viernes, 11 de mayo de 2012

CARLOS SCHULMAISTER, ¿A DÓNDE MARCHA LA HUMANIDAD?


La mayoría de las naciones y estados actuales no poseen hoy sistemas sociopolíticos claramente definidos en base al tradicional esquema de izquierdas y derechas del siglo XX, ya agotado, inane y fracasado para los supuestos fines que aquellas declamaran y persiguieran por entonces, sino que expresan sincretismos ideológicos y políticos diversos a través de un nuevo populismo, tal como se observa crecientemente no sólo en América latina sino en casi todos los continentes.

Aquellos viejos esquemas constituían expresiones del pensamiento colectivista cuyas raíces pueden hallarse ya en la Antigüedad, antes y después de Cristo, hasta llegar a la Modernidad y especialmente al racionalismo dieciochesco en el cual abrevarían, a favor o en contra, todas las vertientes ideológico-políticas que hemos conocido a partir de entonces.

Más allá de la historia de las ideas todo colectivismo social real expresa tácita y explícitamente la asociación de lo humano y lo material mediante magnitudes crecientes y dinámicas, por lo cual los procesos históricos de este carácter nunca están acabados sino en tránsito a configuraciones sociopolíticas mayores o de magnitudes superiores que los habrán de contener.

Desde el inicio de la civilización agraria todos los procesos históricos representaron procesos de expansión constante de las estructuras sociales.

El espacio es, pues, el correlato imprescindible del colectivismo, entendido más allá de los derechos humanos individuales y colectivos. El espacio personal, el espacio colectivo, el espacio geográfico y el cultural constituyen configuraciones variables pero omnipresentes en los fenómenos y concepciones colectivistas.

Si bien los debates suscitados en la filosofía, la política y la economía han sido numerosos no existe una respuesta unívoca a los problemas que suponen tanto el colectivismo como el individualismo.

Es evidente que la soberanía se encarna primeramente en el individuo, o sea en un espacio personal menor que se correlaciona con otros espacios similares a proporción de las circunstancias individuales, familiares, tribales, etc. Y de allí surgen luego colectivos y espacios de mayor amplitud que van conteniendo a los anteriores en desmedro creciente de la soberanía individual, la cual es transferida de hecho y de derecho a individuos particulares que actúan en nombre del colectivo.

Con todo, llega un momento en que la representación soberana de los colectivos se desprende de los individuos que la componen, o sea de los que la delegan. A partir de ese momento la soberanía del colectivo es representada mediante un artificio  simbólico.

Ergo, la supuesta soberanía del colectivo se connota jerárquicamente respecto a la del individuo; es decir, el poder colectivo se impone de hecho y de derecho sobre el individuo, sobre cada individuo, en función de su magnitud superior… atendiendo al número, a la cantidad de individuos que lo integran.

Vale esta última aclaración porque existe una magnitud cuya atribución al colectivo como ínsitamente natural es muy discutible. Me refiero a la superioridad moral, la que únicamente se puede encarnar realmente en individuos históricos, es decir, sujetos a la evolución y al progreso histórico y por tanto autónomos, es decir, personas, y jamás robots domesticados.

Toda supuesta alma colectiva es simplemente una metáfora literaria o religiosa para designar un inexistente sujeto colectivo moral.

De modo que mientras lo individual permanece acotado a la unidad, al hombre individual, fuera del cual no existe lógicamente unidad, lo colectivo varía solamente en cuanto a que de una cantidad determinada de componentes individuales se desprende (metafóricamente) un poder o soberanía individual cuya agregación en los representantes del colectivo les confiere una fuerza o poder práctico que individualmente no poseen.

Esa suerte de hipóstasis (ámbito de creencias) entre lo individual y lo colectivo no es un fenómeno, o sea algo que realmente se produce de hecho, sino una ficción creada mediante dispositivos formales inventados para apropiarse y disponer de aquel poder supuestamente presente en lo colectivo. Tal es, entre otros, una doctrina social, un mecanismo de selección de representantes, un criterio de garantía de la misma (por ejemplo, el principio de la mayoría y el supuesto de su supremacía moral).

Lo cierto es que la supuesta encarnación de una conciencia o de un alma en un colectivo humano, con lo que ello significa a tenor de los términos utilizados, es una falacia desde todo punto de vista pues los colectivos de los que estamos hablando, o sea los del sistema político actual, constituyen una apropiación  más que una transferencia de poderes. Poderes pequeños pero genuinos originados en la autonomía de la persona (sólo el individuo puede serlo) a una o varias personas en relación con la función que ejercen por delegación.

