Leía recientemente una novela
en la que un personaje, una muchacha de 18 años, argumentaba que no valía la
pena votar porque si llegara a ganar la oposición no se reconocería el
resultado y, de reconocérsele, no se le permitiría gobernar. Además, los opositores
no pasaban de ser un saco de gatos con partidos que no tenían nada que ver
entre sí, un arroz con mango, como decimos aquí, sin chance frente al sólido
poder de una dictadura militar con quince años a cuestas. Los militares no
aceptarán el cambio de gobierno, insistía la escéptica joven; además, el país
es horrible y lo mejor es emigrar.
Mientras la joven transmitía su descontento
a su padre, publicista dedicado a la campaña opositora, el gobernante
invencible advertía de los terribles desastres que sobrevendrían si el país
salía de su bienhechora influencia y sus partidarios ni siquiera se tomaban la
molestia de pensar en una posible derrota.
Se amenazaba con la vuelta al pasado
y, por lo tanto, el desastre. Llegó el día de octubre: Augusto Pinochet fue
derrotado en el plebiscito por el 53% de los votos, obligado por los militares
a reconocer el resultado y no le quedó más remedio que convocar a elecciones
libres.
Por cierto, comentó que los chilenos, como los judíos, entre Cristo y
Barrabás, eligieron a Barrabás. Lo demás es historia conocida. Chile contó en
su presidencia con dos de los más brillantes políticos contemporáneos, Ricardo
Lagos y Michelle Bachellet, Pinochet conservó el poder militar, molestó, mucho,
unos años más, se hizo anciano, murió y (mal) pasó a la historia.
Chávez no es Pinochet. Es el
producto más terrible del petro-Estado venezolano ahíto de dólares y carente de
la eficiencia para gestionar esos recursos porque las Estado-cracias paralizan
la creatividad social.
Estamos obligados como hombres y mujeres del presente y
el futuro a que la revolución bolivariana sea el último producto de esa
estructura que nos ha convertido en esclavos de una riqueza que entrevemos en
migajas.
Duele ver a la gente repitiendo que somos riquísimos cuando la
realidad, y sé que esto sonará durísimo, es que somos un país de burócratas,
economía informal, becados y reclamadores de cestatickets.
Es nuestra
oportunidad para ser hombres y mujeres con adultez ciudadana. Ese saco de gatos
de la oposición chilena fue simbolizada por el arco iris, en una campaña
cortísima y con todas las ventajas a favor de Pinochet.
La diferencia fue de
pocos puntos: el autoritarismo tiene partidarios siempre. La democracia es
joven, mientras que el autoritarismo es milenario; es como el ballet en punta
de pie: lo más antinatural. Pero lo único que vale la pena son las hazañas que
revelan que somos plenamente humanos cuando nos inventamos desde nuestros
límites.
Un agradecimiento a la lectura
de Los días del arco iris, de Antonio Skármeta, por recordarme que es estupendo
ser parte de la fuerza de muchos y no la comparsa del poder de uno.
gisela.kozak@gmail.com
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