domingo, 22 de abril de 2012

CARLOS SCHULMAISTER, LA PIEL DE LA HUMANIDAD

El autor estudia las formas en las que se presenta la humanidad de los hombres, representada por la encarnación de la cultura en los sujetos, y a las que llama pieles por su semejanza con el calce estrecho de la piel natural sobre el cuerpo físico. Para ello analiza los principales moldes en los que se expresan los contenidos simbólicos más constrictores de la subjetividad, desglosándolos con fines pedagógico didácticos.

INTRODUCCIÓN

La realidad no existe sin el género humano ni éste sin aquella. Ambos términos se referencian,  definen y concretan mutuamente en los incontables actos de conciencia de los seres humanos. La totalidad de estos actos a lo largo del tiempo constituyen la historia, o lo que es lo mismo, la historia de la producción de lo humano, de la humanidad de los hombres, de aquello que demuestra su singularidad frente a todos los demás seres vivientes, de aquello que hace a los hombres humanos.

Puesto que lo humano se construye en procesos históricos que tienen causas, fines, ritmos y modalidades históricamente cambiantes se encuentra en un constante ir siendo que otorga provisoriedad  a toda definición, a toda afirmación. En consecuencia, la realidad también cambia históricamente, es decir, situadamente, en coordenadas espacio-temporales concretas y en todas las escalas que se consideren.

Lo dicho hasta aquí implica (más allá de la obvia nota de diversidad y cambio constante de los hombres y de la condición humana) la necesaria admisión de que la esencia de lo humano nunca puede ser definida de una vez y para siempre. De ahí que en base a lo ya conocido (en tiempo pasado) no pueda determinarse lo humano en el futuro, por más que los hombres lo sueñen, imaginen y deseen a la medida de sus expectativas presentes, puesto que el mundo de la cultura es el mundo de la libertad, no de la necesidad.

Lo humano, la cultura lato sensu, aquello de lo cual podemos decir algo, ha sido y es observado, puesto a prueba, interpretado, explicado y conocido, tanto intuitiva como científicamente, para  reducir el campo de lo incógnito. Consecuencia de esas actividades y de esa actitud plenamente humanas es la de facilitar las interacciones humanas, es decir, la producción y reproducción de la realidad.

A esos efectos el conocimiento es el camino indicado toda vez que permite articular los elementos de la realidad –desde las unidades hasta la totalidad- en nociones, ideas, categorías, teorías, estructuras, sistemas y paradigmas explicativos de crecientes niveles de complejidad e integración, de tal modo que desde ambos extremos de esa serie se puede, por un lado, dar cuenta de la totalidad en las partes y partículas, y a la inversa dar cuenta de éstas por su pertenencia a la totalidad.

Del análisis de la realidad se obtiene aquella serie instrumental de significantes y significados, serie que condensa la complejidad de las relaciones entre los infinitos elementos componentes del sistema de signos, significados y sentidos. Remontando esos peldaños se llegará luego a las síntesis explicativas finales.

No obstante, cada una de ellas, resultante de la analítica de división y subdivisión cognitiva de los fenómenos de la realidad, es simultáneamente síntesis de elementos concernidos dentro de ella, tanto teórica como aplicadamente.

Conocer implica tanto una suerte de fijación y condensación de significados como una producción de otros nuevos. Dicho de otro modo, el pensamiento abate significados tanto como los instala y conserva provisoriamente. De modo que todo cambia, aunque no cambie al mismo tiempo.

Una forma de reducir la complejidad cognitiva de lo humano es estudiar en qué moldes se expresa, o lo que es lo mismo, reconocer modelos de comportamiento colectivos, formas en las que se vuelca la complejidad y la magnitud desmesurada de lo humano, tal como si fueran ropajes o vestimentas al uso de carácter general, es decir, comunes a las sociedades de todo el mundo en todos los tiempos, aunque en algunos momentos alguno de ellos haya tenido mayor o menor predominio.

