MORIR MURIENDO
La mayor parte de los seres humanos no mata. A la prohibición bíblica se unen esfuerzos civilizatorios de siglos. Esa forma de matar admitida y regulada que es la guerra, no es cándida; muchos jóvenes que van a la guerra y son responsables de muertes de las cuales jamás vuelven a hablar, a veces padecen de trastornos de estrés postraumático porque tal vez han cumplido un deber legal y probablemente de conciencia con su país, pero no pueden sobrevivir y convivir con el horror que han visto y del cual han participado. La civilización ha implicado que "no matarás" sea una norma de conducta, parte de la ética de una humanidad que ha visto -y todavía ve- el espanto de la muerte que decretan quienes no combaten.
Para los seres humanos normales la muerte es un acontecimiento extraordinario aunque sea tan cotidiano. Se le ve con distancia y respeto; no se le invoca. La idea de provocarla, de matar, de que por mi culpa muera alguien, es abominable. Es una frontera artillada que normalmente nadie quiere pasar. Hay límites hasta con el adversario que detesto; posiblemente tribunales, denuncias, enemistades, pero no será bajo mi mano que mueras ni seré yo quien convoque a que te maten.
Esa visión humanista establece linderos absolutos en la conciencia ciudadana mayoritaria. No es el caso del presidente Chávez. Su bautizo político fue sangriento. Él entra en la gloria sombría el 4 de febrero de 1992 al dirigir un golpe de estado que dejó, con su secuela del 27 de noviembre, centenas de muertos bajo su directa, intransferibles e irrevocable responsabilidad. Un general que fue chavista contaba que entre las acciones previstas en ese día estaba la de paralizar la caravana del presidente Carlos Andrés Pérez en uno de los túneles de la autopista La Guaira-Caracas y allí matar al jefe de Estado. Cuando este General le preguntó a Chávez qué pasaría con los guardias civiles y militares de la custodia presidencial, que se encontrarían atrapados también, la respuesta fue un encogimiento de hombros y el líder golpista habría dicho que eran daños colaterales e inevitables.
Ese caso, junto a los de otros que acompañaron a Chávez en los hechos de sangre de los golpes de Estado, son un hito, una frontera que traspasaron, una prohibición absoluta que transgredieron. Si no hay arrepentimiento profundo e íntimo, la convivencia con la muerte se transforma en parte de la personalidad humana y política. No en balde repitió hace unos cuantos años que a veces los pueblos tenían que regar con sangre sus ejecutorias.
Es posible que esta transgresión al "no matarás", esa vecindad tan familiar e irrespetuosa con la muerte, sea lo que esté en el fondo del manejo que hace el Presidente de las catástrofes que han ocurrido y ocurren en Venezuela. "La función debe continuar" es la convicción no de quien proporciona consuelo a los sobrevivientes para retomar la vida que se ha tornado tan dura, sino es el desagradable oficio de apartar los cadáveres para que su insistente presencia no distorsione la ruta hacia la victoria revolucionaria a la cual aspira el 7-O.
Convertir en júbilo celebratorio apagar el fuego que pocas horas antes, por presumible negligencia de varios de los celebrantes, se ha llevado decenas de vidas y más de un centenar de heridos en Amuay, no es viveza política sino una muestra de que no hay escrúpulos que se interpongan entre las acciones de los próceres escarlata y su objetivo de conservar el poder al costo que sea.
EL VALOR SUPREMO.
Varias veces, en los delirios del chimbo-raso, se ha visto cómo el tema de la vida ha sido despreciado; melodía que varió con la aparición del cáncer. Sin embargo, el discurso es que la revolución siempre es más importante que la vida y que si no hay revolución bien vale recibir la muerte en su procura. Hasta frases que pudieron haber sido bonitas, "se nos va la vida" en la búsqueda de la revolución, "patria o muerte", "mi vida es una brizna en el huracán revolucionario", se convirtieron en convocatorias permanentes a la parca. No en la forma en la que los héroes la desafían, con el objetivo de vencerla, sino como hacen los necrófilos que montan sus tenderetes en las morgues para disfrutar la danza de los vampiros.
La dimensión psicológica de estos goces escapa a estas líneas, pero se puede advertir que lo que sea que llamen revolución es el valor supremo al cual se subordinan todos los demás, lo cual incluye la Constitución, las leyes, las buenas y las malas costumbres, y cualquier otro valor de los que se invoca en las sociedades libres. Alguna vez un amigo, dirigente chavista, me dijo que el principio de justicia tenía que estar por sobre el de legalidad, lo cual quiere decir que una acción evaluada como justa debe adoptarse aunque sea ilegal y que la ley no puede ser un valladar a la justicia; en síntesis, que la ley importa un pepino ante la justicia que prodigan los jefes revolucionarios. No son los tribunales sino la revolución, pretendidamente justa por definición, la que brinda las hojas de parra indispensables.
Como se comprende no sólo no hay límites legales o morales, sino que lo que es justo es definido por quienes detentan el poder. Chávez representa al pueblo; lo que Chávez hace es lo que el pueblo quiere; más aún, Chávez es el pueblo y lo que él haga en función de preservar el proceso, es popular, justo y revolucionario; de vez en cuando "legal" si para avalar son requeridos los buenos oficios de las Luisas que controlan la magistratura.
LA REVOLUCIÓN ES LO QUE ESTÁ EN JUEGO.
Chávez tiene razón: lo que está en juego el 7-O es su revolución; en realidad está en juego lo único que le importa: la conservación del poder. Si no hay frontera alguna en el objetivo de conservarlo es absolutamente claro que hará todo lo que sea, legal o ilegal, pacífico o violento, para ese propósito. No por casualidad la orientación "bajada" a sus militares de confianza es: "Chávez gana, la oposición cantará fraude y si ésta intenta moverse se le reprimirá"; internamente no contemplan escenario alternativo al de la victoria porque sí.
No es inevitable que Chávez se imponga si los votos favorecen a la oposición. Hay que tener los votos; hay que demostrar rápidamente que se tienen; y hay que contar con los dispositivos institucionales para que una victoria no sea escamoteada. Pero los votos hay que tenerlos. Hay muchos, pero hay que buscar más, convencer más, y, como he sugerido en otros trabajos, se hace indispensable convocar a los que han sido dejados de lado, a los partidos y grupos cuyos votos pueden estar seguros pero cuyo entusiasmo no y que también es necesario en la etapa final de la campaña.
Ante la sinfonía fúnebre que acompaña al régimen cuando el país, como Amuay, estalla, una mirada serena hacia un futuro posible puede hacer más amable este alumbramiento por venir. Más allá de la unidad formal, la de verdad.
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