El autor estudia las formas en las que se presenta la humanidad de los hombres, representada por la encarnación de la cultura en los sujetos, y a las que llama pieles por su semejanza con el calce estrecho de la piel natural sobre el cuerpo físico. Para ello analiza los principales moldes en los que se expresan los contenidos simbólicos más constrictores de la subjetividad, desglosándolos con fines pedagógico didácticos.
INTRODUCCIÓN
La realidad no existe sin el género humano ni
éste sin aquella. Ambos términos se referencian, definen y concretan mutuamente en los
incontables actos de conciencia de los seres humanos. La totalidad de estos
actos a lo largo del tiempo constituyen la historia, o lo que es lo mismo, la historia
de la producción de lo humano, de la humanidad de los hombres, de aquello que
demuestra su singularidad frente a todos los demás seres vivientes, de aquello
que hace a los hombres humanos.
Puesto que lo humano se construye en procesos
históricos que tienen causas, fines, ritmos y modalidades históricamente
cambiantes se encuentra en un constante ir
siendo que otorga provisoriedad a
toda definición, a toda afirmación. En consecuencia, la realidad también cambia
históricamente, es decir, situadamente, en coordenadas espacio-temporales concretas
y en todas las escalas que se consideren.
Lo dicho hasta aquí implica (más allá de la
obvia nota de diversidad y cambio constante de los hombres y de la condición
humana) la necesaria admisión de que la esencia de lo humano nunca puede ser
definida de una vez y para siempre. De ahí que en base a lo ya conocido (en
tiempo pasado) no pueda determinarse lo humano en el futuro, por más que los
hombres lo sueñen, imaginen y deseen a la medida de sus expectativas presentes,
puesto que el mundo de la cultura es el mundo de la libertad, no de la
necesidad.
Lo humano, la cultura lato sensu, aquello de lo cual podemos decir algo, ha sido y es
observado, puesto a prueba, interpretado, explicado y conocido, tanto intuitiva
como científicamente, para reducir el
campo de lo incógnito. Consecuencia de esas actividades y de esa actitud
plenamente humanas es la de facilitar las interacciones humanas, es decir, la
producción y reproducción de la realidad.
A esos efectos el conocimiento es el camino
indicado toda vez que permite articular los elementos de la realidad –desde las
unidades hasta la totalidad- en nociones, ideas, categorías, teorías,
estructuras, sistemas y paradigmas explicativos de crecientes niveles de
complejidad e integración, de tal modo que desde ambos extremos de esa serie se
puede, por un lado, dar cuenta de la totalidad en las partes y partículas, y a
la inversa dar cuenta de éstas por su pertenencia a la totalidad.
Del análisis de la realidad se obtiene aquella
serie instrumental de significantes y significados, serie que condensa la
complejidad de las relaciones entre los infinitos elementos componentes del
sistema de signos, significados y sentidos. Remontando esos peldaños se llegará
luego a las síntesis explicativas finales.
No obstante, cada una de ellas, resultante de
la analítica de división y subdivisión cognitiva de los fenómenos de la
realidad, es simultáneamente síntesis de elementos concernidos dentro de ella,
tanto teórica como aplicadamente.
Conocer implica tanto una suerte de fijación y
condensación de significados como una producción de otros nuevos. Dicho de otro
modo, el pensamiento abate significados tanto como los instala y conserva
provisoriamente. De modo que todo cambia, aunque no cambie al mismo tiempo.
Una forma de reducir la complejidad cognitiva
de lo humano es estudiar en qué moldes se expresa, o lo que es lo mismo,
reconocer modelos de comportamiento colectivos, formas en las que se vuelca la
complejidad y la magnitud desmesurada de lo humano, tal como si fueran ropajes
o vestimentas al uso de carácter general, es decir, comunes a las sociedades de
todo el mundo en todos los tiempos, aunque en algunos momentos alguno de ellos
haya tenido mayor o menor predominio.
