Todos somos distintos en accidentes. Todos tenemos diferentes habilidades, capacidades, inclinaciones, gustos, metas, valores, actitudes y aptitudes.
Pretender “la igualdad” entre los hombres es una declamación demagógica, un artificio retórico, un objetivo esencialmente impracticable, en síntesis, procurar tal cosa técnicamente es una perturbación del sentido.
En efecto, si por designio de la naturaleza todos somos desiguales, pretender la igualdad por designio de la burocracia estatal o de la superstición ideológica es no sólo antinatural sino inmoral. En los sistemas políticos en los que se pretende imponer esta quimera, necesariamente se incurre en el autoritarismo y en la injusticia. Por ejemplo, procurar la “igualdad” en términos económicos, sería ambicionar que todos los mortales de una comunidad ganen exactamente lo mismo, lo cual sería una meta inevitablemente injusta, porque si una persona ingeniosa, laboriosa y honesta produce el equivalente a diez monedas y al mismo tiempo un sujeto mediocre, perezoso y deshonesto produce el equivalente a dos monedas, pero resulta que en aras de la “igualdad” y de la “distribución del ingreso” aparece el “Estado de Bienestar” exigiendo que ambos ganen seis monedas cada uno, pues estaríamos favoreciendo injustamente al segundo al regalarle cuatro monedas que no merece y castigando injustamente al primero al robarle cuatro monedas obtenidas legítimamente.
Esta canallada distributiva conlleva además una secuela posterior muy grave: la escasez de bienes y servicios (consecuencia infaltable en los regímenes de tendencia socialista). ¿Por qué razón?, pues por que si los que producen y los que no producen obtienen la misma paga, a la postre no produce ninguno. ¿Para que esforzarme en producir si a la postre mi remuneración será igual que la del que no pone el menor empeño?
Pero ante evidencias tan claras y sencillas como la expuesta, la prédica “igualitaria” redobla la apuesta y nos dice luego que de lo que se trata entonces es de “garantizar” la “igualdad de oportunidades”, que por definición es enemiga de la “igualdad ante la ley”.
Cuenta Alberto Benegas Lynch que “si se enfrenta un lisiado con una atleta en un partido de tennis, para otorgarles igualdad de oportunidades habrá que maniatar al atleta con lo cual se habrá conculcado su derecho… de lo que se trata es de que la gente tenga más oportunidades pero no iguales. La igualdad entonces es ante la ley, no mediante ella”(2) a lo que nos agrega que hay tres factores que conducen al igualitarismo: “la envidia, la inseguridad respecto a las propias capacidades y la hipocresía. De los tres, tal vez este último sea el elemento que, con más frecuencia, aparece como rasgo sobresaliente en los `apóstoles de la igualdad`” y con pluma festiva Benegas Lynch se pregunta “¿cuáles son entonces las ventajas que reporta la tan cacareada `justicia social` y su correlativa `distribución de ingresos`? Ningún beneficio reporta, sólo quita incentivo para la optimización de la capacidad creadora…Para ilustrar la idea, recurramos a un ejemplo sencillo: si el gobierno decide nivelar las fortunas `en 100` – y todo excedente se expropia para entregarse a los que tienen ingresos menores que 100- nadie en su sano juicio producirá mas de 100, aunque su potencialidad fuera de 10.100”.(2) Es por ello que Milton Friedman alertaba: “Una sociedad que coloque a la igualdad por encima de la libertad terminará sin libertad y sin igualdad”.
Pero la amable prédica “igualitaria” ante los oídos indolentes e irreflexivos de gran parte de la opinión pública va tomando con el tiempo tanta aceptación que la destrucción gradual de las desigualdades naturales y legítimas se van tolerando o aceptando sin la más mínima reacción o indignación cívica. A medida que el rodillo compresor del igualitarismo se va tornando más pesado y destructivo, la sociedad acepta el igualitarismo como algo normal, aunque no lo sea. A modo de mero ejemplo cotidiano, es pacíficamente consentido tanto sea por la masa como por la “intelectualidad” el concepto del “impuesto a la riqueza” (lo que es algo así como una sanción al éxito comercial), o en otros campos (como el político) la absurda imposición del cupo mínimo de mujeres en una lista partidaria (tratando a la mujer de infradotada al presumir que no tiene capacidad de ganarse un espacio propio).
Para cerrar estas reflexiones, nada mejor que traer a comento aquella maravillosa sentencia de Pío XII emitida al Patriciado y a la Nobleza Romana en su memorable alocución en 1944:
“Las desigualdades sociales, también aquellas que están vinculadas al nacimiento, son inevitables; la benignidad de la Naturaleza y la bendición de Dios sobre la humanidad iluminan y protegen las cunas, las besan, pero no las igualan”.
La Prensa Popular | Edición 126 | Lunes 23 de Julio de 2012
Twitter: nickymarquez1
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