Resulta complejo abordar el
tema de un eventual aprendizaje de la
felicidad. En primer lugar, la
posibilidad de entrenarse para alcanzar ese
estado de bienestar anhelado por todos
suena poco menos que quimérica.
En segundo lugar, conviene
plantearse si es lícito o conveniente emprender
una acción educativa orientada en
este sentido. En un contexto en el que
propugnamos la solidaridad, clamamos por
sensibilizar a unas personas hacia las carencias y necesidades de otras, nos
enrolamos en batallas ecologistas y abogamos por los derechos de los animales,
pareciera inadecuado y egoísta dirigir
la mirada hacia la propia satisfacción. Pero no es un asunto de simple
hedonismo: se trata de favorecer una
relación equilibrada del individuo con su ambiente en la que se alcance la
autorrealización y se contribuya al crecimiento de aquellos que están en el entorno. Hasta San Francisco de Sales proclamaba:
"Un santo triste es un triste santo".
Para que tuviera lugar una
práctica educativa de esta naturaleza, tendrían que concurrir tres condiciones:
una noción holística del individuo, en la que
no se privilegien los factores físicos con respecto a los psicológicos;
un pensamiento pedagógico que, en consonancia con esa visión holística del
individuo, estimulara una higiene tanto del cuerpo como de la psique y,
finalmente, una visión profiláctica de la psicología como ciencia que promueve
el bienestar de la persona, potenciando sus fortalezas y fomentando
comportamientos que garanticen una buena calidad de vida.
Dentro de esta concepción se
enmarca la Psicología Positiva, cuyo principal exponente es Martín Seligman, profesor en la
Universidad de Pennsylvania. Durante
años él y sus discípulos se han dedicado a estudiar las variables que inciden
en el mayor o menor grado de satisfacción de las personas. En contra de lo que
pudiera pensarse, y salvo en casos
específicos, el dinero no ha resultado ser de los factores más influyentes en
este asunto, como tampoco lo es la
salud.
Parecen encabezar la lista, en
cambio, la gratitud, la actividad filantrópica y el trabajar en campos que nos
gustan y en los que podemos alcanzar un buen nivel de desempeño. En todo caso,
lo que está claro es que sí es posible
cultivar actitudes y actividades que contribuyan a hacernos más felices.
Por añadidura, la Psicología
Positiva hace uso de categorías asociadas a valores que se han trabajado
tradicionalmente en la escuela, como el perdón y el agradecimiento, pero con
una innovación: apreciar las actividades placenteras, tradicionalmente
consideradas "improductivas" en un contexto utilitarista.
El uso que la educación haga de los hallazgos
realizados en este campo puede tener repercusiones a varios niveles. En una dimensión
laboral y organizacional, puede generar profesionales más efectivos y
satisfechos mediante una adecuada
orientación vocacional que identifique las fortalezas y preferencias de
los estudiantes. En el ámbito colectivo,
la promoción de valores como el altruismo o la colaboración puede
redundar en una efectiva cooperación y
en el desarrollo de la conciencia social, así como el desplazamiento de la
atención desde el "tener" hacia el "hacer" debería moderar
el consumismo al disolver el vínculo que
tradicionalmente asocia la felicidad a la posesión de bienes. Pero, más aún, en
la esfera de lo individual, la Psicología Positiva habilita al individuo para
sobreponerse a los contratiempos que inevitablemente habrá de encarar a lo
largo de su vida, estimulando el perdón y la resiliencia, capacidad para hacer frente a las adversidades superándolas y saliendo fortalecidos por
ellas. (Grotberg, 1995).
La escuela debería ser pues,
por antonomasia, el lugar en el que se hiciera uso de estos saberes, y donde se
facultara a la persona para identificar y potenciar sus habilidades, velando
por su propio bienestar en la relación con su entorno y con sus semejantes. ¿O
acaso no es éste un fin plausible de la Educación?
linda.dambrosiom@gmail.com
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