Lo
que más aflige es la continuación, en formato cada vez mayor, de una impostura.
Que de este dispositivo mediático que prolonga las apetencias de una oligarquía
petrolera se hable como de un "gobierno de izquierda" es escandaloso y
es lamentable. Que se consolide un sistema de exclusión que parte en dos al
país al crear una casta de "necesitados" y otra de
"proveedores" y que eso sea percibido como desarrollo y progresismo;
que la pérdida de la república, en cuya dirección avanzamos un paso más con
estas elecciones, sea motivo de regocijo internacional; en fin, que la visión
de una enorme minoría que quiere un país unido y moderno quede sepultada bajo
la soberbia hegemónica: sí, hay pesadumbre cuando se considera todo esto.
En
medio de la decepción aparecen, como siempre, voces que "retrodicen"
y que, en particular, insisten en atribuir a elementos externos lo que no es
sino una dolorosa tomografía del país. Me refiero a quienes recurren a
explicaciones de "caja negra": fraude electrónico o manipulación
electoral, e incluso a quienes se sienten embaucados por haber concebido
esperanzas incumplidas y la emprenden contra la dirigencia de la unidad
democrática, o, lamentablemente, contra quienes apoyaron al Gobierno.
La
frustración del gigantesco esfuerzo de organización, persuasión y trabajo
político que tuvo lugar en estos meses genera legítimamente un malestar que
cada quien trata de elaborar a su manera, pero me parece que viene bien tratar
de entender, dentro de la complejidad de todo, algunas cosas.
Una
primera es que la perspectiva que cada uno de los venezolanos tenemos sobre el
país está irremediablemente deformada por la espantosa separación que se
inaugura en 1998. Pongamos entonces lo que pensamos bajo custodia, o entre
paréntesis: detengámonos a examinarlo.
A lo mejor el victorioso no está
obligado a reflexionar, pero quien pierde sí. Por otra parte, si bien es
necesario reconocer políticamente a esa mayoría que se expresó
contundentemente, ello no implica ser indulgente con lo que de equivocado vemos
en el proyecto que ha resultado triunfador.
La
gran minoría que se pronunció por la modernidad y el cambio es tan legítima
como la mayoría circunstancial que apoyó el proyecto de Chávez, y que votó
conservadoramente, y de esta convicción hay que partir.
Apenas
un dato: comparando con 2006, la oposición creció de 37% a 45% y el Gobierno
pasa de 62% a 55%. La diferencia de votos es de 1,5 millones en un universo de
votantes de casi 19 millones.
Los
20 o 30 puntos de diferencia que anunciaba el régimen desde antes del inicio de
la campaña como prueba de la inexistencia absoluta de la oposición sólo
provenían de las declaraciones de sus encuestadores. Con todo el monstruoso
poder del Estado en contra, la campaña de la unidad democrática fue
exitosísima. Sin embargo, insuficiente. Es seguro que parte de esa
insuficiencia se explica por errores de percepción, por fallas organizativas,
pero también porque sólo en el último tramo de la campaña, a mi modo de ver,
tuvo el candidato de la unidad la precisión y contundencia discursiva que lo
puso en el camino de ganar.
A
partir del momento en que Henrique Capriles organizó su discurso en torno a la
interpelación directa al votante, para romper el velo propagandístico de
Goliat, comienza un crecimiento intenso de su candidatura y propuesta.
Interpelación, es decir: contraste entre la oferta del régimen y la calidad de
vida que realmente tiene el ciudadano. Rasgar ese velo que oculta las miserias
tras las trompetas del espectáculo. Y, en otro plano, confrontar al votante con
su responsabilidad hacia sí mismo. Así se enfrentó los dos grandes pilares de
la campaña oficialista, que fueron el reforzamiento de la identidad chavista (a
través de la denigración del "otro", majunche, inmoral, etc.) y del
conformismo conservador, del miedo al cambio.
Ese
es un mensaje político que trasciende las elecciones y que debe organizarse y
multiplicarse. Esta es la hora de la unidad, siempre frágil cuando la victoria
se escapa.
colettecapriles@hotmail.com
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