Juan Rabipelado había bajado de
la montaña al ocultarse el sol, pues es de hábitos nocturnos y solía cazar a
orillas de carretera hasta conseguir una gallina, un pavo, un pollito o una
codorniz dormitada, pero camina que camina y no conseguía nada: Ni siquiera un
gallinero vertical atravesado. Su mamá siempre le decía que era muy lento para
cazar y tenía que “ponerse las pilas”, pero la cosa estaba bien fea, pues
tampoco el olor a corral le llegaba en 1000 kilómetros a la redonda.
Un ingeniero que trabaja para el gobierno, con
deficiencias de formación en cultura general y que rondaba por esos caminos, lo
confundía con un enorme roedor, pero en realidad era un marsupial del género
Didelphys, de manera que huía rápidamente cuando veía la camioneta de
Corpoelec, sin embargo sus congéneres eran víctimas de los “tira piedras”
desaforados que trabajan en la empresa eléctrica y terminaban con una pedrada
en la cabeza, un mal día.
Aquel día, Juancito buscaba qué
comer sin éxito y nunca se hubiese imaginado, que la vida estuviese tan dura en
el pie de monte que se abría a la sabana. Si le hubiesen advertido que se
quedara en su territorio para sobrevivir, porque abajo no se conseguiría
comida, otro gallo cantaría, pero la ignorancia es una cosa muy seria. Toda la
sabana era terreno baldío que otrora eran sembradíos, cuidados por campesinos, pisatarios, dueños de parcelas
con sus gallinitas en el patio, y
pollitos despistados picoteando como jugando con la tierra; pero en los
últimos 14 años lo que se encontraba era monte; cadillo de perro como arroz y
toda clase de matorrales desagradables al gusto, que no comería nunca, así lo
obligaran como cuando de niño,- a uno-, la mamá le amenazaba con voltearle la
quijada, si no se tomaba la avena o el atol.
Al principio toleraba la
hambruna, pero cerca de la medianoche
las tripas le comenzaron a sonar como si tuviera una licuadora con
tomates y cebollas mezclándose vertiginosamente en un vaso con una centrifuga adentro.
Fue María La Iguana-que es un lagarto arborícola-, quien le dijo que “en casi
todo el Estado, era muy difícil conseguir aves de corral; pues estos eran
importados del Brasil, Argentina o Nicaragua y llegaban refrigerados en grandes
barcos por el puerto de La Guaira; de tal manera, que le recomendaba cambiar la
dieta, porque se quedaría en el puro hueso”.
-¿Y qué voy a comer, señora
María?-preguntó Juancito con signos evidentes de desesperación-
-Pues, tendrás que comer algún
pajarraco silvestre, que al gobierno no le interese y no implemente ninguna
política agroalimentaria, mijo. Como por ejemplo zamuros, garzas, pajaritos,
guacharacas, guácharos, gavilanes, etc. Porque te digo -decía la señora Iguana-
que el gobierno donde mete la nariz todo lo destruye, como si fuera una
maldición china.
-Ah caramba-exclamó Juancito-,
entonces, tendré que trepar árboles, palos y ramas para intentar cazar esos
bichos.
A golpe de tres de la mañana
Juancito entró en un ataque de hambre tan complejo que peleaba hasta con su
propia sombra, con una mirada de loco que daba miedo, botando baba y espuma por
el hocico y terminó mordisqueando un duro y grueso cable eléctrico -como si
fuera un vulgar roedor desquiciado- que le dio un corrientazo tan feo que
Juancito quedó tieso y quemado, dejando sin luz a cuatro estados con una
población de 5 millones de personas por treinta días con sus noches.
luisrapozo@yahoo.es
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