En esta ocasión voy a utilizar el término piel
en el sentido de vestiduras simbólicas que todos los hombres llevan puestas y
de las que no pueden desprenderse una vez puestas sobre su naturaleza, salvo
excepcionalmente, tanto así que algunas parecen corsets que comprimen y rigidizan sus concepciones básicas en
múltiples fenómenos sociales como la etnia, la cultura de base, las creencias
religiosas, la política y eso llamado Patria.
LA PRIMERA PIEL
Si bien la piel que cubre nuestro cuerpo es
“la piel”, una piel real, material y visible, de orden biológico, que
habitualmente damos en considerar como naturaleza, ella es mucho más que
naturaleza pues es también cultura, y por ende sociedad.
Dicho así, trasciende el lugar que a primera
vista se le atribuye, o sea el de la parte externa de nuestra dotación física.
Es decir, esa piel también es el lugar
donde nuestro yo (el de cada uno) tiene su habitat, y donde el complejo
naturaleza/cultura se halla situado, representado y referenciado en cada
ejemplar particular del género humano. La antropología del comportamiento
humano ha mostrado acabadamente las estrechas relaciones entre naturaleza y
cultura en el equipaje físico de los humanos, en aspectos como la fonación, la
tonada, las formas de caminar, de sentarse, de saludar, de mirar, etc.
También la piel aloja y oculta el núcleo de lo
íntimo, de lo personal, tanto lo visible como lo invisible de cada uno ante los
ojos de los otros que pueden mirarnos o leernos. La piel es la primera
frontera, o la frontera por antonomasia de nuestros respectivos yoes porque nos
contiene, nos limita y nos expresa, especialmente en tanto conciencia alojada
en ese sustrato físico al que a su vez trasciende y es trascendida.
En la piel, por encima y por debajo de ella,
se inscribe y se referencia lo particular, lo propio de cada uno, por más que
en rigor de verdad nada nos sea originariamente propio. Aquí digo propio en
tanto construcción consciente e inconsciente del propio ser (lo que deseo ser,
lo que soy y lo que aparento ser) alojado en su correspondiente unidad o
ejemplar corpóreo. En este sentido, la piel dice y nos dice que somos lo que
vivimos. Lo que vivimos socioculturalmente.
La conciencia no nace en el cuerpo sino con el
cuerpo, a partir de estímulos y reacciones originados dentro y fuera de éste,
en contacto con el medio y con los demás humanos, transformándose
constantemente en relación con los desarrollos biológico, psíquico,
intelectual, moral y espiritual tanto particulares como colectivos.
El cuerpo, originariamente soma, será también
gradualmente conciencia. Ésta opera con contenidos de ideas y representaciones
resultantes de los procesos de interacción del complejo humano de cada
individuo, entre el adentro y el afuera de la piel, en orden a los
merecimientos, cuidados, deseos y gratificaciones que ellos mismos o los demás
conceden o niegan a esas dos dimensiones encarnadas en un individuo para
configurar su yo. Algunos individuos crecen en una o ambas direcciones, otros
clausuran por si o por voluntad ajena alguna de ellas, o ambas… como viene sucediendo desde que se convirtieron
precisamente en humanos, o sea en animales “inteligentes”.
Esta condición, fruto de ese inefable atributo
que es la inteligencia, se forjó a través de los intercambios que
metafóricamente permearon el reducto corporal y psíquico de los humanos, desde
la hominización hasta hoy, suscitados por fenómenos envueltos en términos hoy
comunes y hasta con cierta opacidad, pero siempre trascendentales, como son los
de necesidad, atracción, incitación, desafío, curiosidad, respuesta, deseo,
adaptación, etc, como podrá verse, a título de ejemplo, si intentamos responder
sencillamente cómo se originó el perfume. ¿Acaso en una bella flor que estaba
fuera de la piel de un circunstancial humano?, ¿o en sus órganos del olfato?
Obviamente, en ambas.
Lo cierto es que desde la primera vez que ello
ocurrió los humanos experimentaron el placer de los aromas agradables y
cuidaron y cultivaron las flores aromáticas, sin olvidar el desarrollo
consiguiente en el campo cognitivo al ser capaces de crear ideas y palabras,
inmateriales, para aludir a ellas, seguidos más tarde por la producción de los
perfumes, o sea contenidos y envases materiales, y también por los
descubrimientos y transformaciones sensitivas y emocionales que en ellos
encarnaban a través de la experiencia.