En esta ocasión voy a utilizar el término piel en el sentido de vestiduras simbólicas que todos los hombres llevan puestas y de las que no pueden desprenderse una vez puestas sobre su naturaleza, salvo excepcionalmente, tanto así que algunas parecen corsets que comprimen y rigidizan sus concepciones básicas en múltiples fenómenos sociales como la etnia, la cultura de base, las creencias religiosas, la política y eso llamado Patria. 

LA PRIMERA PIEL
Si bien la piel que cubre nuestro cuerpo es “la piel”, una piel real, material y visible, de orden biológico, que habitualmente damos en considerar como naturaleza, ella es mucho más que naturaleza pues es también cultura, y por ende sociedad.

Dicho así, trasciende el lugar que a primera vista se le atribuye, o sea el de la parte externa de nuestra dotación física. Es decir, esa piel también  es el lugar donde nuestro yo (el de cada uno) tiene su habitat, y donde el complejo naturaleza/cultura se halla situado, representado y referenciado en cada ejemplar particular del género humano. La antropología del comportamiento humano ha mostrado acabadamente las estrechas relaciones entre naturaleza y cultura en el equipaje físico de los humanos, en aspectos como la fonación, la tonada, las formas de caminar, de sentarse, de saludar, de mirar, etc.

También la piel aloja y oculta el núcleo de lo íntimo, de lo personal, tanto lo visible como lo invisible de cada uno ante los ojos de los otros que pueden mirarnos o leernos. La piel es la primera frontera, o la frontera por antonomasia de nuestros respectivos yoes porque nos contiene, nos limita y nos expresa, especialmente en tanto conciencia alojada en ese sustrato físico al que a su vez trasciende y es trascendida.

En la piel, por encima y por debajo de ella, se inscribe y se referencia lo particular, lo propio de cada uno, por más que en rigor de verdad nada nos sea originariamente propio. Aquí digo propio en tanto construcción consciente e inconsciente del propio ser (lo que deseo ser, lo que soy y lo que aparento ser) alojado en su correspondiente unidad o ejemplar corpóreo. En este sentido, la piel dice y nos dice que somos lo que vivimos. Lo que vivimos socioculturalmente.

La conciencia no nace en el cuerpo sino con el cuerpo, a partir de estímulos y reacciones originados dentro y fuera de éste, en contacto con el medio y con los demás humanos, transformándose constantemente en relación con los desarrollos biológico, psíquico, intelectual, moral y espiritual tanto particulares como colectivos.

El cuerpo, originariamente soma, será también gradualmente conciencia. Ésta opera con contenidos de ideas y representaciones resultantes de los procesos de interacción del complejo humano de cada individuo, entre el adentro y el afuera de la piel, en orden a los merecimientos, cuidados, deseos y gratificaciones que ellos mismos o los demás conceden o niegan a esas dos dimensiones encarnadas en un individuo para configurar su yo. Algunos individuos crecen en una o ambas direcciones, otros clausuran por si o por voluntad ajena alguna de ellas, o ambas… como  viene sucediendo desde que se convirtieron precisamente en humanos, o sea en animales “inteligentes”.

Esta condición, fruto de ese inefable atributo que es la inteligencia, se forjó a través de los intercambios que metafóricamente permearon el reducto corporal y psíquico de los humanos, desde la hominización hasta hoy, suscitados por fenómenos envueltos en términos hoy comunes y hasta con cierta opacidad, pero siempre trascendentales, como son los de necesidad, atracción, incitación, desafío, curiosidad, respuesta, deseo, adaptación, etc, como podrá verse, a título de ejemplo, si intentamos responder sencillamente cómo se originó el perfume. ¿Acaso en una bella flor que estaba fuera de la piel de un circunstancial humano?, ¿o en sus órganos del olfato? Obviamente, en ambas.

Lo cierto es que desde la primera vez que ello ocurrió los humanos experimentaron el placer de los aromas agradables y cuidaron y cultivaron las flores aromáticas, sin olvidar el desarrollo consiguiente en el campo cognitivo al ser capaces de crear ideas y palabras, inmateriales, para aludir a ellas, seguidos más tarde por la producción de los perfumes, o sea contenidos y envases materiales, y también por los descubrimientos y transformaciones sensitivas y emocionales que en ellos encarnaban a través de la experiencia. 

