¿Qué pasa en Chile? ¿Por qué tanta agitación social? ¿No
es Chile comparado con otros países latinoamericanos uno de los más
desarrollados? La pregunta la he debido contestar muchísimas veces; y mi
respuesta es siempre la misma: “En Chile hay una profunda crisis de
representación”.
ALGUIEN AGITA |
Acostumbrados a pensar de acuerdo a lógicas causalistas,
es difícil hacer entender a quienes no son chilenos -a los chilenos también-
que los movimientos sociales no siempre
están determinados por el hambre y la miseria. Es por eso que intento
argumentar así: “suele suceder que cuando diversos sectores sociales no
encuentran una representación política adecuada, estos deciden actuar por su
cuenta y de este modo se invierte la relación tradicional pues en lugar de que
los partidos conduzcan a las movilizaciones, son estás últimas las que conducen
a los partidos. Eso es lo que ha ocurrido en todas las grandes movilizaciones sociales
y Chile está viviendo el impacto de muchas”.
Primero fue la movilización de Hidroaysén mediante la
cual diversos sectores de la izquierda chilena descubrieron de pronto que
tenían una tremenda conciencia ecológica. Después irrumpieron esas grandes movilizaciones
estudiantiles que hicieron decir a tantos despistados que en Chile estaba
comenzando una revolución social anti-neo-liberal. Y cuando el atribulado
Piñera pensaba que, al fin, con los estudiantes en merecidas vacaciones tendría
un cierto descanso, irrumpió -como si se tratara de una “Fuenteovejuna”
revivida- el levantamiento social de la
abandonada provincia de Aysén. Y hoy, ya algo apaciguada la rebelión de Aysén,
aparecen los gritos de los pobres de Calama.
¿Cómo entender todo eso? ¿Será que los chilenos han
descubierto recién que terminó la dictadura y quieren recuperar todo el tiempo
perdido en pocos meses? ¿Qué pasa en Chile?
Siguiendo el ejemplo del inspector sueco Wallander,
intenté descubrir si todas esas movilizaciones tienen algo en común. Mi
comprobación fue la siguiente: En primer lugar, todas han rebalsado la
estructura política siendo difícil alinearlas en el clásico esquema “izquierda-
derecha”. En segundo lugar, todas tienen un bajísimo componente utópico, es
decir, no se pronuncian ni en contra ni a favor de un macro-sistema económico o
social. Y en tercer lugar, todas tienen como referente al estado; léase bien:
al estado, no al gobierno.
Este último hecho, si uno observa movilizaciones sociales
que tienen lugar en otros países latinoamericanos, demuestra que Chile se está
poniendo recién al día con respecto a la agenda continental.
Las grandes movilizaciones indígenas y populares que hoy
tienen lugar bajo los gobiernos de Correa en Ecuador y de Morales en Bolivia,
mantienen también una impronta regionalista y anticentralista. Incluso, en el
gran duelo electoral que culminará en Venezuela en octubre del 2012, vemos que
Chávez levanta las banderas del estatismo centralista en contra de la
descentralización política que es, a su vez, una de las principales
reivindicaciones de la candidatura de Capriles.
En fin, parece que hay un evidente malestar en contra de
la excesiva centralización estatal que caracteriza a la gran mayoría de las
naciones latinoamericanas; y Chile no parece ser una excepción.
El peso político del estado se manifiesta en América
Latina en el desmedido rol que corresponde al Ejecutivo, no sólo en desmedro de
los otros poderes estatales sino, sobre todo, de las autonomías regionales.
Aunque ahora no es el momento de analizar esta situación, cabe señalar que ese
desbalance ha permitido que, en el pasado reciente, diversas dictaduras se
instalaron en el poder gracias y no en contra de la estructura constitucional
vigente.
En efecto, no pocas constituciones latinoamericanas han
convertido al “señor Presidente” (Asturias)
en una figura omnímoda, patriarcal y extremadamente autoritaria. Esa es
la razón por las cual las neo-autocracias latinoamericanas (Bolivia, Ecuador,
Venezuela, entre otras) se han servido del “hiperejecutivo” dominante para
demoler estructuras democráticas. Chile, en ese punto, no es ninguna excepción.
El “hiperejecutivo” del siglo XlX sigue presente en el siglo XXl. Así lo
demuestra al menos el legado constitucional de la nación.
La constitución de 1980 de Pinochet –para poner un
ejemplo- fue sólo una reforma de la de 1925 (otros dicen de 1926) A la vez, la
de 1925 fue una reforma a la de 1833, dictada bajo la égida de quien por muchos
es considerado el fundador del estado chileno: el ministro Diego Portales
Palazuelos.
