Es difícil, ante la variedad e intensidad de los conflictos sociales, ser optimista. Muchos compatriotas, muy a su pesar, temen que se agudicen, aún más, las tensiones y que así, otra vez, se repitan los violentos enfrentamientos del pasado, con su secuela de dolor y sangre.
Es también perceptible que el régimen persiste en su estrategia de avivar el enfrentamiento, como una forma de anular –represión de por medio– toda expresión opositora, y así acaparar el poder público, las instituciones nacionales, las fuentes de informaciones, en una suerte de monopolio de la acción política nacional.
Esta conducta oficial es prueba palmaria de que no se tolera –contraviniendo principios democráticos y la propia constitución nacional– ninguna actividad política diferente a la del neopopulismo imperante.
En septiembre del año pasado, ya hubo preocupantes signos de que se podía llegar a la tragedia; señales que ahora se repiten. “Predomina –dije entonces– en algunos círculos del poder oficial, la convicción de que la mayoría –que siempre es circunstancial– da carta blanca para imponerlo todo. Y lo que es más peligroso: se cree que es su derecho negar peticiones y demandas justas y, al final, reprimirlas por la fuerza” (El Deber. 28.09.2011).
A medida que crece la inconformidad ciudadana con la gestión gubernamental, se multiplican los conflictos y las demandas y peticiones, que son ignoradas por el régimen y, cuando parece que se salen de control, se sigue dos caminos: ofrecer diálogo –en el que pocos confían por malas experiencias– y, simultáneamente, reprimir a los que demandan lo que consideran justo.
Esta conducta tiene demasiados parecidos con la que practican los países del llamado “socialismo del siglo XXI”, es decir con la de los países dominados por el neopopulismo impulsado por el presidente venezolano Hugo Chávez. Cuando el descontento se advierte, y se hace evidente la disminución de apoyo ciudadano al régimen, en los oficialistas aparece una redoblada agresividad, tanto de palabra como de obra. Y, con la provocación, se induce a la violencia.
También hay otros malos ejemplos. “El gobierno de Cristina Fernández –escribe Federico Núñez Burgos en “El Tribuno” de Salta. 15.03. 2012– afronta una serie de conflictos en diferentes espacios, los que enfrenta repitiendo la estrategia del kirchnerismo: profundizarlos y generar, de ese modo, un espacio proclive a su superación, con ellos como actores claves en condiciones de definir la agenda pública”.
Con el aumento del número de demandas postergadas, seguidas de conflictos, se percibe que el oficialismo sienta que esté cerca de la llegada del principio del fin. Entonces cunde la desazón que desemboca en la diatriba y en la acusación de que está en marcha una subversión o un golpe de Estado. Luego, viene el llamado a sus huestes a la defensa del modelo, todo precedido por la amenaza. Finalmente, no estará ausente la represión violenta, la que daría la sensación de haber vencido y consolidado el “proceso de cambio”, la “revolución cultural”, el “socialismo del siglo XXI”, o lo que se quiera llamar.
Quizá no se tiene presente que "con las bayonetas –en este caso su equivalente es la represión policial y judicial– se puede hacer todo, menos una cosa: sentarse sobre ellas" (Charles M. de Talleyrand). Es una insensatez pretender la pervivencia ‘sine die’ de un régimen, sólo con el respaldo de la fuerza, de la violencia o de la imposición. La historia muestra que no hay futuro en ello.
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