La crónica crisis política que está planteada en
la Venezuela de este tiempo tiene, a mi manera de ver, una falla de origen que
presenta tres variantes fundamentales.
Todas son subsidiarias de la misma matriz: la
ruptura entre el texto legal que rige la vida de los venezolanos y los
verdaderos objetivos de este gobierno. El desmontaje progresivo de ciertos
objetivos democráticos por todos compartidos en beneficio de un inconfesado
marxismo tardío. La disonancia vigente entre las disposiciones constitucionales
y los objetivos revolucionarios. Tenemos un gobierno autodenominado
revolucionario que administra un estado que no lo es.
La génesis del problema data de los momentos
fundacionales: en los parpadeos iniciales el gobierno presentaba al mundo
únicamente una “revolución en democracia”. Un nuevo pacto de coexistencia, la
refundación de la república, el programa legal para regir los parámetros de la
vida ciudadana. En los estratos más duros de la oposición política existían
fundadas dudas de que aquella fuera una iniciativa sincera. Acosado por sus
adversarios, el chavismo sobrevivió a todas las crisis planteadas porque,
apoyado en la promesa básica de la Constitución, aseguraba tener un pacto
democrático con los sectores populares que las élites venezolana no le estaban
permitiendo cumplir. Todavía en 2004 el presidente Chávez intentaba tenderle
puentes a la administración Bush; no hablaba de socialismo y se autoafirmaba,
si bien “revolucionario”, tan sólo “nacionalista y democrático”.
Todas las imposturas oficialistas del gobierno
quedaron por completo desenmascaradas en 2007, la segunda parada de la crisis,
el año en el cual queda clausurada Radio Caracas Televisión y se le tiende a la
opinión pública la celada de la propuesta de Reforma Constitucional.
Una iniciativa que traía consigo el
fortalecimiento de la burocracia en detrimento de la autonomía ciudadana y que,
sin el menor rubor, estipulaba mandatos de siete años con reelecciones eternas.
Fue entonces que comenzó a hablarse de lucha de clases; de plusvalía; a hacerle
caratoñas, de forma en general precaria, a la memoria de Carlos Marx. A
proponerse como un enemigo de Occidente y muchos de sus valores. El año en el
cual expropiar se convirtió en un deporte y la propiedad privada una especie de
favor que el gobierno le estaba haciendo a los demás.
La mutación discursiva de este gobierno ha
conocido muchos amagos, engañifas y evasivas. Es obvio que el aquel lejano Chávez
patriota y democrático, “amigo del empresariado”, que se enorgullecía de una
–muy burguesa, por cierto- Carta Magna, “con cinco poderes autónomos” como lo
imaginó el libertario Simón Bolívar, dista mucho de este otro, el que
observamos ahora, inmortalizando el estribillo “exprópiese” e instando a los
miembros de la Fuerza Armada Nacional a autodenominarse “socialistas,
bolivarianas y chavistas”, como si aquella fuera su cuadra de caballos.
1999,-2006; 2007-2012. La metamorfosis a la que
me estoy refiriendo, la norma corriente de este tiempo histórico, ha sido
apreciada, en general, bien por exceso, bien por defecto, de forma muy errática
por todo el país. Venezuela se ha ido habituando a hacer suyos valores
impuestos, normas no consultadas, fraudes a la legalidad y la comprensión
colectiva, falacias conceptuales y toda suerte de discursos superpuestos.
Engaños en toda la línea, severas contravenciones con la legalidad y los
valores democráticos de la población.
Nuevamente arribamos a un escenario electoral
que, al menos en el aspecto teórico, amenaza en ocasiones con llegar con las
cartas marcadas. Aqui desembocan las consecuencias de los aspectos que intento
describir. Haga lo que haga, la oposición política tiene que ser tratada en
todo momento en forma agresiva e irrespetuosa. La condición para organizar
elecciones es tener garantías objetivas de ganarla; la “defensa de la
revolución” es un horizonte que tiene excesiva validez y peso conceptual entre
las autoridades.
Lo que describo no forma parte de una fatalidad:
estamos en presencia de un cuadro de múltiples opciones y escenarios. Tenemos
un estado colonizado por una parcialidad política pero es obvio que tendría el
oficialismo empujar muy duro para imponerle a la nación una imposición
extraconstuticional en la arteria aorta de la legalidad.
El país democrático tiene que terminar por
imponerse. La alternabilidad política es una conquista de la civilización, no
una disposición burguesa de carácter antidialéctico. Restaurar la
alternabilidad política como preámbulo de un proceso de reconciliación social y
político debe ser, en este momento, el objetivo último de todo este esfuerzo.
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