Así, de a poco, a lo largo de su parábola histórica, los humanos se convirtieron en sujetos mientras construían y modificaban su conciencia en punto a sus contenidos, sus implicancias y las consecuencias de su gravitación o peso real en sus vidas.

En tanto aumentaba el espesor y la densidad de sus conciencias como equipamiento genérico  también aumentaba y se ampliaba la representación de lo externo, descubriendo, concibiendo y conquistando crecientes espacios de acción real y virtual a los que fueron llenando de infinidad de prótesis, consistentes en objetos, designaciones y vínculos, es decir, más contenidos y más envases que a su vez alojaban más significados y más sentidos. Éstos se fueron articulando en redes de significación sencilla, luego en teorías y sistemas, que no son otra cosa que pensamientos y creencias, mezclados en un amasijo nunca separable totalmente, y que constituye la expresión de lo que en nuestro planeta y desde nuestra condición se da en llamar creación inteligente.

Resumiendo, la primera piel es nuestra referencia individual material y simbólica en lo corporal, sensorial, intelectual, espiritual, emocional y actitudinal en tanto que individuos y sujetos. Es la referencia que nos devuelve el espejo y la que en conformidad o a despecho de ella nos forjamos en nuestra conciencia respecto de nosotros mismos individualmente considerados, y la que sintéticamente exponen hacia adentro y hacia fuera de cada uno las respectivas denominaciones con las que somos conocidos por los demás, a saber nuestros nombres y apodos particulares.

De modo que esa primera piel es, en sentido simbólico, límite o referencia individual del yo en tanto sujeto y objeto de actos inteligentes. Cuerpo, mente y espíritu en una trabazón particular, singular y cambiante, resultante de la conexión dinámica con lo externo, es decir, fruto de toda clase de intercambios con sentido y simultáneamente objeto de ellos.

Esta primera piel es la que ciñe el cuerpo de cada ejemplar humano, la que lo acota primariamente como tal. Por tanto, es la menos lábil de todas las pieles que los hombres se calzan en esta etapa de la historia de su especie, o bien es lábil hasta cierto punto y no mucho más allá.

Sin embargo, esta piel se muda. Cambia permanentemente sin que lo veamos, al compás de los intercambios que los humanos realizan tanto genérica como particularmente en contextos donde la dinámica del cambio es la regla. No obstante, la percepción del cambio de esa piel es más fácil de realizar desde un punto de vista situado fuera de uno mismo que dentro un si mismo.

LA SEGUNDA PIEL
Lo de afuera, eso que cada vez se va ampliando más a lo largo de cada existencia humana y, obviamente, de la historia de la humanidad, eso que se llama cultura, constituye la segunda piel: un infinito complejo material y simbólico que habrá de generar nuevos y más refinados objetos y métodos para producir renovados estímulos para la afirmación del yo individual.

La cultura produce también la conducta social, que funciona como patrón, molde y modelo de participación a la vez que como disciplinadora y como modo de control social en relación a la distinción, consolidación y definición de lo que es, lo que no es, de lo que debe ser y lo que no debe ser un ser humano en ese infinito espacio de la conciencia individual en interacción no con una conciencia colectiva, inexistente por lo demás, sino con muchas otras conciencias individuales en torno a objetos de toda clase y a consideraciones múltiples, diversas, similares, opuestas, contradictorias.

De ahí que, en algún momento, la conciencia y la conducta individuales no sólo se distinguirán de las conductas colectivas por mera comparación. Todo fenómeno expresa lo que denota, pero también lo que connota en las percepciones individuales dinámicas de los integrantes de una sociedad. Individuo y sociedad, que marchan siempre juntos, cada vez más se confrontan a lo largo de la vida individual y de la historia indagando lo que cada uno tiene del otro.

