Un “Estado de Derecho” es aquel en el que un marco
jurídico idéntico para todos constituye el principio regulador de las
relaciones sociales. De allí que digamos que el Estado de Derecho se asienta
sobre el principio del “imperio de la ley”, el cual supone que para que la vida
social pueda desarrollarse armónicamente, la ley debe imperar sobre cualquier
tipo de poder o interés.
Va de suyo que no toda reglamentación o mandato es ley,
pero eso forma parte de otra discusión que evitaremos en esta oportunidad.
Ilustremos la antedicha definición con un ejemplo muy
simple y elemental: dos señores robando cada uno un chocolate de una tienda.
Uno es un ciudadano “de a pie”, y el otro es un funcionario gubernamental de
alto rango. Allí donde ambos pagan de idéntica manera las consecuencias de su
mala conducta, podemos decir que existe un verdadero Estado de Derecho.
Contrariamente, allí donde el primero recibe su castigo, pero el segundo logra
eludir su responsabilidad gracias a la posición que ocupa en el poder público,
algo está fallando.
El ejemplo propuesto puede ser simplón, pero anima
formularse la siguiente pregunta: ¿En cuál de ambas situaciones ubicamos a la
Argentina de hoy?
En los últimos días, los pormenores de la tragedia de
Once con sus 51 muertos y 600 heridos se han encontrado en boca de todos. Ahora
sabemos, sólo gracias al fatal incidente, que parte del dinero de subsidios que
recibía la empresa de ferrocarriles (cerca de 5000 millones de dólares fueron
dedicados en 2011 al transporte público) habría regresado en forma de coimas a
funcionarios estatales de alta jerarquía.
Pero la experiencia indica que el tiempo pasará
rápidamente, y todo quedará perdido en el olvido de un pueblo resignado a que
la corrupción no se castigue como se debe, tal y como ha ocurrido con todos y
cada uno de los casos que comprometieron al kirchnerismo desde sus comienzos
hasta la fecha.
Los desaparecidos “fondos de Santa Cruz” (regalías
obtenidas por Néstor por la privatización de YPF en los ’90, colocadas en
cuentas bancarias fuera del país); el caso de coimas en la empresa Skanska para
ganar la licitación de obras públicas; la bolsa con 100 mil pesos del Banco
Central hallada en el baño de la entonces ministra de Economía Felisa Miceli;
los aportes financieros a la campaña de Cristina de la famosa valija de
Antonini Wilson que entraba al país con 800 mil dólares sin declarar; los 2
millones de dólares que compró Néstor utilizando información reservada que
preveía un aumento en la cotización de la divisa norteramericana; nepotismo en
órganos públicos como el INADI; el tráfico de cocaína a través de Southern
Winds que comprometió a altos funcionarios; el caso de la aerolínea española
AirPampas, cuyo dueño denunció que allegados a Jaime le exigieron 6 millones de
dólares en coimas a cambio de la autorización para operar en el país; el
denominado “caso Shoklender” y el presunto fraude de la construcción de
viviendas populares; el incremento vertiginoso del patrimonio de funcionarios y
empresarios amigos del poder, como Julio De Vido, Rudy Ulloa, Lázaro Báez,
Claudio Uberti, Cristobal López y Ricardo Jaime, todos denunciados por fraude a
la Administración Pública, abuso de autoridad, violación a los deberes de
funcionario y negociaciones incompatibles con sus cargos, son sólo algunos
ejemplos entre tantos otros que en su momento escandalizaron al país, pero que
rápidamente ingresaron en la profundidad del olvido y la indiferencia.
No falta mucho para que el caso de Once pase a engrosar
esta vergonzosa lista de impunidad. En efecto, en nuestro país lo que impera no
es la ley, sino el poder que deriva de la pertenencia o proximidad a lo alto
del oficialismo. En otras palabras, en la era del Kirchnerismo lo que impera no
es el Estado de Derecho, sino un putrefacto Estado de Desecho.
(*) Agustín Laje
tiene 23 años, y es autor de “Los mitos setentistas. Mentiras fundamentales
sobre la década del 70″.
La Prensa Popular | Edición 84 | Lunes 27 de Febrero de
2012
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