Las recientes apariciones públicas del Presidente de la República
permiten varias interpretaciones.
En primer término, en un plano humano elemental, resulta evidente que el
jefe del Estado experimenta la perplejidad y miedo que la toma de conciencia de
nuestra finitud suscita en cada uno de nosotros, en algún momento de nuestras
vidas. Es un miedo normal, que en el caso de una persona acostumbrada al
ejercicio del poder y rodeado de adulantes, seguramente se acentúa y
multiplica.
En días recientes, Su Santidad el Papa afirmó que “la soberbia es la
esencia del pecado”. Esta frase de Benedicto XVI permite, en segundo lugar,
aclarar otro aspecto de la crisis individual de Hugo Chávez, y apreciar con
mayor nitidez sus repercusiones institucionales. Me refiero al contraste entre,
de un lado, sus plegarias al cielo, sus solicitudes a Dios para que prolongue
su vida y su afirmación de que “ahora es más cristiano que nunca”, y de otro
lado una trayectoria política que estos pasados años se caracterizó por sus
ataques implacables a la Iglesia católica, sus ofensas a Cardenales, Obispos y
sacerdotes, y su reiterada prédica marxista.
Nos enfrentamos a una
contradicción elocuente, que pone de manifiesto no solamente una falta
de seriedad verdaderamente patética en cualquier ser humano, pero
particularmente cuestionable en el caso de un personaje con las ansias de
figuración histórica, permanente y prepotente actitud de perdonavidas y
propensión a humillar a los otros, que siempre ha revelado el caudillo de la
disparatada “revolución bolivariana”.
Lo más asombroso de todo esto (aunque tal vez ya nada proveniente de Hugo
Chávez debería sorprendernos), es la absoluta incapacidad para la autocrítica
que ha exhibido en sus intervenciones, rogando a la Divina Providencia la
extensión de su existencia. Después de trece años de arbitrariedades y abuso
del poder, de persecuciones e injustos encarcelamientos por motivos políticos;
luego de más de una década durante la cual nuestra sociedad ha sido
deliberadamente sometida a un proceso de división y propagación del odio; de un
tiempo que ha visto morir violentamente a decenas de miles y la emigración
masiva de otros tantos, así como el desmantelamiento de la estructura
institucional y productiva que Venezuela había levantado con el empeño de
varias generaciones. Después de este período de oprobiosa sumisión del país al
despotismo castrista y de utilización caprichosa y sin controles de los
recursos públicos, el Presidente de la República, llegada la hora de hacer un
balance, se muestra tercamente renuente a abrir al menos una pequeña rendija
que apunte más allá de la soberbia, el delirio y la autocomplacencia, y le
posibilite comprender y asumir su culpa.
Esa culpa palpita en el corazón Venezuela. Ignoro si será juzgada en esta
tierra o si tocará hacerlo al Autor del universo, más allá de nuestras
limitaciones. Pero si bien la culpa, en un plano ético y político, es clara e
inequívoca, de alguna contrición no se vislumbra ni atisbo. Por el contrario, y
en forma cuasi-mágica y frívola, con un rosario bendito colgando del cuello,
Hugo Chávez pide la intervención de Cristo para que le conceda años adicionales
y proseguir así su obra destructiva.
En una dimensión adicional de las cosas, pienso que la muerte, no menos
que la vida, exige de nosotros un esfuerzo de dignidad. Me pregunto si los
familiares del Presidente, o los oportunistas que le circundan, captan la
naturaleza poco digna de lo que estamos presenciando y procuran atenuarla. O
quizás también tienen miedo.
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