Y la administración de esas magnitudes agregadas de poder (el poder es uno solo pero puede ser analizado desde ópticas varias) la ejerce de hecho –y de derecho- otro individuo, es decir, otra subjetividad, bajo la ficción de que lo hace a nombre de la totalidad de individuos, aquellos que suelen ser llamados “el Pueblo”.

En los hechos, los colectivos políticos estatales no reservan por lo general garantías ni mecanismos de revisión ni de retroversión reales de la soberanía delegada por los individuos, salvo nuevas metáforas como por ejemplo la supuesta por los organismos de control a nombre del Pueblo. Entendiendo aquí este término, con su grafía de nombre y sustantivo propio, como la suma de los individuos más su supuesta alma o conciencia totalizadora.

Ocurre que la relación individuo-colectivo expresa una contradicción real que históricamente se resuelve mediante la concentración y acaparamiento crecientes y constantes del poder colectivo por ciertos individuos.

Ello es así inexorablemente, so riesgo de desaparición del poder mismo y de sus frutos y realizaciones para beneficio de todos, o de ciertas parcialidades hasta incluir los propios individuos.

Ello revela que el poder no admite divisiones, salvo las meramente prácticas que no ponen en peligro su ejercicio por los detentadores monopólicos o con aspiraciones a serlo.

De modo que la concentración del poder puede ser analizada como una ventaja desde un determinado punto de vista, por ejemplo atendiendo a la eficiencia y la eficacia o efectividad de su ejercicio, tal como lo demuestran las crecientes escalas del poder desde los tiempos de la Segunda Revolución Industrial.

No obstante, toda contradicción resuelta de determinada manera engendra otras contradicciones derivadas de esa particular forma de resolución. Así, la escala o magnitud de la concentración del poder de que se trate puede llegar a constituir un aparato muy pesado y con poca flexibilidad para experimentar correcciones y adaptaciones en la realidad. Es lo que alguna vez se advirtió que sucedería con las cajas de jubilación privadas difundidas en la década de 1990, en la medida que su crecimiento se produjera con la velocidad y la capacidad de acumulación que por entonces se preveía.

De hecho, todos los problemas expresan contradicciones y éstas se resuelven mediante mecanismos correctivos que introducen variables de ajustes, o bien no se resuelven inmediatamente sino mediante procesos más o menos disruptivos a través de las llamadas crisis, es decir, produciendo situaciones de ruptura en las que los mecanismos precedentes ya no permiten dar respuestas eficaces a los mismos problemas.

Lo que llevamos dicho nos pone en la situación de admitir la existencia de fenómenos de competencia constante entre poderes múltiples atenidos a las condiciones de sus respectivos espacios geográficos, nacionalidades, confesiones religiosas o campos productivos.

Teniendo en cuenta el progreso sostenido experimentado por el género humano, es decir, por la inteligencia humana sobre las condiciones materiales y naturales de su existencia bien podemos reconocer sin problemas que el sistema colectivo mundial es simultáneamente competitivo entre sus partes, a la vez que éstas son interdependientes. Y que esta interdependencia ha sido así aun en los tiempos de los enfrentamientos de los bloques capitalista y socialista del siglo XX. Y que probablemente continúe siéndolo, por lo menos hasta cierto grado.

En consecuencia, todo ordenamiento entre las partes, en tiempo y espacio, expresa no situaciones estáticas sino enfoques de un proceso indetenible de lucha. Lucha que bajo ciertas condiciones conducirá algún día a un estado de concentración absoluta de todo el poder no ya en pocas manos y cabezas sino en una sola.

En ese momento, las doctrinas y las teorías políticas, junto con los dogmas políticos, ideológicos y religiosos habrán cambiado tantas veces como haya sido necesario para justificar el último ordenamiento mundial.

Pero, como ya hemos dicho, un sistema de tales características habrá de tornarse, más tarde o más temprano, en un sistema con problemas. Si -como es de suponer- el espacio geográfico que éste implique ha de abarcar probablemente todo el planeta Tierra, y el espacio cultural ha de expresar un nuevo sincretismo cultural, en el sentido lato del término cultura, no quedarán ya nuevas variables de ajuste disponibles, a menos que éstas se busquen fuera del planeta, o que si esto no es posible las que se empleen lo hagan a costa de ciertas conquistas de la civilización respecto de la condición humana.

Este último camino no habrá de ser, seguramente, una alternativa ante una nueva expansión para entonces interplanetaria, sino un rasgo predominante de la civilización, al punto de poder llamar con este término a un estado habitual cada vez más regresivo de la condición humana.

Habría que ver, entonces, cómo la razón explicará, llegado el caso, la parábola recorrida por la humanidad desde la hominización que hoy conocemos, y qué se ha de entender en esos momentos por condición humana.

carlos@schulmaister.com

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