A los profesores se les imputa, de acuerdo
con los nuevos enfoques, el pobre aprendizaje de los alumnos. En el proceso
educativo actual parece haber una confusión de términos. Enseñar es una cosa;
aprender es otra. Aprender para un examen puede ser fácil: basta someter la
memoria a un pequeño esfuerzo.
Aprender para siempre, algo que se busca a
tontas y a locas, no tiene mucho sentido; tal vez lo mejor sea aprender a
desaprender, ya que día por día aparecen nuevas inquietudes y conjeturas, a las
cuales hay que aproximarse con el espíritu abierto, sin prejuicios ni dogmas.
Una cosa es enseñar a los niños, en cuyo caso
al maestro le cabe toda la responsabilidad, y otra cosa, bien distinta, es
orientar a estudiantes universitarios a la cristalización de su vocación, o
inducirlos a un mayor nivel de dificultad en la comprensión de la cultura y de
las ciencias.
Sea cual fuere, al fin y al cabo, el orden
cierto de la ecuación, a la larga es el profesor el que enseña y el alumno el
que aprende, y en medio de esa afirmación en apariencia banal subsiste una
innominada constelación de matices que hacen casi imposible una medición
acertada de todas las variables que allí entran en juego.
Primero habría que tener en cuenta la calidad
del profesor. No da igual saber algo que saber transmitirlo. Muchos profesores
fracasan porque tienen una dicción pobre, porque son poco recursivos al exponer
temas complejos o porque no tienen capacidad docente.
Un conferencista monótono, sin gracia, no
suscita ningún interés por parte del auditorio y, obviamente, no suscita ningún
interés por el tema tratado. En estos casos es probable que no se dé el
fenómeno de la enseñanza ni del aprendizaje.
Por estos días, a propósito de estos
galimatías, interrogaban al escritor Germán Espinosa sobre cuál debería ser el
mejor consejo para los jóvenes que aspiran a ser escritores. Su respuesta fue
brevísima y tajante: leer mucho. Para Espinosa, en relación con ese cometido,
no sirven las facultades de letras ni los talleres de literatura.
El que quiera ser escritor debe leer mucho
más de lo que escribe. Pero además debe tener talento, y disciplina, y la
modestia suficiente para saber que no se escribe para ganar premios.
Esa respuesta, por lo escueta y simple,
generaría una batahola de críticas en un Consejo Académico de cualquier
universidad, donde la retórica tiende a hacer su agosto. Pero es verdad. La
única manera de aprender a escribir es leyendo. Pero no leyendo cualquier cosa.
Lo claro y definitivo de una respuesta tan
radical, que es compartida por quienes se han hecho escritores de verdad en el
laboratorio de la vida y en infinitas horas de lectura, es el componente
autodidacta que encierra.
Y es lo que quiero decir y concluir: todo
aprendizaje requiere de una entrega constante, con los sentidos propios bien
dispuestos, porque nadie le puede transferir a otro su imaginación, su
flexibilidad mental o su experiencia. Lo que se evalúa en los alumnos no es lo
que el profesor les enseña, que es una cuestión genérica, sino lo que ellos
aprenden, que es un asunto personal y concreto.
Así como en el fútbol quienes compiten y
ganan son los jugadores y no el entrenador, que sólo les dice dónde deben estar
parados, del mismo modo en la vida académica quienes ostentan las medallas y
los títulos son los estudiantes y no sus profesores, que a duras penas les
ayudan a resolver algunas dudas.
El segundo punto a tener en cuenta es la
calidad del estudiante. No es lo mismo un estudiante entusiasta, inquisitivo y
despierto, que uno remolón, parco y holgazán. Cuando los estudiantes tienen una
buena disposición de ánimo, cuando llegan a sumergirse en los libros y las
revistas con la decisión de un nadador de alta competencia, y todo eso lo hacen
con un sano sentido crítico, nada es más estimulante para el profesor.
Pero si llegan por inercia, sin vocación
definida, sin haber leído jamás un libro, ni siquiera la basura de moda, con
una pésima ortografía, sin saber nada del mundo real ni de su historia, y menos
del significado de la ciencia y las humanidades, ¿qué se puede esperar? Sin
duda, muy poco.
La universidad no es el lugar para enseñar a
leer y escribir; tampoco es el lugar para ir a tomar molido, en cucharaditas
que eviten una mala digestión, el alimento del conocimiento. Esta institución,
secularmente venerable, no debe ser un lugar de paseo ni de jolgorio. Mucho de
la severidad y el silencio medieval está faltando en los claustros
universitarios venezolanos actuales, en
los que se enseña lo que se puede y parece que no se aprende casi nada.
britozenair@gmail.com
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