En 2009,
Honduras peleó para salvar su democracia al destituir al entonces presidente
Manuel Zelaya, quien recurrió a la violencia callejera para intentar prolongar
su mandato, violando la Constitución. El gobierno de Obama respondió
quitándoles las visas de viaje a los jueces de la Corte Suprema, el Defensor de
derechos humanos y los miembros del Congreso de Honduras. Igual que con Zelaya,
el gobierno de EE.UU. le ha dado a Correa un amplio margen, a pesar de sus
prácticas antidemocráticas.
Luego de la
debacle del límite de la deuda de Estados Unidos el mes pasado, una cantidad
considerable de los detractores más críticos del presidente Barack Obama
pasaron de llamarlo el genio malvado del socialismo a catalogarlo meramente
como un organizador comunitario que no tiene ni idea de lo que está haciendo.
Sin embargo,
mientras las negociaciones sobre el presupuesto fiscal expusieron muchas de las
debilidades del presidente, parece un error subestimar sus instintos
colectivistas. Puede ser verdad que si no puede lograr lo que quiere por
decreto, pierde el interés con rapidez. Pero también sigue siendo evidente que
su visión del mundo está mayormente alineada con la eterna pelea por un estado
todopoderoso.
Basta con
fijarse en la política exterior de EE.UU. en América Latina durante los últimos
dos años y medio: en particular, consideremos cómo Honduras recibió un revés
del gobierno de Obama por su decisión de desbancar en 2009 a un presidente
izquierdista que quebraba la ley, mientras Ecuador recibe poca resistencia de
Washington en momentos en que se acerca cada vez más a una dictadura.
Esta
contradicción se volvió pronunciada el mes pasado cuando el presidente
ecuatoriano Rafael Correa, un aliado del venezolano Hugo Chávez, recurrió a su
control del poder judicial para imponerse en una demanda contra un columnista y
tres editores del diario ecuatoriano El Universo. Los periodistas deberán
pagarle un total de USD 42 millones y cada uno fue sentenciado a tres años de
cárcel.
El
Departamento de Estado de Obama trata el incidente ecuatoriano con suma
cautela. Emitió un breve comunicado sobre la importancia de la libertad de
prensa y afirmó que se suma a "la Sociedad Interamericana de Prensa, el
Comité para la Protección de los Periodistas y otros al expresar preocupación
sobre la sentencia en el caso El Universo." Habrá una apelación, y el
Departamento de Estado señaló que "seguirá el proceso de cerca". Sin
embargo, cuando la democracia está en peligro, eso es una respuesta tímida en
el mejor de los casos —sin mencionar un poco tardía— en comparación con la
furia desatada contra Honduras hace dos años.
En 2009,
Honduras peleó para salvar su democracia al destituir al entonces presidente
Manuel Zelaya, quien recurrió a la violencia callejera para intentar prolongar
su mandato, violando la Constitución. El gobierno de Obama respondió
quitándoles las visas de viaje a los jueces de la Corte Suprema, el Defensor de
derechos humanos y los miembros del Congreso de Honduras. Suspendió la mayor
parte de la ayuda estadounidense y apoyó la expulsión de Honduras de la
Organización de Estados Americanos (OEA), que tuvo como resultado la suspensión
de la ayuda de instituciones financieras internacionales.
Igual que con
Zelaya, el gobierno de EE.UU. le ha dado a Correa un amplio margen, a pesar de
sus prácticas antidemocráticas. Desde que asumió la presidencia en 2007, se ha
valido tanto del poder estatal como de la violencia mafiosa para imponer su
voluntad cuando otros brazos del gobierno no cooperan con su agenda. Tampoco ha
dudado en utilizar su primitiva definición de democracia —la mayoría gobierna—
para destruir a sus oponentes, sofocar el disenso y consolidar el poder.
En un
referéndum de mayo, Correa les pidió a los votantes, entre otras cosas, que le
dieran el control del poder judicial y el poder de prohibir que propietarios de
empresas de medios se involucraran en otros negocios. La ajustada aprobación
que ganó presagia el fin del pluralismo en su país.
El presidente
de una democracia debería al menos fingir respeto por la independencia del
poder judicial, pero Correa nunca se molestó con las apariencias. "Sí,
queremos poner nuestras manos sobre la corte", afirmó en enero cuando
preparaba al país para el referéndum.
Su
determinación de silenciar a sus detractores en los medios ha sido más evidente,
como demuestra el caso de El Universo. La columna en cuestión se refería al
presidente como "un dictador" y desafiaba su afirmación de que fue
blanco de un "golpe de estado" en septiembre de 2009 cuando fue a una
comisaría durante una huelga. Sin embargo lo que más enojó a Correa —y la razón
por la que entabló la demanda— fue la sugerencia de que podría ser culpado de
dar la orden de disparar contra el hospital frente a la comisaría, como parte
de su dramatización del "golpe de estado".
En una democracia,
las opiniones son parte de la libertad de expresión y el abogado del presidente
nunca demostró que el columnista hubiera mentido. Además, el gobierno ha
clasificado la mayoría de los documentos relacionados al incidente, y un
informe del comando militar, que afirma que Correa dio la orden de disparar, no
fue permitido como prueba en el caso.
Con su
victoria en la corte, Correa ha establecido que aquellos que lo enfrentan
deberían prever ser arruinados financieramente. También se les ha recordado a
las emisoras de radio y canales de televisión que el gobierno controla la
renovación de sus licencias.
Cuando llamé a
la oficina de prensa de la OEA para pedir una declaración sobre la parodia en
Ecuador, la persona que atendió el teléfono sólo dijo que la OEA "no tiene
comentarios". No es sorprendente. La credibilidad de esa institución ha
sido destruida porque en la ausencia de liderazgo de EE.UU., Chávez y sus
aliados han tomado el control. El secretario general de la OEA, José Miguel Insulza,
un socialista chileno agotado, se rinde ante cada capricho de sus amos
chavistas.
Esto nos trae
de vuelta a la pregunta de dónde yace la solidaridad de Obama. Una buena pista
puede encontrarse en la comparación de la agresión lanzada contra Tegucigalpa
con la timidez de la política hacia Quito.
© The Wall Street Journal
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