Ese mundo humano que es la cultura y que inicialmente está afuera de cada sujeto pero se infiltra en su intimidad, es internalizado en el yo, convirtiendo cada vez más en imprecisos e inestables los límites entre éste y aquella.

Esa internalización simbólica o socialización se realiza básicamente mediante el lenguaje, el cual no es sólo un vehículo de significantes y significados, sino también un procedimiento y una forma particular de producción del pensamiento que caracteriza, distingue, forma e informa la percepción, la comprensión y la expresión del mundo en el espacio de encarnación de lo social y lo particular de cada sujeto.

Esta segunda piel representada por lo cultural en sentido amplio marca en el individuo espacios, delimitando un interior y un exterior que lo trascienden en relación a los grupos de pertenencia que integra, lo cual se repite en cada uno configurando lo mío y lo tuyo, lo nuestro y lo vuestro, lo propio y lo ajeno, nosotros y ellos, pero sobre todo, configurando su subjetividad.

Así, el lenguaje estaría en una zona fronteriza entre la primera y la segunda piel, estrechamente ajustado entre el psiquismo, la conciencia y el mundo.

Esa segunda piel posee muchos elementos en común con los de otras culturas, así como también singularidades o colores locales, que se repiten  al interior de grupos de dimensiones variables como el clan, la tribu, la aldea, la nación, la humanidad, etc.

En tanto ella representa lo cultural en sentido amplio marca en el individuo espacios simbólicos, delimitando un interior y un exterior que lo trascienden en relación a los grupos de pertenencia que integra, lo cual se repite en cada uno configurando lo mío y lo tuyo, lo nuestro y lo vuestro, lo propio y lo ajeno, nosotros y ellos, pero sobre todo, configurando su subjetividad.

En tanto que frontera, la cultura no sólo configura espacios geográficos sino sociales y políticos con formas y colores determinados. A partir de ellos gravitará crecientemente sobre la primera piel el peso de esta segunda piel cada vez más inmanejable desde el lugar de la primera. Y ello debido al creciente peso del complejo normativo heterónomo con su consiguiente poder coercitivo y disciplinador sobre individuos y grupos.

Cultura tradicional o  moderna, creencias, supersticiones, religiones, usos y costumbres, modas, snobismos, políticas culturales, ideologías, etc, han tenido y tienen un creciente peso en la configuración de la conciencia y los comportamientos individuales a tenor de sus particulares preferencias, inclinaciones, devociones, opciones y determinaciones externas a ellos mismos

Esta piel cada uno la ciñe en forma genérica pero también personalizada, es decir, con adecuación a los alcances y características de su primera piel en lo que de más particular posee. No obstante, puede resultar de ello que la segunda le resulte exigua, o por el contrario demasiado amplia,  independientemente de sus vivencias particulares, por lo cual puede sentirla como un ropaje opresivo que lo aprieta, sofoca o asfixia –incluso hasta puede ocasionarle su fin- o por lo contrario, puede ser tan holgado que pudiera parecer que no se lo lleva puesto.

Lo que nunca podrá ocurrir es que alguien carezca de ella, pues siendo así tampoco existiría la primera piel con la significación y simbolismo que su desarrollo normal permite alcanzar a cada individuo. Esto último -lo digo rápidamente- se produce cuando existe libertad real en el individuo, lo que equivale a capacidad y libertad de pensamiento y de acción, o sea, cuando la voluntad individual está viva, cuando no es meramente virtual.

Finalmente, la diversidad ínsita de la cultura se relaciona con la constante dinámica del cambio. Todo cambia, lo de afuera y lo de adentro, y no es que una parte desaparezca mientras otra se conserva. No sólo lo presente, lo que aparece, es lo que define algo; también se define por lo ausente, por lo que no aparece. De ahí que lo correcto es reconocer que todo se transforma, parcial o totalmente, pero aún en este último caso siempre es posible rastrear los elementos residuales de lo anterior. Tanto en el exterior como en el interior de cada subjetividad.

