lunes, 18 de junio de 2012

RICARDO COMBELLAS, TODOS SOMOS LIBERALES

Dos experiencias motivan este artículo: la primera vinculada a un curso de doctorado que en su momento dicté en la Universidad Simón Bolívar. 

Una irreverente alumna comprometida con el régimen, rebatió un argumento señalándome: nuestra diferencia fundamental está profesor en que usted es liberal y yo no; la segunda está relacionada con una entrevista que por televisión concedió recientemente el presidente de Uruguay, Pepe Mujica. 

Con  sabiduría y respaldado por el rico andar de su larga y agitada vida, Mujica destacaba la relevancia de la tradición liberal, independientemente de su genuina formación socialista. Confieso que  la aseveración estudiantil   movió el piso de mis ideas y creencias. Nunca me he sentido liberal y siempre me he  identificado con las ideologías con fuerte contenido social, y por su supremo valor, que no es otro que la justicia social. En suma, en ese momento mi mente rechazó acrítica y contundentemente  el reproche de ser liberal. Después de varios años y oyendo a Mujica medité críticamente y sin prejuicios  una visión diferente que estampo a continuación.


En primer lugar, como se sabe, el liberalismo es la primera ideología moderna, cocinada a través de un largo proceso (que por cierto no ha cesado todavía), cuyos orígenes se remontan en Europa (principalmente en Inglaterra, pero también en Francia y Alemania) a mediados del siglo XVIII, pues nace unido a ese portentoso movimiento de ideas que identificamos como Ilustración. El liberalismo desde sus inicios tendrá una ventaja sobre la gran ideología contrapuesta, el socialismo, pues mientras ésta fue al poco tiempo de su desarrollo maniatada y convertida en ortodoxia por el marxismo, aquella permaneció libre de ataduras, por lo cual hoy es más justo hablar de liberalismos que de liberalismo. Hay en efecto liberalismos de liberalismos: conservadores y progresistas, sociológicos y económicos, individualistas y abiertos a lo social, respetuosos del Estado, a lo más un mal necesario, hasta anarquistas, en fin  liberalismos, como enfatiza John Gray, que insisten en la tolerancia como una forma ideal de vida y liberalismos que destacan el compromiso de paz entre diferentes modos de vida.

El único intento serio con pretensiones de maniatar y absorber el liberalismo en una única visión ha sido el neoliberalismo, y ha estado cerca, aunque afortunadamente no lo ha logrado todavía, de conseguirlo. 

Cuando hablamos de neoliberalismo, para que el lector no se confunda, nos referimos a esa  corriente del liberalismo surgida en torno a sus dos grandes gurús,  Friedrich Hayek y Milton Friedman, y que tuvo en las reuniones de Mont Pélerin, en Suiza, a partir del año 1947 su punto de partida y de definición de sus líneas fundamentales. Y no sólo me refiero a ello por  su rabiosa oposición al Estado de bienestar, recién nacido en Europa de las cenizas de la guerra, tanto como al New Deal norteamericano, sino principalmente por la fisura que introdujo en el liberalismo, al separar el liberalismo político y el liberalismo económico, haciendo de éste su niña mimada bajo el sacrosanto principio del libre mercado. 

Al desvalorizar el liberalismo político, unido a la idea de libertad como libertad de la opresión política y la defensa irrestricta del ideario democrático, y su expresión garantista en el Estado constitucional democrático moderno, el neoliberalismo abrió las puertas al autoritarismo e intentó cerrarlas a los legítimos anhelos de justicia y libertad que hoy acompañan las luchas de los excluidos, los marginados y los indignados, en todas las latitudes del planeta.

El liberalismo político, entrelazado desde sus orígenes con las grandes declaraciones de derechos, punto de partida indiscutible de la doctrina  de los derechos humanos, y su expresión en lo que Bobbio calificó como las grandes libertades de los modernos: la libertad personal, de manifestación del pensamiento, de reunión y de asociación, constituye un tesoro de incalculable valor con el cual  se identifican todas las ideologías progresistas de la modernidad. Sin ellas la conquista de la libertad política, el derecho ciudadano de participar directamente o por medio de representantes elegidos en las decisiones colectivas hubiese resultado imposible 

Es en sentido que todos somos liberales, orgullosamente liberales, independientemente de que comulguemos con disímiles ideas de avanzada social, por la sencilla razón de que no hay libertad social que valga si no es garantizada por esas libertades fundamentales que el liberalismo tanto ayudó en construir.

ricardojcombellas@gmail.com

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