Las estrategias guardan siempre relación con las circunstancias. No es posible (o al menos no es conveniente) preguntarse cómo lograr determinado propósito y elaborar un plan a ese efecto, sin antes echar un vistazo al contexto.
Las épocas en que se creía casi religiosamente en el socialismo como el inevitable “fin de la historia”, una suerte de profecía que convenció a millones de hombres de que debían acelerar con su accionar los ineludibles sucesos históricos matando y muriendo por el ideal, son parte del pasado. Los ideólogos de aquellos tiempos pensaron y propusieron diversas estrategias para hacer realidad sus prédicas, todas las cuales tenían como común denominador el uso de la violencia. Se trataba, pues, de los años de guerra fría, dictaduras y revoluciones.
Las cosas en el nuevo siglo cambiaron significativamente: el fin del orden bipolar, la expansión de la globalización, la revolución de las comunicaciones, marcaron una nueva era en la que las viejas estrategias colectivistas no tienen cabida. Resulta poco probable hoy, por ejemplo, que una revolución triunfe aplicando las ideas foquistas y, de hecho, las guerrillas que aún sobreviven como las FARC son movidas más por fines comerciales (narcotráfico) que ideológicos. Esto, sin embargo, no quiere decir que el “fin de la historia” sea la libertad del individuo, como interpretó erradamente Francis Fukuyama tras la implosión comunista. Tampoco significa que la dicotomía individuo – colectivo, libertad – servidumbre, haya quedado sepultada: la disyuntiva está más viva que nunca, sólo que otras son las estrategias que hoy sacan de la manga los enemigos de la libertad.
Podría sostenerse, en efecto, que lo que antes se intentaba era la destrucción física o el sometimiento coactivo; lo que ahora se intenta es la destrucción moral y el consiguiente sometimiento “voluntario”. Lo que antes se conseguía era colocar cadenas al hombre; lo que hoy se consigue es que el mismo pida al Estado que se las coloque. Gramsci fue, en este sentido, un adelantado para su tiempo, pues comprendió que el triunfo del colectivismo sería resultado de una modificación del orden cultural y educativo, es decir, moral. El poder ya no brotaba de la boca del fusil como señalaba Mao, sino de la corrupción moral.
La corrupción del hombre se transformó así en la nueva de dominación. ¿Pero cómo se puede corromper a un hombre? Si existiera un recetario que indicara paso a paso cómo hacerlo, podría presentarse de la siguiente manera:
- Suprima la individualidad del hombre incrustándolo a presión en aquello que llamarás “sociedad”, y presenta la “sociedad” como una entidad metafísica distinta y superior al individuo. Así pues, dirás que “la quiere”, “la sociedad exige”, “el bien de la sociedad es”. El hombre estará desconcertado, sentirá que “sociedad” es todos menos él, pero no advertirá que en realidad es ninguno excepto tú.
- Enseña al hombre que el interés es malvado; que la realización moral nada tiene que ver con sus deseos y aspiraciones personales; que para ser moral necesariamente debe salir perdiendo en de otros. Así podrás separar lo moral de lo práctico, y colocarás al hombre en una mortífera disyuntiva: ¿Se elige ser moral o se elige ser racional?
- Quiebra la independencia del hombre ligando su existencia al Estado, logrando que hasta los más minúsculos detalles de su vida pasen por éste. Dile que es demasiado bruto como para elegir su educación, y arma tú los planes de estudio como más te convenga; dile que es demasiado irresponsable como para prever su futuro, y quítale su dinero para administrarle tú mismo la jubilación (te harás de paso de una abultada caja para otros gastos); dile que es demasiado egoísta, y grava todos sus intercambios económicos. Hombres independientes es todo lo que no quieres.
- Predica el igualitarismo como el fin más bondadoso de tu sociedad: anula la diversidad, y anularás los incentivos para salirse de la media; anula las diferencias, y tendrás hombres hechos en serie, listos para servirte. No quieres hombres más exitosos y perfectos que tú. El truco está en eliminar la única igualdad legítima: la igualdad ante la ley, y podrás decir que los hombres deben igualarse no ante ella, sino a través de ella.
- Estropea la solidaridad humana diciendo que se trata de una cuestión de obligación más que de virtud, y como el hombre es “muy egoísta” para desprenderse de sus posesiones, quítaselas tú mismo: tendrás para dar algunas limosnas y quedarte con abultados vueltos. Nadie protestará, pues ya le has enseñado que ser moral no tiene nada que ver con sus deseos.
- Destruye los derechos individuales aseverando que no es el individuo sino el “grupo”, la “masa”, la “sociedad”, los que en rigor tienen derechos. Así nadie tendrá verdaderamente ningún derecho, excepto aquellos miembros de grupos afines a ti.
- Deifica el número, y podrás sostener que la verdad es una cuestión de estadística. De esta manera todos querrán pensar como lo hace la mayoría, y aquellos que se quieran apartar de la masa serán despreciados como “políticamente incorrectos”, “golpistas”, “destituyentes”, “fascistas”, o el calificativo que más te agrade.
- Hazle creer al hombre que existe un “bien común” que sólo tú puedes definir: nunca digas en qué consiste tal bien, sólo busca que se acepte irreflexivamente, casi como un acto de fe. Todo lo que hagas será reflejo de ese “bien común” y nadie se atreverá a pensar que su “bien individual” no tiene por qué ser sacrificado bajo tus caprichos; nadie osará en pensar tampoco que el verdadero “bien común” es una situación en la cual cada uno puede perseguir su “bien particular”.
Cuando usted ve que las libertades retroceden a pasos acelerados y las responsabilidades se devalúan cada día un poco más; cuando de repente en la cuenta de que trabaja gran parte de su vida para mantener un Estado que cada vez lo exprime más y reclama más y más de usted; cuando entiende que le es permitido tener propiedad pero no disponer de ella como desea; cuando comprende que ya no se colectivizan los medios de producción sino la producción misma; cuando escucha que la democracia ha triunfado en el, pero advierte que muchos lo único que tienen de democrático es su origen pues ejercen el poder de modo dictatorial, lo que subyace a todo ello, es un retroceso de la moral: es la corrupción del hombre.
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