En un artículo reciente, titulado ¿Por qué Grecia?, Mario Vargas
Llosa vinculó la actual situación de ese país con su pasado, recordando la
contribución griega a la civilización occidental. El escritor destacó el aporte
de los griegos durante los cien años de florecimiento creador conocidos como el
siglo de Pericles, mencionando, entre otras figuras de la antigüedad griega, a
Tucídides. El propósito de su artículo fue promover la permanencia de Grecia en
la Unión Europea, y sostener que “Grecia es el símbolo de Europa y los símbolos
no pueden desaparecer sin que lo que ellos encarnan se desmorone”.
Vargas Llosa pasó por alto un punto fundamental: Lo que narró
Tucídides en su monumental Historia de la guerra del Peloponeso fue
precisamente el devastador conflicto de tres décadas que acabó con buena parte
de lo construido durante el siglo de Pericles, incluida la propia democracia
ateniense, abriendo las puertas a tiempos de decadencia. El caos de esa guerra
tuvo sus raíces en la miopía y arrogancia de las élites políticas atenienses,
que terminaron por hundirse arrastrando consigo una era de progreso y libertad.
Lo anterior viene a cuento pues lo que hoy contemplamos en
Europa, en medio de un desconcierto creciente, es un proceso de desintegración
que se aproxima a un desenlace casi inexorable, empujado por la ceguera de
élites que se aferran a un sueño fracasado y se niegan a reconocerlo. El sueño
se llama el Euro y el autoengaño se centra en la incapacidad para admitir un
error fatal.
La agonía europea demuestra que aseverar, como lo hacen tantos
demagogos, que “el Euro es irreversible” es una fatua pretensión, que pone de
manifiesto ignorancia de la historia e inconcebible soberbia. No hay nada
irreversible en los asuntos humanos. El Imperio Romano duró siglos pero fue
“reversible”, así como el reinado de los faraones y de los Zares. Es absurdo
hacer afirmaciones como “la revolución es irreversible”; hasta la rusa lo fue,
y la china, y lo será la cubana, e igualmente el esperpento de “revolución”
venezolana.
Lo que hace particularmente trágico el caso europeo es que el
coro demagógico siga exigiendo a Alemania, que está también expuesta con
millardos de Euros al contagio de la crisis, millardos aportados a los fondos
de ayuda de los países más enfermos, que se eche encima las deudas de los pantanos insondables en que se han
convertido las economías de naciones como Grecia, España, Italia y Portugal,
entre otras. Una Europa asfixiada por su frivolidad e imprevisión se ahoga en
deudas impagables, e intenta responsabilizar a una Alemania que no escapa a una
situación que ya no tiene remedio en el marco del sueño y que empeora con el
paso del tiempo. En medio de la farsa, la primera acción de Francois Hollande
ha sido revertir la única reforma positiva de Sarkozy, y establecer de nuevo la
edad de jubilación en Francia en 60 en lugar de 62 años. Quiere además seguir
“creciendo” con más deudas. ¡Y aun así espera que los alemanes le financien!
Este espectáculo insensato tiene paralelos en el transcurso
histórico, pero hoy, debido a la interconexión de las economías, amenaza con
reventar la represa y provocar una inundación global. Una salida futura a la
crisis exigirá corregir los principios y prácticas de los anacrónicos Estados
de Bienestar socialdemócratas, cuya obvia bancarrota ya no puede ocultarse,
para restaurar la economía sobre bases de equilibrio que detengan el ciclo
infernal del endeudamiento. Ello implicará una todavía mayor reducción de los
niveles de vida en buena parte del mundo.
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