Así, de a poco, a lo largo de su parábola
histórica, los humanos se convirtieron en sujetos mientras construían y
modificaban su conciencia en punto a sus contenidos, sus implicancias y las
consecuencias de su gravitación o peso real en sus vidas.
En tanto aumentaba el espesor y la densidad de
sus conciencias como equipamiento genérico
también aumentaba y se ampliaba la representación de lo externo,
descubriendo, concibiendo y conquistando crecientes espacios de acción real y
virtual a los que fueron llenando de infinidad de prótesis, consistentes en
objetos, designaciones y vínculos, es decir, más contenidos y más envases que a
su vez alojaban más significados y más sentidos. Éstos se fueron articulando en
redes de significación sencilla, luego en teorías y sistemas, que no son otra
cosa que pensamientos y creencias, mezclados en un amasijo nunca separable
totalmente, y que constituye la expresión de lo que en nuestro planeta y desde
nuestra condición se da en llamar creación inteligente.
Resumiendo, la primera piel es nuestra
referencia individual material y simbólica en lo corporal, sensorial,
intelectual, espiritual, emocional y actitudinal en tanto que individuos y
sujetos. Es la referencia que nos devuelve el espejo y la que en conformidad o
a despecho de ella nos forjamos en nuestra conciencia respecto de nosotros
mismos individualmente considerados, y la que sintéticamente exponen hacia
adentro y hacia fuera de cada uno las respectivas denominaciones con las que
somos conocidos por los demás, a saber nuestros nombres y apodos particulares.
De modo que esa primera piel es, en sentido
simbólico, límite o referencia individual del yo en tanto sujeto y objeto de
actos inteligentes. Cuerpo, mente y espíritu en una trabazón particular,
singular y cambiante, resultante de la conexión dinámica con lo externo, es
decir, fruto de toda clase de intercambios con sentido y simultáneamente objeto
de ellos.
Esta primera piel es la que ciñe el cuerpo de
cada ejemplar humano, la que lo acota primariamente como tal. Por tanto, es la
menos lábil de todas las pieles que los hombres se calzan en esta etapa de la
historia de su especie, o bien es lábil hasta cierto punto y no mucho más allá.
Sin embargo, esta piel se muda. Cambia
permanentemente sin que lo veamos, al compás de los intercambios que los
humanos realizan tanto genérica como particularmente en contextos donde la
dinámica del cambio es la
regla. No obstante, la percepción del cambio de esa piel es
más fácil de realizar desde un punto de vista situado fuera de uno mismo que
dentro un si mismo.
Lo de afuera, eso que cada vez se va ampliando
más a lo largo de cada existencia humana y, obviamente, de la historia de la
humanidad, eso que se llama cultura, constituye la segunda piel: un infinito
complejo material y simbólico que habrá de generar nuevos y más refinados
objetos y métodos para producir renovados estímulos para la afirmación del yo
individual.
La cultura produce también la conducta social,
que funciona como patrón, molde y modelo de participación a la vez que como
disciplinadora y como modo de control social en relación a la distinción,
consolidación y definición de lo que es, lo que no es, de lo que debe ser y lo
que no debe ser un ser humano en ese infinito espacio de la conciencia
individual en interacción no con una conciencia colectiva, inexistente por lo
demás, sino con muchas otras conciencias individuales en torno a objetos de
toda clase y a consideraciones múltiples, diversas, similares, opuestas,
contradictorias.
De ahí que, en algún momento, la conciencia y
la conducta individuales no sólo se distinguirán de las conductas colectivas
por mera comparación. Todo fenómeno expresa lo que denota, pero también lo que
connota en las percepciones individuales dinámicas de los integrantes de una
sociedad. Individuo y sociedad, que marchan siempre juntos, cada vez más se
confrontan a lo largo de la vida individual y de la historia indagando lo que
cada uno tiene del otro.
