La caja diabólica que manipula conciencias, banaliza el horror,
introyecta la estupidez, estimula el consumo y reconcilia a los pobres con su
estado de postración.
Las reservas hacia la televisión no son exclusivas del universo de la
izquierda ortodoxa. Todavía hoy, incluso en los círculos ilustrados
conservadores, si un contertulio se encarga de dejar sentado, con toda la
sutiliza del caso, que “no ve mucha televisión” queda adornado con el detalle.
Cualquiera puede perfumarse de buen gusto y clarividencia si logra
establecer una correcta distancia de este epicentro que todavía hoy domina la
voluntad emocional de los hogares. Es muy clara la brecha, el vacío anímico
entre la televisión y la alta cultura.
Crecí bajo en un hogar que siempre le tuvo hondas reservas al mundo de la
televisión, y probablemente por eso, al poco andar, me hice de niño un
clandestino adicto a sus efectos.
Salvo el salvoconducto de los deportes y los
noticieros, y en algunas ocasiones los dibujos animados, en la sala de mi casa
campeaba una rígida normativa en la cual quedaban vedadas, por ser consideraban
subproductos que aletargaban el juicio y fomentaban el cretinismo, las
telenovelas, los policiales y los maratónicos sabatinos.
Esfuerzos inútiles: toda la veda establecida para cercenar los efectos de
la televisión por parte de mis padres, impuesta entre la burla socarrona y la
rigidez autoritaria, no pudieron impedir que a la larga me convirtiera en un
compulsivo consumidor de medianías audiovisuales.
II
Dos corrientes de pensamiento concurrieron, a mi manera de ver, en la
satanización de la televisión como vehículo de comunicación y entretenimiento.
Cierta escuela marxista y freudiana de principios del siglo XX, que depositó
excesivas esperanzas en las posibilidades de la razón del hombre, expresada
luego en autores como Herbert Marcuse, y alguna literatura profética de ciencia
ficción, de altísima calidad, mortificada por el destino del mundo del futuro y
el triunfo final de los totalitarismos, expresada en autores como George Orwell
y Aldous Huxley. La conclusión parece asentada, estática en el imaginario de
todos: la televisión sólo produce autómatas idiotizados susceptibles de ser
manipulados por el consumo.
Ambas están ubicadas en los años 30, cuando ya existía el cine y la
televisión era apenas un proyecto, aunque su influencia se extendió durante
varias décadas. Ambas, especialmente la segunda, pudieron comprobar como, en
los albores del mundo audiovisual, en principio a través del cine, el nazifascismo
identificó con rapidez el vínculo entre la comunicación de masas y su poder
para uniformar criterios y propalar fobias.
El “miedo al futuro”, la conjura entre la tecnología y la maldad humana,
la incertidumbre ante lo que no podemos ver, el advenimiento de una profecía en
la cual se impongan fuerzas que el hombre no podrá gobernar. Ha sido uno de los
pánicos e la especie, una de las obsesiones más recurrentes de la literatura
del siglo XX. En Venezuela, Carlos Raúl Hernández ha desarrollado ensayos brillantes
sobre el tema.
Las cargas que podemos inventariar contra la televisión no son, por
cierto, patrimonio exclusivo de sus dominios. Se las podemos adjudicar
perfectamente a cualquier instrumento de entretenimiento masivo. En sus cofines
por supuesto que se conciben empaques lamentables, se hurga sobre pasiones
humanas elementales, se exagera con la vulgaridad y la estupidez; se abusa
sobre la noción del espectáculo ante dramas humanos específicos e
intrascendentes. Es este un universo pagado de sí mismo; gobernado por el
estereotipo, poblado de gerentes y ejecutivos, que, con sus excepciones, no son
muy aptos para las reflexiones de calado hondo.