Transitivamente, la encarnación de la segunda piel conlleva también el cambio del individuo, no sólo como reflejo sino como voluntad de cambio subjetiva.

Con todo, las mudas de esta piel, para ser estables y auténticas, requieren de contextos socioculturales con esas mismas características. En contextos impropios, las mudas pueden no ser tales sino desvestimientos forzados.

LA TERCERA PIEL
Hasta aquí hemos puesto de relieve que todo mundo tiene una segunda piel cuyos contenidos generales y particulares son tanto similares como diferentes a tenor de las particularidades culturales a que se refieran, pero todos la tienen, es decir, nadie escapa a sus influencias de diverso tipo, peso y densidad. Dicho de otro modo, la cultura está en nosotros y nosotros estamos en la cultura.

Lo que sí es posible distinguir a lo largo del tiempo y del espacio es la existencia de determinados campos de una cultura concreta ejerciendo una hegemonía destacada sobre otros. Tal el caso de las culturas de fuerte raíz étnica, religioso confesional, y político ideológica, entre las más destacadas. En estos casos el peso de cada una de ellas sobre la identidad individual, o la construcción de la subjetividad, suele tener un carácter determinante que puede ir de lo invisible, normal y correcto hasta resultar opresivo, represivo y asfixiante para los sujetos.

Por caso, culturas étnicas tanto paleolíticas como neolíticas, endógamas, cerradas, conservadoras, jerárquicas, uniformizadoras y  represivas. Ello así tanto en el pasado como en el presente más actual, tanto en sociedades tribales como nacionales. Ejemplo clásico es el de la mayoría de los pueblos originarios o autóctonos de América, África, Asia y Oceanía; amén de los semitas, los gitanos, los anglosajones y los caucásicos en general.

En el aspecto religioso confesional tenemos culturas pasadas y presentes, tanto tribales como civilizaciones, con ciertas características similares a las de las culturas étnicas. Por caso el cristianismo y el catolicismo durante dos mil años –no sólo en la Edad Media- con notas muy conservadoras, rígidas y autoritarias; también los fundamentalismos religiosos islámicos y ciertas comunidades religiosas de base cristiana y no cristiana que bien pueden ser consideradas como ejemplo de fundamentalismo, como es el caso de los menonitas y los mormones.

Se incluyen aquí no sólo prácticas populares, o la historia de los aparatos eclesiásticos respectivos sino también consideraciones teológicas del judaísmo, el cristianismo, el catolicismo o el islamismo, el budismo, el hinduismo y otros  signados por elementos reacios al cambio e inclusive a la discrepancia individual íntima. También muchas otras concepciones, doctrinas y confesiones de todos los tiempos, aún admitiendo a priori que algunas escapan a esta caracterización, como por ejemplo, la famosa mitología griega y su rol en la sociedad de Grecia antigua. 

Por último, en lo político ideológico contamos con ciertas experiencias históricas destacadas por lo ominosas, como las de los países comunistas, el nazismo y el fascismo, actualmente ya casi desaparecidas, o en profunda transformación salvo la excepción de Cuba y Corea del Norte, en tanto el omnipresente populismo latinoamericano actual goza de gran vitalidad.

Estos tres sistemas culturales dominantes (él étnico, el religioso y el político) se distinguen por su  carácter totalizador y totalitario, basado en el peso de dogmas y relatos y de las más sofisticadas modalidades de manipulación, disciplinamiento y control de los comportamientos y las mentalidades de los individuos, buscando destruir su subjetividad para adocenarlos en calidad de masa robotizada.

De modo que cada uno de ellos puede constituir una suerte de tercera piel por la preeminencia que ocupa al interior de los condicionamientos culturales en general, es decir, los de la aquí considerada como segunda piel.

Vale aclarar que decimos “tercera” en relación con nuestro trayecto de explicación a los lectores, siendo en realidad contemporánea de la anterior en cuanto a su formación, al punto de que cualquiera de ellas puede ser considerada como una subparte de la cultura global correspondiente.