Ese mundo humano que es la cultura y que
inicialmente está afuera de cada sujeto pero se infiltra en su intimidad, es
internalizado en el yo, convirtiendo cada vez más en imprecisos e inestables
los límites entre éste y aquella.
Esa internalización simbólica o socialización
se realiza básicamente mediante el lenguaje, el cual no es sólo un vehículo de
significantes y significados, sino también un procedimiento y una forma
particular de producción del pensamiento que caracteriza, distingue, forma e
informa la percepción, la comprensión y la expresión del mundo en el espacio de
encarnación de lo social y lo particular de cada sujeto.
Esta segunda piel representada por lo cultural
en sentido amplio marca en el individuo espacios, delimitando un interior y un
exterior que lo trascienden en relación a los grupos de pertenencia que
integra, lo cual se repite en cada uno configurando lo mío y lo tuyo, lo
nuestro y lo vuestro, lo propio y lo ajeno, nosotros y ellos, pero sobre todo,
configurando su subjetividad.
Así, el lenguaje estaría en una zona
fronteriza entre la primera y la segunda piel, estrechamente ajustado entre el psiquismo,
la conciencia y el mundo.
Esa segunda piel posee muchos elementos en
común con los de otras culturas, así como también singularidades o colores
locales, que se repiten al interior de
grupos de dimensiones variables como el clan, la tribu, la aldea, la nación, la
humanidad, etc.
En tanto ella representa lo cultural en
sentido amplio marca en el individuo espacios simbólicos, delimitando un
interior y un exterior que lo trascienden en relación a los grupos de
pertenencia que integra, lo cual se repite en cada uno configurando lo mío y lo
tuyo, lo nuestro y lo vuestro, lo propio y lo ajeno, nosotros y ellos, pero
sobre todo, configurando su subjetividad.
En tanto que frontera, la cultura no sólo
configura espacios geográficos sino sociales y políticos con formas y colores
determinados. A partir de ellos gravitará crecientemente sobre la primera piel
el peso de esta segunda piel cada vez más inmanejable desde el lugar de la primera. Y ello debido
al creciente peso del complejo normativo heterónomo con su consiguiente poder
coercitivo y disciplinador sobre individuos y grupos.
Cultura tradicional o moderna, creencias, supersticiones,
religiones, usos y costumbres, modas, snobismos, políticas culturales,
ideologías, etc, han tenido y tienen un creciente peso en la configuración de
la conciencia y los comportamientos individuales a tenor de sus particulares
preferencias, inclinaciones, devociones, opciones y determinaciones externas a
ellos mismos
Esta piel cada uno la ciñe en forma genérica
pero también personalizada, es decir, con adecuación a los alcances y
características de su primera piel en lo que de más particular posee. No
obstante, puede resultar de ello que la segunda le resulte exigua, o por el
contrario demasiado amplia,
independientemente de sus vivencias particulares, por lo cual puede
sentirla como un ropaje opresivo que lo aprieta, sofoca o asfixia –incluso
hasta puede ocasionarle su fin- o por lo contrario, puede ser tan holgado que
pudiera parecer que no se lo lleva puesto.
Lo que nunca podrá ocurrir es que alguien
carezca de ella, pues siendo así tampoco existiría la primera piel con la
significación y simbolismo que su desarrollo normal permite alcanzar a cada
individuo. Esto último -lo digo rápidamente- se produce cuando existe libertad
real en el individuo, lo que equivale a capacidad y libertad de pensamiento y
de acción, o sea, cuando la voluntad individual está viva, cuando no es
meramente virtual.
Finalmente, la diversidad ínsita de la cultura
se relaciona con la constante dinámica del cambio. Todo cambia, lo de afuera y
lo de adentro, y no es que una parte desaparezca mientras otra se conserva. No
sólo lo presente, lo que aparece, es lo que define algo; también se define por
lo ausente, por lo que no aparece. De ahí que lo correcto es reconocer que todo
se transforma, parcial o totalmente, pero aún en este último caso siempre es
posible rastrear los elementos residuales de lo anterior. Tanto en el exterior
como en el interior de cada subjetividad.
Transitivamente, la encarnación de la segunda
piel conlleva también el cambio del individuo, no sólo como reflejo sino como
voluntad de cambio subjetiva.
