En Venezuela, la encrucijada presenta de un
lado la profundización de un deplorable y evidente deterioro y del otro,
emprender el camino de dar vida a la esperanza y bordar con esfuerzo honrado
una realidad acorde con el potencial del país, para un futuro ciertamente mejor.
La legitimidad, que para la democracia es un
valor fundamental, tiene dos componentes: el origen y el desempeño o ejercicio.
La legitimidad de origen es la partida de
nacimiento de todo gobierno democrático. Su génesis y sustento es la soberanía
popular expresada mediante el voto en procesos electorales auténticos. Es
decir, aquellos cuyos resultados oficiales reflejan en forma inequívoca la
voluntad popular soberana.
Los ciudadanos, al proponerse como
candidatos, ponen en práctica su derecho a ser elegidos, mientras que cada
elector, al consignar su escogencia personal ejerce su derecho a elegir.
Ambos son derechos humanos reconocidos y
protegidos por instrumentos internacionales como la Declaración Universal de
los Derechos del Hombre (en su Artículo 21), el Pacto de San José (en su
Artículo 23), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en su
Artículo 25) y la Carta Democrática Interamericana (en sus Artículos 2, 3 y 4).
La decisión se valora en forma colectiva y la
soberanía popular, indivisible como es, produce la legitimidad de origen.
En la práctica la legitimidad de origen, que
precede en el tiempo a la de ejercicio, es más categórica, tal vez por depender
de ese hecho singular que es la elección auténtica.
A su vez la legitimidad de ejercicio se
produce en la medida en que los elegidos cumplan su mandato en forma correcta.
Quizá por la natural necesidad de prever
inestabilidades indeseables e injustificadas, una vez adquirida la legitimidad
de origen, la legitimidad de desempeño goza, digamos, de una presunción a su
favor, y su pérdida suele ser un proceso
complejo, aunque pueda acontecer por un solo hecho, acción u omisión, en
el curso del ejercicio de un período constitucional.
De todo ello resulta que el respectivo
sistema electoral y el órgano que lo administra
tienen que ser imparciales (por eso se le llama árbitro), transparentes
y asegurar la anonimia del votante para poder producir elecciones auténticas en
las que se ejerzan a plenitud los derechos humanos a elegir y a ser electo.
Pero aún todo eso es insuficiente; además, es
preciso que la institución electoral consiga y preserve que el electorado
confíe en que tales condiciones se cumplen. Así, una de las responsabilidades
de los organismos electorales es cuidar, fomentar y fortalecer la confianza del
electorado quien es el protagonista del proceso.
La desconfianza en el órgano electoral, el
cual no ha de ser más que el administrador de buena fe del sistema, revela
incumplimiento de sus deberes por parte del organismo.
En una contienda, 51% a favor de uno de los
aspirantes a ser electo, es mayoría absoluta para éste y, de allí, resultado
contundente de aceptación a su propuesta. En tanto que un 75% de confianza en
el árbitro, por ejemplo, indica una distorsión en su desempeño pues significa
que el órgano electoral no le merece confianza
a uno de cada cuatro electores, lo cual es una enormidad.
Aún en las legislaciones como la nuestra, en
la que votar es un derecho y no un deber, la participación electoral sigue
siendo una responsabilidad ciudadana.
Cuando la alternabilidad democrática no está
en riesgo, cuando la vida de la nación sigue un cauce con sus naturales
dificultades, rectificaciones y avances, cuando el tejido social no está
plagado de desgarraduras, cuando el presente y el porvenir no se ha
ensombrecido por malas prácticas y deplorable conducción, la omisión en el
cumplimiento de la responsabilidad ciudadana de votar no reviste gravedad. Pero
en la situación de nuestra Venezuela, la encrucijada presenta de un lado la
profundización de un deplorable y evidente deterioro y del otro, emprender el
camino de dar vida a la esperanza y bordar con esfuerzo honrado una realidad
acorde con el potencial del país, para un futuro ciertamente mejor. En tales
condiciones, evadir la responsabilidad de participar en la selección de nuestro
gobernante conlleva una culpa mayúscula.
Si, además, el árbitro se ha creído actor por
encima del elector protagonista y se inclina peligrosamente a uno de los lados ¡cómo facilitarle, con nuestra
ausencia, que disponga de nuestro derecho!
orellana.rosario@gmail.com
@roytayo
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