No obstante, es frecuente y hasta lógico que los tres subsistemas se presenten conjuntamente, articulados y hasta fusionados en un único complejo hegemónico como ha sido el caso de la sociedad católica medieval y de los actuales países con fundamentalismos islámicos. 

Los he considerado como una tercera piel, ya sea privilegiando alguno de ellos o bien en su conjunto, en tanto su concreto poder constrictor sobre la configuración de la subjetividad es superior al ejercido por la segunda piel, es decir, por la cultura (lato sensu) que los contiene. 

Resaltan en esta tercera piel  su carácter ideal, su inmaterialidad originaria, especialmente en la religiosa, ya que el principio generatriz más importante es la idea de Dios, una idea tan poderosa que configurará impresionantes transformaciones históricas en la cultura material y en los comportamientos objetivables, así como en el campo de las ideas y las prácticas individuales y sociales, privadas, públicas e institucionales que le  dan sustento. Pero que sin embargo, lo más poderoso y constrictor que posee es el vínculo personal de subordinación que establece entre Dios y cada uno de los humanos.

Vínculo que tradicionalmente suele denominarse como “fe”, desde una lógica legitimista, pero que aún admitiendo este supuesto carácter puede agregársele otro de no menor importancia y presencia real en el fenómeno vincular religioso, como es el temor, el miedo a lo desconocido. Aquí es dable observar el carácter constrictor u opresivo de dicho vínculo y en  consecuencia el poder coercitivo de las organizaciones religiosas creadas a su servicio.

El vínculo entre la idea de Dios y la conciencia individual generalmente es presentado por los creyentes como de origen autónomo, pero un estudio imparcial revela fácilmente su carácter heterónomo y unidireccional proveniente fundamentalmente de la educación religiosa previa, a lo cual se añade, por el carácter abstracto de la idea de Dios el miedo a lo desconocido, incluyendo el miedo a los relatos míticos acerca del principio y del fin de la humanidad. En tanto que los vínculos generados entre los aparatos religiosos y sus correspondientes feligresías puede ser analizado no sólo desde lo religioso, sino también desde lo sociológico, lo político, y hasta lo económico.

Otra característica del peso e importancia de la religión sobre las conciencias de los creyentes es su gran perdurabilidad en condiciones de casi ausencia de cambios. Así, todo aquello que originariamente pudo haber sido mito, pasó a ser más tarde religión, a tener teología y doctrina y organización social al servicio de ese vínculo personal y social del individuo y de los grupos con el Dios de que se trate. De modo que se pasó de las incertezas al dogma, congelándose en este punto.

Como ya dije, si bien es posible reconocer actualmente sociedades donde el tradicional peso en la construcción del yo por parte de esta tercera piel se encuentra en retirada, también es posible hallar simultáneamente otras en las que predominan fundamentalismos religiosos que controlan no sólo partes sino la totalidad del poder social en sentido amplio.

En consecuencia, es difícil escapar totalmente a los influjos de estas pieles, la étnica, la religiosa y la política. En nombre de alguna de ellas, o de las tres, los humanos matan y ofrendan sus vidas a entelequias de tremenda gravitación como han sido y son la tribu, la nación, la confesión religiosa o el partido político. Y en nombre de ellas transmiten sus amores, sus agravios y sus odios a  sus descendientes y a sus prójimos.

Liberarse de estas pieles a conciencia es muy difícil. Sólo muy pocos son capaces de hacerlo Las sensaciones y sentimientos de culpa y temor por dejar de  pertenecer, de ser y de parecer a lo que con esas pieles supuestamente se adscribe, se es y se parece pesan mucho en la conciencia de los individuos, sobre todo cuando las características de la segunda piel en general se corresponden con sociedades cerradas, poco proclives al cambio y a las libertades individuales en el más amplio sentido.