Con todo, las mudas de esta piel, para ser
estables y auténticas, requieren de contextos socioculturales con esas mismas
características. En contextos impropios, las mudas pueden no ser tales sino
desvestimientos forzados.
Hasta aquí hemos puesto de relieve que todo
mundo tiene una segunda piel cuyos contenidos generales y particulares son
tanto similares como diferentes a tenor de las particularidades culturales a
que se refieran, pero todos la tienen, es decir, nadie escapa a sus influencias
de diverso tipo, peso y densidad. Dicho de otro modo, la cultura está en
nosotros y nosotros estamos en la cultura.
Lo que sí es posible distinguir a lo largo del
tiempo y del espacio es la existencia de determinados campos de una cultura
concreta ejerciendo una hegemonía destacada sobre otros. Tal el caso de las
culturas de fuerte raíz étnica, religioso confesional, y político ideológica,
entre las más destacadas. En estos casos el peso de cada una de ellas sobre la
identidad individual, o la construcción de la subjetividad, suele tener un
carácter determinante que puede ir de lo invisible, normal y correcto hasta
resultar opresivo, represivo y asfixiante para los sujetos.
Por caso, culturas étnicas tanto paleolíticas
como neolíticas, endógamas, cerradas, conservadoras, jerárquicas,
uniformizadoras y represivas. Ello así
tanto en el pasado como en el presente más actual, tanto en sociedades tribales
como nacionales. Ejemplo clásico es el de la mayoría de los pueblos originarios
o autóctonos de América, África, Asia y Oceanía; amén de los semitas, los
gitanos, los anglosajones y los caucásicos en general.
En el aspecto religioso confesional tenemos
culturas pasadas y presentes, tanto tribales como civilizaciones, con ciertas
características similares a las de las culturas étnicas. Por caso el
cristianismo y el catolicismo durante dos mil años –no sólo en la Edad Media- con notas
muy conservadoras, rígidas y autoritarias; también los fundamentalismos
religiosos islámicos y ciertas comunidades religiosas de base cristiana y no
cristiana que bien pueden ser consideradas como ejemplo de fundamentalismo,
como es el caso de los menonitas y los mormones.
Se incluyen aquí
no sólo prácticas populares, o la historia de los aparatos eclesiásticos
respectivos sino también consideraciones teológicas del judaísmo, el
cristianismo, el catolicismo o el islamismo, el budismo, el hinduismo y
otros signados por elementos reacios al
cambio e inclusive a la discrepancia individual íntima. También muchas otras
concepciones, doctrinas y confesiones de todos los tiempos, aún admitiendo a
priori que algunas escapan a esta caracterización, como por ejemplo, la famosa
mitología griega y su rol en la sociedad de Grecia antigua.
Por último, en lo político ideológico contamos
con ciertas experiencias históricas destacadas por lo ominosas, como las de los
países comunistas, el nazismo y el fascismo, actualmente ya casi desaparecidas,
o en profunda transformación salvo la excepción de Cuba y Corea del Norte, en tanto
el omnipresente populismo latinoamericano actual goza de gran vitalidad.
Estos tres sistemas culturales dominantes (él
étnico, el religioso y el político) se distinguen por su carácter totalizador y totalitario, basado en
el peso de dogmas y relatos y de las más sofisticadas modalidades de
manipulación, disciplinamiento y control de los comportamientos y las
mentalidades de los individuos, buscando destruir su subjetividad para
adocenarlos en calidad de masa robotizada.
De modo que cada uno de ellos puede constituir
una suerte de tercera piel por la preeminencia que ocupa al interior de los
condicionamientos culturales en general, es decir, los de la aquí considerada
como segunda piel.
Vale aclarar que decimos “tercera” en relación
con nuestro trayecto de explicación a los lectores, siendo en realidad
contemporánea de la anterior en cuanto a su formación, al punto de que
cualquiera de ellas puede ser considerada como una subparte de la cultura
global correspondiente.
