Cuando el asesino de Siria,
Bashar Al Assad, se compara con un cirujano que opera a su nación, y uno ve las
fotografías de los cadáveres de esos niños de Hula, es imposible contener una
maldición.
Un informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reveló múltiples casos en que niños sirios acusan a tropas del Ejército de haberlos utilizado como escudos humanos. |
Hay que ser malvado o ideológicamente desquiciado o lacayo de
autocracia, para no sentir indignación moral frente a la horrenda masacre. Más
horrenda todavía cuando uno sabe que esos crímenes son cometidos bajo la impunidad
que otorgan otras dictaduras, e incluso democracias mal constituidas; y de esas
no hay pocas en América Latina.
¿Cómo no maldecir a los
gobiernos de China y Rusia cuando impiden actuar a la ONU en defensa de la
población civil siria? Así, al fin, uno tiene que rendirse a la evidencia: Este
mundo no es democrático.
No podemos exigir a un perro
que cuide las salchichas. Tampoco podemos exigir a las dictaduras que condenen
a gobiernos cuando patean derechos humanos. Tanto el perro como las dictaduras
actúan de acuerdo a su naturaleza.
Pero sí podemos, más aún, debemos, exigir a
naciones democráticas y a las que crean serlo, una postura más firme frente a
atrocidades cometidas en países como Siria. Que no sea así, indica que muchos
gobiernos no han captado que una de las principales contradicciones que cruza
al planeta es la de democracia contra dictadura.
O mejor dicho: casi todas las
naciones democráticas viven esa contradicción de un modo interno, pero pocas la
asumen de un modo externo. Y eso es grave. La paz mundial sólo puede estar
asegurada por democracias; jamás por dictaduras. El hecho de que hasta ahora
nunca ha habido una guerra entre naciones democráticas dista de ser casualidad.
La revolución democrática
iniciada en los Estados Unidos y Francia en el siglo diecinueve ha logrado
avances, no hay dudas. La derrota de la Alemania nazi, el declive de las
dictaduras latinoamericanas, las revoluciones anti-totalitarias de Europa del
Este, y las antidictatoriales que hoy están teniendo lugar en el mundo árabe,
así lo demuestran.
Desde un punto de vista
cualitativo, la declaración universal de los Derechos Humanos ha impuesto su
hegemonía mundial. Sin embargo, desde uno cuantitativo las democracias no han
logrado –todavía estamos lejos– la victoria final. Más del sesenta por ciento
de las naciones que constituyen las Naciones Unidas no son democráticas. De ahí
que no podemos extrañarnos si personajes como Assad gozan de protección
internacional.
China y Rusia –digámoslo de una
vez- se han constituido en protectores de tiranos asesinos. Sin embargo, China
y Rusia son diferentes.
China, cuya potencialidad
económica cautiva el corazón de tantos tecnócratas occidentales, ha demostrado,
en contra de la tesis liberal y marxista, que la evolución política no está
determinada por el desarrollo económico. Eso significa que una economía
capitalista puede funcionar perfectamente bajo un estado socialista, nazi,
fascista, autocrático, democrático, e incluso –es la innovación china–
neoconfuciano.
Sin embargo, China no viola los
derechos humanos en su país pues esos derechos nunca los ha conocido. Distinto
es el caso de Rusia.
La Rusia de Putin no es, por
cierto, el mejor ejemplo de una nación democrática. La represión a todo lo que
sea oposición es en Rusia tan brutal como en China. Pero -y ahí reside la
diferencia- la república rusa de Putin
surgió de una revolución democrática: de una tan profunda como fue la francesa
anti-absolutista del siglo XlX.
La comparación entre la Francia
de 1789 y la Rusia de 1989 no es del todo errada. Quizás bajo Putin la
revolución democrática rusa está viviendo su “momento napoleónico”, es decir,
así como Napoleón, en nombre de la revolución restauró el poder absoluto, pero
sobre la base de un Código Civil, Putin, en nombre de la democracia está
restaurando la estructura del poder soviético, pero sobre la base de una
constitución liberal. Sin embargo, cuidado con las analogías: las diferencias
también son notables.
Mientras la Francia
revolucionaria nació cercada por estados absolutistas, la Rusia post-comunista
emergió en un espacio democrático. Eso significa que una Rusia democrática
nunca ha estado ni estará aislada, como ocurrió con la Francia revolucionaria.
Todo lo contrario: los principios que dieron origen a la revolución
anti-totalitaria rusa fueron esencialmente europeos. En cierto modo la iniciada
por Gorbachov fue la continuación de la revolución francesa de 1789, pero en
1989.
Sin la visión de una Rusia
europea, republicana y democrática a la vez, Gorbachov no habría dado ese paso
que a partir de la Perestroika llevó a la liberación de Europa del Este.
De ahí
que la responsabilidad de los gobernantes europeos sea hoy más grande que
nunca. Son ellos y no el gobierno norteamericano los llamados a ejercer presión
para que Putin no abandone del todo esos principios que heredó de Gorbachov y
del primer Jelzin.
Son esos gobiernos los que deben convencer a Rusia de que su
grandeza nunca será obtenida apoyando a sangrientas dictaduras, como la de
Siria.
Pero eso lo pueden lograr no con concesiones, sino asumiendo el legado
de la revolución democrática de la cual proviene la Europa de hoy. O dicho así:
liberar a Rusia de sus relaciones con Al Assad, pasa por la caída del tirano.
Hay gobiernos europeos que, pese a la gran depresión económica en que están
sumidos, así lo están entendiendo.
Este mundo no es democrático
pero la democracia sigue avanzando. Ello no ocurre verticalmente sino -para
decirlo con los términos de Leo Trotsky cuando imaginó el curso de la
revolución socialista mundial– de un modo “desigual y combinado”. Una vez surge
allí; otra vez aparece allá, y mezclándose con movimientos populistas, restos
monárquicos, confesiones religiosas, siempre impura, nunca perfecta, sigue
avanzando. Y hasta ahora nada ni nadie la ha podido parar.
fernando.mires@uni-oldenburg.de
mires.fernando5@googlemail.com
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