LA CUARTA PIEL
Voy a referirme a otra piel, a otra coraza o ropaje simbólico que determina o condiciona fuertemente, según los casos, la constitución de la identidad individual con acentuados rasgos totalizantes y autoritarios, tanto o más -según sean las concepciones al respecto- que las que he desglosado precedentemente y clasificado como tercera piel. El orden en que las he presentado obedece exclusivamente a los fines educativos, y no porque se hallen jerárquicamente ubicadas de esa manera. Por lo tanto, bien vale reiterar que constituyen desgloses de la segunda piel.

Se trata de las ideas de patria y patriotismo, tal como se conocen en lo que damos en llamar la concepción metafísica de la patria. Por razones prácticas recurro me refiero a esta concepción escribiendo Patria con mayúscula, como hacen quienes la personifican.

Si bien esta idea ya se conocía en la Roma antigua, donde es claramente denunciada como un instrumento de dominación de los ricos y poderosos sobre las clases sometidas, la mejor versión legitimadora de esta concepción es la que proviene de la alianza ideológica entre el acervo teológico del catolicismo, el tradicionalismo monárquico, el nacionalismo, los estados sacerdotal y militar y el Estado-Nación. Alianza que llegó a la cima de su poder de dominación sobre las multitudes durante los siglos XIX y XX.

El resultado ha sido una concepción etérea de Patria que se exhibe literariamente como expresión adventicia de Dios en la tierra.

De ahí que esta piel particularísima tiene un estrecho vínculo con la piel representada por las creencias y prácticas religiosas, en Occidente las de la Iglesia Católica. Asimismo es causa y efecto del surgimiento y vigencia de las ideas nacionalistas, las cuales hallan de este modo una filiación de procedencia celestial. En este sentido la lucha política del buen cristiano en la tierra es considerada por sus sostenedores como reflejo de la lucha entre Miguel y Satanás, o sea entre los ángeles buenos y los ángeles malos.

También puede considerarse como la que mejor representa lo que mencionamos como tercera piel. Pongo como ejemplo las exaltaciones patriotistas (permítaseme el término) llamadas fascismo y  falangismo en el mundo español, las de los sectores conservadores de derecha de los EE.UU. con su exclusivismo racial blanco, sus odios raciales y sus metas de dominación mundial. Asimismo pertenecen a ella el nazismo alemán y sus derivas contemporáneas y posteriores a su caída en la Europa eslava.

A mi juicio esta piel constituye la peor de todas al concebir la condigna conducta política del cristiano de esta versión como un patriotismo nacido de un supuesto mandato divino de un Dios que antes de “volverse” universal fue un dios local o nacional.

Patriotismo de mandato es vínculo vertical descendente. Sin embargo, puede concebirse –y de hecho así ocurre- otro patriotismo, horizontal, basado no en mandatos ni miedos sino en el amor al prójimo descubierto por los propios hombres. Un patriotismo cotidiano de la convivencia práctica que supere las fronteras territoriales, los ejércitos y todo tipo de exclusas que impidan el objetivo más humanista de tener una patria mundial de paz.

En suma, una irracionalidad monumental y monstruosa con una estética que ha llegado a alturas sublimes para justificar las peores aberraciones, como ha sucedido largamente en la historia, y con una parafernalia de ritos y fetiches para extender más su influencia y su gravitación conceptual pero fundamentalmente emocional y sentimental en la constitución del yo de millones de robots despersonalizados, o masas, que en cada experiencia histórica de este tipo fungen de rebaños, de claques o de guardias imperiales del César de turno, siempre con supuesto agrado de un Dios paternal que supuestamente se regocija  con esos delirios en realidad simplemente humanos, demasiado humanos.

CONCLUSIÓN
Los humanos estamos siempre vestidos aun cuando estemos desnudos. Todo nos viene de afuera -y de arriba según algunos-. Pero todo se encarna en la piel primera, y lo hace personalizadamente, no estandarizadamente.

Cada individuo es un interior para si, pero es un exterior para los demás. De modo que la primera piel es primera para uno mismo pero es segunda para los demás.

La primera piel representa la piel individual con su capacidad de reflejar lo externo como si fuera un espejo, pero también con la capacidad de rechazarlo. Aceptar y rechazar como ejercicio de la voluntad individual libre, sin coerción ni trampas, pero también aceptar y rechazar por errores de conocimiento, por miedo, por cálculo y por engaños.