No obstante, es frecuente y hasta lógico que
los tres subsistemas se presenten conjuntamente, articulados y hasta fusionados
en un único complejo hegemónico como ha sido el caso de la sociedad católica
medieval y de los actuales países con fundamentalismos islámicos.
Los he considerado como una tercera piel, ya
sea privilegiando alguno de ellos o bien en su conjunto, en tanto su concreto
poder constrictor sobre la configuración de la subjetividad es superior al
ejercido por la segunda piel, es decir, por la cultura (lato sensu) que los
contiene.
Resaltan en esta tercera piel su carácter ideal, su inmaterialidad
originaria, especialmente en la religiosa, ya que el principio generatriz más
importante es la idea de Dios, una idea tan poderosa que configurará impresionantes
transformaciones históricas en la cultura material y en los comportamientos
objetivables, así como en el campo de las ideas y las prácticas individuales y
sociales, privadas, públicas e institucionales que le dan sustento. Pero que sin embargo, lo más
poderoso y constrictor que posee es el vínculo personal de subordinación que
establece entre Dios y cada uno de los humanos.
Vínculo que tradicionalmente suele denominarse
como “fe”, desde una lógica legitimista, pero que aún admitiendo este supuesto
carácter puede agregársele otro de no menor importancia y presencia real en el
fenómeno vincular religioso, como es el temor, el miedo a lo desconocido. Aquí
es dable observar el carácter constrictor u opresivo de dicho vínculo y en consecuencia el poder coercitivo de las
organizaciones religiosas creadas a su servicio.
El vínculo entre la idea de Dios y la
conciencia individual generalmente es presentado por los creyentes como de
origen autónomo, pero un estudio imparcial revela fácilmente su carácter
heterónomo y unidireccional proveniente fundamentalmente de la educación
religiosa previa, a lo cual se añade, por el carácter abstracto de la idea de
Dios el miedo a lo desconocido, incluyendo el miedo a los relatos míticos
acerca del principio y del fin de la humanidad. En tanto que los vínculos generados
entre los aparatos religiosos y sus correspondientes feligresías puede ser
analizado no sólo desde lo religioso, sino también desde lo sociológico, lo
político, y hasta lo económico.
Otra característica del peso e importancia de
la religión sobre las conciencias de los creyentes es su gran perdurabilidad en
condiciones de casi ausencia de cambios. Así, todo aquello que originariamente
pudo haber sido mito, pasó a ser más tarde religión, a tener teología y
doctrina y organización social al servicio de ese vínculo personal y social del
individuo y de los grupos con el Dios de que se trate. De modo que se pasó de
las incertezas al dogma, congelándose en este punto.
Como ya dije, si bien es posible reconocer
actualmente sociedades donde el tradicional peso en la construcción del yo por
parte de esta tercera piel se encuentra en retirada, también es posible hallar
simultáneamente otras en las que predominan fundamentalismos religiosos que
controlan no sólo partes sino la totalidad del poder social en sentido amplio.
En consecuencia, es difícil escapar totalmente
a los influjos de estas pieles, la étnica, la religiosa y la política. En nombre
de alguna de ellas, o de las tres, los humanos matan y ofrendan sus vidas a
entelequias de tremenda gravitación como han sido y son la tribu, la nación, la
confesión religiosa o el partido político. Y en nombre de ellas transmiten sus
amores, sus agravios y sus odios a sus
descendientes y a sus prójimos.
Liberarse de estas pieles a conciencia es muy
difícil. Sólo muy pocos son capaces de hacerlo Las sensaciones y sentimientos
de culpa y temor por dejar de
pertenecer, de ser y de parecer a lo que con esas pieles supuestamente
se adscribe, se es y se parece pesan mucho en la conciencia de los individuos,
sobre todo cuando las características de la segunda piel en general se
corresponden con sociedades cerradas, poco proclives al cambio y a las
libertades individuales en el más amplio sentido.
Voy a referirme a otra piel, a otra coraza o
ropaje simbólico que determina o condiciona fuertemente, según los casos, la
constitución de la identidad individual con acentuados rasgos totalizantes y
autoritarios, tanto o más -según sean las concepciones al respecto- que las que
he desglosado precedentemente y clasificado como tercera piel. El orden en que
las he presentado obedece exclusivamente a los fines educativos, y no porque se
hallen jerárquicamente ubicadas de esa manera. Por lo tanto, bien vale reiterar
que constituyen desgloses de la segunda piel.