La Constitución (portaliana) de 1833 surgió de una guerra
civil (1829) entre los dos grupos más
representativos de la oligarquía chilena: los “pipiolos” de tendencias
anticlericales y democráticas, y los “pelucones” de tendencias conservadoras y
clericales. Previo a la dictación de la nueva Constitución, Portales (“no creo
en Dios pero sí creo en los curas”) devolvió todos los bienes confiscados a la
Iglesia, estableció la educación privada y confesional, neutralizó al “partido
o’higginista” haciendo nombrar al general de Concepción, José Joaquín Prieto,
Presidente de la República (1831); entregó el poder económico a la oligarquía
terrateniente y minera (“fronda aristocrática”); depuró al ejército de
oficiales “afrancesados” (liberales) y declaró una guerra preventiva a Perú y a
Bolivia.
La Constitución de 1833 tuvo la virtud de “poner en forma” al Estado Nacional. En
los marcos de esa “puesta en forma” ha vivido hasta ahora la nación chilena, y
bajo ese “peso de la noche” -expresión de Diego Barros Arana- Chile llegó a ser
una de las naciones políticamente más estables del continente.
Incluso la izquierda chilena, hay que decirlo, nunca se
definió como antiportaliana. Al contrario, como la mayoría de las izquierdas
del continente, abogaba por un Estado fuerte y centralizado y la
descentralización administrativa así como la autonomía de las regiones nunca
fueron motivos de su reflexión. Todo lo contrario: los partidos de la izquierda
chilena reprodujeron hacia sus propios interiores las estructuras más
verticales y autoritarias que primaban en el estado portaliano.
El portalianismo llegó así a ser en Chile una ideología
nacional implícita. Pero fue bajo la dictadura de Pinochet, y gracias a la
inspiración del ideólogo portaliano Jaime Guzmán, cuando se convertiría,
además, en una ideología nacional explícita. Diego Portales, el decimonónico
ministro de todo, fue elevado, bajo Pinochet, a la condición de “guía
espiritual” de la dictadura. Y como es sabido, bajo la Constitución portaliana
de Pinochet gobernaron cuatro presidentes de la Concertación. De este modo, no
es errado decir que Portales continúa viviendo en la letra y en el espíritu
constitucional, en la primacía absoluta del poder ejecutivo y en el
indesmentible autoritarismo de las instituciones chilenas.
¿Será por eso que todavía resuenan en mis oídos aquellas
frases de Portales (carta a su socio comercial Cea) que aprendíamos de memoria
los estudiantes secundarios?
“La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un
absurdo en países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos
carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera
República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una
terrible para volver a otra y ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay
que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno
fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y
patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes.
Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y
lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo
pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual”
Mas, seamos justos: si nos atenemos a la realidad
histórica de la primera mitad del siglo XlX, Portales, gran estadista en un
mundo no democrático, hizo lo que tenía que hacer como estadista: Entregó el
poder “de jura” a quienes ya lo tenían “de facto”. Pero hoy –ese es el
problema- estamos en el siglo XXl, y Chile continúa siendo una nación tan
portaliana como antes, regida por una estructura política y por una
Constitución portaliana y –basta ver las reacciones represivas del gobierno de
Piñera frente a las movilizaciones sociales- con un estilo muy portaliano de
hacer política.
Quizás esos estudiantes que durante el 2011 protestaron
en contra de una educación elitista, o esos levantamientos regionales y
provincianos que hoy tienen lugar en contra del centralismo tiránico que
propuso Portales, están señalizando al todopoderoso Ejecutivo que ha llegado la
hora de despedirse, de una vez por todas, del espíritu de Portales.
Nadie puede esperar que el gobierno de Piñera lleve a
cabo lo que no hizo la Concertación y se despida del “estado portaliano”. Pero
si el gobierno que seguirá al de Piñera, cualquiera sea su ideología, no hace
nada en contra del sobrepeso del ejecutivo, nada en contra del centralismo
económico y administrativo que asfixia al país, nada en contra de ese obsceno
“Santiago es Chile”, nada en contra de las profundas desigualdades sociales, y
sobre todo, si no cambia, aunque sea simbólicamente, la constitución portaliana
todavía vigente, Chile volverá a ser lo que precisamente quiso evitar el
implacable Diego Portales: una nación políticamente mal constituída. Y eso es
lo peor que puede suceder a cualquiera nación.
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