos y cálculos actuariales. Incluso asumiendo el costo. Lo que no es posible es suponer que la ayuda puede ser ilimitada y permanente. Es obvio que se trata de una ilusión. Una ilusión que sólo sirve para postergar el desarrollo, que contribuye a una suerte de humillación social y que desincentiva la universal necesidad de esforzarse en pos de un mundo mejor.
Atender lo básico durante un lapso, mientras se desarrollan políticas que tiendan a mejorar la eficiencia, es saludable. Pero aún así tiene un costo. Y ese costo debe ser contemplado.
La política y los políticos en general tienden a tirar la pelota hacia adelante, y no se hacen cargo luego de las consecuencias, pidiendo una y otra vez refinanciaciones, o cayendo directamente en cesaciones de pago como en el caso argentino.
El distribucionismo eterno y sin límites es una peligrosa ilusión. Es necesario siempre tener en cuenta lo que cuesta y cómo se afronta el pago de todo. En la vida no existe la gratuidad. Alguien debe pagarlo.
Inundar el mercado de billetes de banco no es sinónimo de reparto de riquezas. Es bueno tenerlo bien en cuenta. De una vez y para siempre. Aunque sea muy difícil aceptarlo.
Prácticamente desde fines del siglo XIX y mucho más desde el inicio del siglo XX, se ha convertido en una especie de necesidad política la llamada distribución de la riqueza. Probablemente el origen de esta idea tenga que ver con algunos postulados del socialismo, relacionados con la explotación del hombre por el hombre, a la que hiciera referencia Carlos Marx, lo mismo que la llamada teoría de la plusvalía, que definía como la diferencia entre lo que el obrero percibe como salario y el valor que representa aquello que produce.
Por supuesto que nuestro país no ha sido una excepción en esta línea. Durante muchos años el derrotero de la “distribución de la riqueza” fue parte de la campaña de prácticamente todos los partidos políticos.
No son pocos los analistas de la ciencia económica, incluido el citado Marx, que han arribado a la conclusión de que la llegada del llamado capitalismo con la Revolución Industrial y el advenimiento del derecho de propiedad han sido los pasos que permitieron al mundo entero dar un salto superlativo en la calidad de vida con relación a la existente en el Medioevo. La idea central del ideólogo citado era la de que el capitalismo conlleva errores que el socialismo debería corregir. Pero no negaba el salto cualitativo que el mundo había dado con la llegada del derecho de propiedad.
Esta pequeña introducción sirve para adentrarse en la cuestión específica de lo que podríamos llamar el costo del distribucionismo.
En Europa y en otras partes se habla del Estado Benefactor. Es decir, la cobertura social que debe hacer el Estado cuando las condiciones económicas no permiten a una parte de la población hacer frente a sus necesidades básicas. Distribuir la riqueza generada por unos, para que otros que no alcanzan a ella puedan sentirse plenos en el desarrollo de su vidas. El también llamado Estado de Bienestar.
Por supuesto que esta concepción de la vida y de la riqueza da pie al uso político que se hace, y que, con matices, es bastante universal. Cualquier político sabe que si “redistribuye” puede hacerse popular y obtener más votos en el futuro. Y hasta pasar a la historia como una persona de bien que se ocupa de “los humildes”.
Pero la producción de riqueza tiene su correlato directo en la productividad, es decir en la cantidad de bienes y servicios que es posible producir mediante un aporte determinado de capital y mano de obra. En la productividad influyen factores como la tecnología, la educación de la población, la especialización y la carga administrativa de sostener al Estado. Es aquí justamente donde entra a jugar el distribucionismo. El Estado aplica impuestos con el objeto de poder cumplir sus funciones. Si entre sus funciones está la de atender a quienes no tienen acceso en un momento dado a determinado grado de bienestar, entonces también ésta función deberá ser atendida.
Pero esta atención tiene un costo. Y ese costo incide en la productividad empresaria.
En países como la Argentina la carga tributaria es muy grande, y no solamente por el costo económico o financiero directo que significa aplicar determinadas alícuotas o impuestos; sino también por el costo administrativo que deben afrontar las empresas y los particulares para cumplir con las exigencias de los organismos de control tributario. Todo este costo deteriora la productividad.
