La pregunta del título ha de parecer ociosa
porque la respuesta es obvia. EE UU aún en crisis es una potencia económica y
militar. De ahí que lo que sucede en los EE UU incide en la suerte del mundo
que habitamos.
Sin embargo, no faltan las opiniones que
aseguran que en las elecciones norteamericanas es muy poco lo que se decide
pues los dos principales partidos se diferencian como la Coca Cola de la Pepsi
Cola. El chiste malo es de Fidel Castro y delata la falta de sensibilidad
política del anciano déspota. Y es obvio: si para Castro los EE UU son un
imperio, da lo mismo quien será el emperador y luego, entre un Romney y un
Obama no habría ninguna diferencia.
Algo más lúcido, Putin sabe que entre Romney
y Obama sí hay diferencias. Los jerarcas chinos lo saben todavía mejor e
incluso, los autócratas de América Latina añoran los bellos tiempos cuando se
lucían insultando (su deporte favorito) a Bush. Espectáculo que no pueden
escenificar en contra de Obama entre otras cosas porque Obama es más popular y
respetado que ellos, aún en los países que dicen gobernar.
El discurso de Obama ha desactivado, en
cuatro años, el de muchos autócratas y dictadores.
La política exterior de Obama no prioriza la
superioridad bélica. Todo lo contrario: la pone al servicio del principio de la
hegemonía política. Las rebeliones árabes, es el ejemplo más notorio, han
contado con el apoyo explícito e implícito de los EEUU. Las diferencias
políticas entre Obama y Bush -las que no puede percibir un antidemócarata como
Castro- eran, para decir lo menos, enormes. Y ellas se proyectan, sin duda, en
la relación negativa que establecen Obama y Romney; este último tan marcado por
el pasado “bushista”, que a veces se tiene la impresión de que más que
diferenciarse de Obama busca diferenciarse de Bush.
No obstante, en un punto tiene razón el
dictador cubano.
Si bien las diferencias en los temas internos
han sido y son enormes (sistema impositivo, subsidios, y hoy las migraciones,
la energía, la educación y la salud), en
materia de política internacional existió hasta el fin de la Guerra Fría un
consenso pactado entre republicanos y demócratas, uno que estaba signado por la
existencia del mismo enemigo: la URSS. Sólo después de la desaparición del
“enemigo común” han surgido diferencias con relación al “mundo externo”; y
ellas han pasado a ser parte del debate electoral.
En todo caso, la visión de los demócratas
como palomas y los republicanos como halcones no tiene asidero. ¿Habrá que
recordar que la guerra del Vietnam fue iniciada por un demócrata, Kennedy, y
terminada por un republicano, Nixon? ¿O que la Guerra Fría comenzó con un
demócrata, Truman, y terminada con un republicano, Reagan? ¿O que los
bombardeos a Irak los comenzó el demócrata Clinton y los terminó el republicano
Bush Sr. al negar el avance a Bagdad?
En breve, no sólo había en los EE UU una política
internacional consensuada. Además, los roles entre republicanos y demócratas
estaban entrecruzados. Por supuesto había halcones y palomas. Pero las dos aves
volaban en cada uno de los partidos, y a veces, sobre la cabeza de las mismas
personas. Aún hoy, la “paloma” Obama no titubeó cuando llegó la hora de
liquidar a Osama Bin Laden: “Mátenlo” – fue la orden escueta del presidente.
No obstante, independientemente a las
diferencias entre los dos partidos, las elecciones norteamericanas han sido
siempre, y no sólo ahora, seguidas con extraordinario interés desde el
extranjero. Por eso es legítimo sospechar que, más que las diferencias, lo que
concita interés mundial es el modo como ellas son transferidas a la escena
pública. Efectivamente, las elecciones norteamericanas son un espectáculo
mundial.
¿Política como espectáculo? En ningún caso.
Se trata de algo que suena parecido pero a la vez es muy distinto. Se trata,
para decirlo en breve, del espectáculo de la política. ¿Cuál es la diferencia
entre la política como espectáculo y el espectáculo de la política? Para
explicarme, deberé recurrir a ejemplos.
Sabido es que la mayoría de los dictadores y
autócratas hacen de la política un espectáculo. No voy a referirme a los
despliegues de fuerzas militares en Corea o Irán. Ni a las masas vestidas con
un sólo color frente a las cuales vociferan enloquecidos tiranos. Me refiero
solamente a quienes –escondidos en sus cubículos mediales- utilizan los
mecanismos del poder para montar escenificaciones que excluyen voces y
opiniones contrarias. En suma, se trata de la conversión de la política en una
representación unipersonal de acuerdo a la cual “el enemigo” es mencionado,
insultado y vilipendiado, pero nunca directamente confrontado.
La diferencia entre la política del
espectáculo y el espectáculo de la política reside entonces en que la primera
suprime el debate y con ello, en tanto la política es debate, suprime a la
política. En cambio, en la segunda, el espectáculo proviene del debate, es
decir, de la propia política. Esa es evidentemente una de las razones por las
cuales los dictadores y autócratas no soportan el espectáculo que brinda la
política norteamericana en tiempos electorales. Pues allí, desde el comienzo
hasta el día de la elección, hay un debate sostenido entre los postulantes
Primero, el debate tiene lugar mediante
primarias y convenciones al interior de los partidos.
Segundo, es un debate abierto. Los partidos,
en esos momentos, se abren, debatiendo hacia afuera sus posiciones internas.
Tercero, escuchada la voz del elector,
sobreviene el momento de la unidad, y ese es cuando la fracción vencida se une
a la vencedora para enfrentar al enemigo común. A partir de ese momento el
debate adquiere otra connotación. De ahora en adelante se tratará del debate entre
dos fuerzas no sólo contrarias sino, además, adversarias.
Cuarto, el momento final ocurre cuando el
debate es personalizado, casi siempre entre dos contrincantes. Es el momento
culminante: Dos adversarios debaten de acuerdo a reglas pre-establecidas. Se
dan duro, pero nunca se escucha un insulto o una descalificación personal.
Pocos días después, el elector, el soberano, hará uso de la palabra escrita (el
voto) y elegirá.
Desde otros países, los que nos ocupamos de
la política, observamos ese proceso electoral con sumo interés. A su vez,
quienes viven bajo una dictadura o una autocracia, sentirán algo parecido a una
legítima envidia. ¿Por qué en mi país no ocurre algo parecido?
Pero los dictadores y autócratas, cuando
presencian en las pantallas los debates norteamericanos, experimentan, sin
duda, un miedo atroz. Es el miedo a la contra-dicción. Ellos, más que a los EE
UU, odian el debate, o lo que es igual a la dicción contraria: a la
contra-dicción.
Gobernantes de los EE UU como casi todos los
del planeta han cometido grandes barbaridades, nadie lo puede negar. Pero la
política norteamericana siempre ha encontrado la posibilidad de la
rectificación a través del debate y la palabra contra-dicha. Esa rectificación
a partir del debate contra-dictorio es la que jamás podrán aceptar dictadores y
autócratas. Ahí reside el secreto de su supuesto antiimperialismo.
fernando.mires@uni-oldenburg.de
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