Se trata de las ideas de patria y patriotismo,
tal como se conocen en lo que damos en llamar la concepción metafísica de la patria. Por razones
prácticas recurro me refiero a esta concepción escribiendo Patria con
mayúscula, como hacen quienes la personifican.
Si bien esta idea ya se conocía en la Roma
antigua, donde es claramente denunciada como un instrumento de dominación de
los ricos y poderosos sobre las clases sometidas, la mejor versión legitimadora
de esta concepción es la que proviene de la alianza ideológica entre el acervo
teológico del catolicismo, el tradicionalismo monárquico, el nacionalismo, los
estados sacerdotal y militar y el Estado-Nación. Alianza que llegó a la cima de
su poder de dominación sobre las multitudes durante los siglos XIX y XX.
El resultado ha sido una concepción etérea de
Patria que se exhibe literariamente como expresión adventicia de Dios en la
tierra.
De ahí que esta piel particularísima tiene un
estrecho vínculo con la piel representada por las creencias y prácticas
religiosas, en Occidente las de la Iglesia Católica.
Asimismo es causa y efecto del surgimiento y vigencia de las
ideas nacionalistas, las cuales hallan de este modo una filiación de
procedencia celestial. En este sentido la lucha política del buen cristiano en
la tierra es considerada por sus sostenedores como reflejo de la lucha entre
Miguel y Satanás, o sea entre los ángeles buenos y los ángeles malos.
También puede considerarse como la que mejor
representa lo que mencionamos como tercera piel. Pongo como ejemplo las
exaltaciones patriotistas (permítaseme el término) llamadas fascismo y falangismo en el mundo español, las de los
sectores conservadores de derecha de los EE.UU. con su exclusivismo racial
blanco, sus odios raciales y sus metas de dominación mundial. Asimismo
pertenecen a ella el nazismo alemán y sus derivas contemporáneas y posteriores
a su caída en la Europa eslava.
A mi juicio esta piel constituye la peor de
todas al concebir la condigna conducta política del cristiano de esta versión
como un patriotismo nacido de un supuesto mandato divino de un Dios que antes
de “volverse” universal fue un dios local o nacional.
Patriotismo de mandato es vínculo vertical
descendente. Sin embargo, puede concebirse –y de hecho así ocurre- otro
patriotismo, horizontal, basado no en mandatos ni miedos sino en el amor al
prójimo descubierto por los propios hombres. Un patriotismo cotidiano de la
convivencia práctica que supere las fronteras territoriales, los ejércitos y
todo tipo de exclusas que impidan el objetivo más humanista de tener una patria
mundial de paz.
En suma, una irracionalidad monumental y
monstruosa con una estética que ha llegado a alturas sublimes para justificar
las peores aberraciones, como ha sucedido largamente en la historia, y con una
parafernalia de ritos y fetiches para extender más su influencia y su
gravitación conceptual pero fundamentalmente emocional y sentimental en la
constitución del yo de millones de robots despersonalizados, o masas, que en
cada experiencia histórica de este tipo fungen de rebaños, de claques o de
guardias imperiales del César de turno, siempre con supuesto agrado de un Dios
paternal que supuestamente se regocija
con esos delirios en realidad simplemente humanos, demasiado humanos.
CONCLUSIÓN
Los humanos estamos siempre vestidos aun
cuando estemos desnudos. Todo nos viene de afuera -y de arriba según algunos-.
Pero todo se encarna en la piel primera, y lo hace personalizadamente, no
estandarizadamente.
Cada individuo es un interior para si, pero es
un exterior para los demás. De modo que la primera piel es primera para uno
mismo pero es segunda para los demás.
La primera piel representa la piel individual
con su capacidad de reflejar lo externo como si fuera un espejo, pero también
con la capacidad de rechazarlo. Aceptar y rechazar como ejercicio de la
voluntad individual libre, sin coerción ni trampas, pero también aceptar y
rechazar por errores de conocimiento, por miedo, por cálculo y por engaños.