De alguna manera esa piel evidencia las posibilidades y los obstáculos personales para conocer la verdad y la libertad de obrar en consecuencia, y simultáneamente las características del sistema en que cada individuo vive en sentido humano.

La segunda piel es la de la cultura preexistente a la llegada de cada nuevo ser humano al mundo, especialmente la de la cultura contextualizadora de cada existencia individual.

Las terceras pieles y aún la cuarta son desgloses analíticos de la segunda que se destacan por su desarrollo histórico y su tremendo poder modelador sobre los individuos en los aspectos antes mencionados.

Sin embargo, la condición de individuos en el mundo actual no atribuye ni representa un estado de autonomía y auto soberanía, sino espacios residuales de  libertad que todavía no han sido expropiados por la cultura, ni por la vida colectiva, ni por los mitos, las creencias y las supersticiones, ni por el Estado, valiéndose del ejercicio del poder, la fuerza, la violencia, el engaño, la mentira, el temor, etc, ni tampoco concedidos desde el individuo cuando la fuerza, la violencia, la mentira y el engaño han sido internalizados y legitimados por éste en su conciencia o sedimentados en su inconciente.

Para terminar, parece que nada cambia y todo cambia. Lo social es esencialmente cambiante, de ahí que la segunda piel registra los cambios producidos fuera de cada uno y sus encarnaciones en cada uno.

Los ritmos de los cambios son particulares y situados, por lo tanto variables y fluctuantes. Pero no todos pueden ver los cambios en la realidad total ni todos los cambios en todos los campos de la realidad total son necesariamente visibles ni perceptibles.

Algunas personas pueden disociar los comportamientos correspondientes a las pieles particulares de la cultura o segunda piel, y hasta pueden percibirlas analíticamente posicionándose frente a ellas en forma conciente. Pero no es lo habitual. Lo más frecuente es que todas ellas sean percibidas y vividas como un entramado indisoluble, o al menos de difícil separación.

Precisamente los que hemos clasificado como representativos de la tercera y cuarta pieles suelen ser muy notorios y visibles en los momentos y coyunturas que llevan a su aparición, crecimiento e instalación. Cuando se presentan situaciones de interpelación o impugnación de aquellas los sistemas sociopolíticos existentes se resienten en muchos niveles y lugares con grados de riesgo y peligros muy diversos. La historia lo demuestra acabadamente.

Inexorablemente más tarde o más temprano, en forma imperceptible o evidente, para unos sí y para otros no, lo conocido se vuelve extraño y la verdad deja de serlo. Pero una vez lograda una nueva situación de estabilidad lo novedoso se torna paisaje habitual, se naturaliza, y aquello que pudo haberse percibido como pesado, gravoso, rígido, sofocante y temible puede dejar de ser percibido de esa manera.

En estas condiciones todo el campo de la segunda piel como producto y espacio simbólico se torna natural para el sujeto pues la lleva tan adherida a si mismo que se vuelve una única piel. Y así, la condición de humanidad se define desde las circunstancias particulares vividas, porque ya es imposible la conciencia de sujeto frente al mundo. Ya es imposible abstraer lo humano. Y lo humano sólo puede entenderse completamente, como todas las cosas desde si mismo y desde afuera, nunca por separado.

Por lo tanto, si esto está sucediendo constantemente en la realidad hay que indagar constantemente la misma si se quiere conocer algo que ya no es lo que fue hasta hace un rato atrás. Para eso hay que rescatar una y otra vez el sentido profundo del conocer, consistente en destapar lo tapado, abrir lo que estaba encerrado, nombrar lo innombrado, exhibirlo, desmontarlo, desconectarlo y luego volver a armarlo y contextualizarlo.

Al hacerlo estaremos mudando nuestras pieles, perdiendo las viejas y vistiendo las nuevas, aunque puedan ser nuevas sólo para uno mismo.

carlos@schulmaister.com

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