A partir de la crisis de fines de 2001, se adoptó en el país una política de tipo de cambio alto, también denominado cambio competitivo. Se buscó instalar un alto precio de la divisa para de ese modo favorecer la competitividad. Al percibir los empresarios más pesos por sus ventas, su situación de competencia mejora.
Pero obviamente que este es un artilugio monetario que no reemplaza en modo alguno a la necesidad de volverse más competitivos. Y el artilugio, además, genera consecuencias, como por ejemplo la alta inflación que ahora padece el país. Además, lo mismo que anteriores artilugios (como la llamada convertibilidad) no puede sostenerse indefinidamente. Eso es lo que está ocurriendo en estos momentos, en donde se aplican todo tipo de restricciones en el mercado cambiario porque una devaluación mayúscula de la moneda generaría un irrefrenable impulso inflacionario adicional que muy probablemente terminaría muy mal.
La realidad indica claramente que en nuestro país, luego de más de 60 o 70 años de políticas redistributivas de la riqueza, el atraso económico, tecnológico y, como derivados directos de ello, el atraso cultural se han hecho evidentes.
Ninguno de los postulados en los que se basa la distribución de la riqueza sirve para eliminar las carencias. Por el contrario las anquilosa y las convierte en permanentes. La ayuda social por tiempo indeterminado no resuelve los problemas de la falta de trabajo, de la pobreza o de la exclusión social, sino todo lo contrario, los vuelve permanentes. Esto es así porque quienes se ven beneficiados por ayudas o privilegios monetarios, por naturaleza prefieren conservarlos. Y quienes se los otorgan también, dado que así se garantizan las futuras elecciones políticas.
Pero el costo de sostener el sistema influye negativamente en la productividad y anula progresivamente la posibilidad de competir, a menos que los precios internacionales de los productos exportables suba de tal manera que compense la diferencia. Eso es lo que ha ocurrido en estos años con la producción primaria, especialmente de soja.
En los países centrales europeos, e inclusive en EEUU (aunque allí en mucha menor medida) existe una extensa gama de subsidios y atenciones a los efectos de garantizar a la población determinados beneficios. Los estados europeos se han sobre endeudado a lo largo de los años como resultado precisamente de esa política. Allí ni los impuestos fueron suficientes. Y la inflación (ese impuesto encubierto tan común en países como el nuestro) no es bien vista en aquellas latitudes.
La verdad es que los resultados de esta clase de ideología no han sido en absoluto positivos. Mantener la idea de que la vida no tiene un costo y de que en cualquier situación el Estado acudirá en nuestra ayuda no es, desde ningún punto de vista, algo razonable.
Es posible atender situaciones límite, dentro de ciertas pautas bien estudiadas, con ajustes econométricos y cálculos actuariales. Incluso asumiendo el costo. Lo que no es posible es suponer que la ayuda puede ser ilimitada y permanente. Es obvio que se trata de una ilusión. Una ilusión que sólo sirve para postergar el desarrollo, que contribuye a una suerte de humillación social y que desincentiva la universal necesidad de esforzarse en pos de un mundo mejor.
Atender lo básico durante un lapso, mientras se desarrollan políticas que tiendan a mejorar la eficiencia, es saludable. Pero aún así tiene un costo. Y ese costo debe ser contemplado.
La política y los políticos en general tienden a tirar la pelota hacia adelante, y no se hacen cargo luego de las consecuencias, pidiendo una y otra vez refinanciaciones, o cayendo directamente en cesaciones de pago como en el caso argentino.
El distribucionismo eterno y sin límites es una peligrosa ilusión. Es necesario siempre tener en cuenta lo que cuesta y cómo se afronta el pago de todo. En la vida no existe la gratuidad. Alguien debe pagarlo.
Inundar el mercado de billetes de banco no es sinónimo de reparto de riquezas. Es bueno tenerlo bien en cuenta. De una vez y para siempre. Aunque sea muy difícil aceptarlo.
Este es un reenvío de un mensaje de "Tábano Informa"
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