Los encargados de que todo marche como tiene que ser, pero sobre todo el
mismísimo monarca, tienen un ojo especial para captar ausencias, pero mucho más
un olfato crítico para detectar "autoinvitados". Está claro que el
delicado y riguroso ceremonial de Corte cuenta con todos y cada uno de los que
"tienen que estar" en el sitio justo a la hora pautada
Presurosos algunos nobles escogidos se dirigen al Palacio de Versalles,
más precisamente a las recámaras reales. Es ya la hora determinada de la mañana
en la que el Rey se despereza y debe iniciar sus actividades. A ellos les toca
estar presentes para todo el diario ceremonial de "vestir a Su
Majestad". A ninguno de los designados se le ocurriría faltar a lo que
quizás sea la cita más importante del día.
No puede haber ni ausentes ni asomaos en esa liturgia matutina. Los
encargados de que todo marche como tiene que ser, pero sobre todo el mismísimo
monarca, tienen un ojo especial para captar ausencias, pero mucho más un olfato
crítico para detectar "autoinvitados". Está claro que el delicado y
riguroso ceremonial de Corte cuenta con todos y cada uno de los que
"tienen que estar" en el sitio justo a la hora pautada.
Ninguna Corte es numerosa. No puede serlo porque luciría más bien una
gallera a la que se ha dado "puerta franca". Su poder, su legitimidad
y hasta su efectividad dependen de que sea el hábitat de un exiguo grupo de
escogidos. Por eso, tanto las "entradas" a ese Edén, como las
"echadas" de él son rigurosamente pautadas.
Son, como en los clubes exclusivos de la oligarquía, otros miembros, ya
duchos en la vida y milagros de la Corte, quienes "apadrinan" a los
nuevos candidatos. Del éxito de semejante apadrinamiento dependen lealtades que
serán muy útiles llegado el momento. Algo así fue lo que nos descubrió un
sensacional trabajo de hace dos domingos en "Siete días" del diario
El Nacional: el confiscador de tierras, Juan Carlos Loyo, entrando a la Corte
de las manos del diputado carabobeño Ameliach.
Este "apadrinamiento", sin embargo, no deja de tener sus
peligros, porque si el "apadrinado" no se comporta y cae en la mira
desagradada del autócrata, no sólo caerá él, sino su padrino también. Por ello
siempre es recomendable que el candidato a cortesano muestre sus
"cualidades" con el esmero adecuado en cuanta oportunidad tenga. Con
ello da garantías al potencial padrino y atrae la benigna mirada del autócrata.
Otra forma de entrar puede ser coquetear con la familia real, llenarla
de regalos, reírle sus gracias, servirles de compañía en cuanta oportunidad se
presente. Recordemos el famoso refrán "quien a tu hijo besa, tu boca
endulza". Y el autócrata es muy sensible a eso.
Todo autócrata
sabe que la reverencia y el temor que él debe provocar exige que nadie entre
los cortesanos -o los aspirantes a serlo- se sienta exento de cualquier
castigo: un periódico ostracismo como los que Chávez otorga de cuando en vez, o
el exilio perpetuo; pero tampoco el cortesano sabe cuándo le puede venir un
súbito regalo, una alabanza, un ascenso.
Todo depende del humor del
autócrata, y de su "standing": si la "popularidad" decrece,
tanto más se precisa de la lealtad de los cortesanos. Castigos y premios, pues,
son el pan nuestro de cada día en la vida de la Corte.
La Corte es también el dominio de las palabras, por ello ¡hay que
cuidarlas! En el riguroso entrenamiento cortesano se aprende -y de ese
aprendizaje y su práctica depende la sobrevivencia exitosa- lo que hay que
decir y cómo decirlo, pero sobre todo se aprende lo que hay que ocultar y
callar.
La Corte no es para los miembros desarrollar mejor su trabajo. No. Esa
Corte existe para que el autócrata se sienta rodeado por quienes le son patria
o muerte. Por ello el aprendizaje más vital es llegar a saber cómo hablarle al
Jefe, de modo que al lograr convencerle de algún asunto, suban a la
estratosfera los "puntos" del cortesano.
Y quizás más importante aún, saber cuál es la interpretación justa de
sus palabras, y mucho más de sus silencios.
Los veteranos
logran imponerle al jefe sus temores porque saben cómo hablarle, incluso qué
gestos administrar en el proceso, como cuando le convencieron de echar pa'trás
la fallida Ley de Universidades.
Pero también cómo predecirlo: tarea agobiante y azarosa.
Para el
cortesano que aspire al éxito las fatigas abundan y los "tiempos" son
eternos. Debe acudir en riguroso uniforme de cabeza a pie a todas las citas
presidenciales y hasta debe "mudarse" a Miraflores, como dicen ya
hizo Giordani. Así estará más cerca del autócrata y hasta se adaptará a una
vida llena de trampas y negras sorpresas.
Pero como era predecible, la Corte se marchita rápido y ya comienzan a
abandonar al "Costa Concordia" los fieles de ayer. Vivimos en tiempos
de talanqueras y excomuniones inútiles, mientras aires nuevos soplan desde el
Este.
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