De alguna manera esa piel evidencia las posibilidades
y los obstáculos personales para conocer la verdad y la libertad de obrar en
consecuencia, y simultáneamente las características del sistema en que cada
individuo vive en sentido humano.
La segunda piel es la de la cultura
preexistente a la llegada de cada nuevo ser humano al mundo, especialmente la
de la cultura contextualizadora de cada existencia individual.
Las terceras pieles y aún la cuarta son
desgloses analíticos de la segunda que se destacan por su desarrollo histórico
y su tremendo poder modelador sobre los individuos en los aspectos antes
mencionados.
Sin embargo, la condición de individuos en el
mundo actual no atribuye ni representa un estado de autonomía y auto soberanía,
sino espacios residuales de libertad que
todavía no han sido expropiados por la cultura, ni por la vida colectiva, ni
por los mitos, las creencias y las supersticiones, ni por el Estado, valiéndose
del ejercicio del poder, la fuerza, la violencia, el engaño, la mentira, el
temor, etc, ni tampoco concedidos desde el individuo cuando la fuerza, la
violencia, la mentira y el engaño han sido internalizados y legitimados por
éste en su conciencia o sedimentados en su inconciente.
Para terminar, parece que nada cambia y todo
cambia. Lo social es esencialmente cambiante, de ahí que la segunda piel
registra los cambios producidos fuera de cada uno y sus encarnaciones en cada
uno.
Los ritmos de los cambios son particulares y
situados, por lo tanto variables y fluctuantes. Pero no todos pueden ver los
cambios en la realidad total ni todos los cambios en todos los campos de la
realidad total son necesariamente visibles ni perceptibles.
Algunas personas pueden disociar los
comportamientos correspondientes a las pieles particulares de la cultura o
segunda piel, y hasta pueden percibirlas analíticamente posicionándose frente a
ellas en forma conciente. Pero no es lo habitual. Lo más frecuente es que todas
ellas sean percibidas y vividas como un entramado indisoluble, o al menos de
difícil separación.
Precisamente los que hemos clasificado como
representativos de la tercera y cuarta pieles suelen ser muy notorios y
visibles en los momentos y coyunturas que llevan a su aparición, crecimiento e
instalación. Cuando se presentan situaciones de interpelación o impugnación de
aquellas los sistemas sociopolíticos existentes se resienten en muchos niveles
y lugares con grados de riesgo y peligros muy diversos. La historia lo
demuestra acabadamente.
Inexorablemente más tarde o más temprano, en
forma imperceptible o evidente, para unos sí y para otros no, lo conocido se
vuelve extraño y la verdad deja de serlo. Pero una vez lograda una nueva
situación de estabilidad lo novedoso se torna paisaje habitual, se naturaliza,
y aquello que pudo haberse percibido como pesado, gravoso, rígido, sofocante y
temible puede dejar de ser percibido de esa manera.
En estas condiciones todo el campo de la
segunda piel como producto y espacio simbólico se torna natural para el sujeto
pues la lleva tan adherida a si mismo que se vuelve una única piel. Y así, la
condición de humanidad se define desde las circunstancias particulares vividas,
porque ya es imposible la conciencia de sujeto frente al mundo. Ya es imposible
abstraer lo humano. Y lo humano sólo puede entenderse completamente, como todas
las cosas desde si mismo y desde afuera, nunca por separado.
Por lo tanto, si esto está sucediendo
constantemente en la realidad hay que indagar constantemente la misma si se
quiere conocer algo que ya no es lo que fue hasta hace un rato atrás. Para eso
hay que rescatar una y otra vez el sentido profundo del conocer, consistente en
destapar lo tapado, abrir lo que estaba encerrado, nombrar lo innombrado,
exhibirlo, desmontarlo, desconectarlo y luego volver a armarlo y
contextualizarlo.
Al hacerlo estaremos mudando nuestras pieles,
perdiendo las viejas y vistiendo las nuevas, aunque puedan ser nuevas sólo para
uno mismo.
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