La verdad, sin embargo, es que la postura desdeñosa hacia todos los
productos de la cultura de masas, comenzando por la televisión, han impedido a
muchos intelectuales percibir sus sutilezas y sacarle provecho a sus múltiples
beneficios. Como lo han demostrado con solvencia autores como Umberto Eco, en
estos espacios sigue siendo amplísima la materia prima para revelar dramas
humanos auténticos, para formularse preguntas de carácter totalizador, para
recrear al hombre en torno a su incompletitud, sus dramas domésticos y sus
angustias existenciales. Especialmente ahora, cuando la televisión por cable y
el encuentro con Internet están alterando con claridad la relación del
espectáculo con la audiencia.
III
Existe una cláusula irrenunciable cuando toca fijar posición ante
fenómenos tan complejos y extensos: la palabra depende. Una renuencia declarada
a comprar discursos precocidos con recetas curativas estructuradas. Las
preocupaciones sobre el impacto de la televisión que subsisten en ciertos
espacios del universo intelectual y la izquierda clásica están anclados en la
realidad comunicacional del siglo XX. Un estado de la historia, en muy buena
medida, ya completamente superado.
El uso soberano de la palabra “depende”, no sólo nos salva de los juicios
convertidos en salmos, sino que nos permite cavar para discriminar en la mayor
de las obviedades: como en todo entorno pensado para el consumo de cultura, en
la televisión hay espacios que son espantosos, y hay otros que son excelentes.
Como sucede con los libros, las canciones, los folletines, los comics y los
suplementos. Como sucede con Internet.
En todas las reflexiones sobre los daños de la televisión observo mucho
celo normativo; muchos límites, mucho miedo a las disposiciones del albedrío
personal. Me recuerdan la airada protesta de Manuel Caballero a Fidel Castro
cuando éste, en plena Perestroika soviética, prohibiera en La Habana la
divulgación de la revista “Novedades” de Moscú: la apertura informativa
promovida por Gorbachov traía demasiados elementos perturbadores y subversivos;
demasiados aditamentos que le alteraban a las autoridades locales el lienzo
forzado del “realismo socialista” levantado a partir de la censura. Caballero
acusaba a Castro de prohibir a los cubanos información fundamental que, en
cualquier caso, este sí se leía para poder tomar la aventajada decisión de
proscribirla.
Porque cualquier juicio crítico sobre la calidad de la televisión en el
mundo no se puede sustraer de los contenidos que se emitieron en las naciones
de lo que fue la cortina de hierro; de lo que sucede en Cuba o lo que emite
Venezolana de Televisión. Una realidad unidimensional, una interpretación
monocorde del entorno, una aproximación condicionada, y en consecuencia,
extremadamente torpe, al entretenimiento como criterio, y, lo que es peor, como
derecho.
IV
Defensa del ambiente, reciclaje, comprensión de la fauna, tolerancia
sexual, viajes, etnias, historia de la cultura, ciencia, estilos de vida. Todos
son hoy, también, discursos vigentes de la televisión global. En la valoración
sobre la influencia de la televisión, como casi todos los elementos del consumo
de cultura, se ha menospreciado con evidente falta de puntería sobre el poder
de veto del otro extremo de la ecuación comunicacional: el receptor. Ese que
perfectamente puede apagar el aparato, si el contenido le ofende o no le
interesa, como también puede cerrar el libro, si aquí ocurriese lo mismo.
Ha sido la televisión, al mismo tiempo, un aparato que fomenta como
ningún otro la información y el conocimiento: los seres humanos de este tiempo
histórico están más y mejor informados, más al corriente de lo que se hace a uno
y otro extremo del orbe, más conscientes de su presencia sobre la tierra, más
pendientes sobre la evolución de la fauna y la defensa del planeta que nunca
antes en la historia en la humanidad. Neozelandeses y filipinos; noruegos y
sudafricanos, griegos y hondureños. Conectados a cada uno de los extremos de
sus confines gracias a la expansión comunicacional que ha apalancado la
televisión como uno de los vectores fundamentales de la globalización.
La metamorfosis que ha experimentado la televisión con la llegada del
cable, y su encuentro con Internet el formato youtube, ha creado un hábitat
demasiado extenso, demasiado ramificado, demasiado sofisticado y personal. Es
un estado de la historia que está consumado y ofrece realidades culturales
irreversibles. No tiene sentido negarlas. Se trata de cabalgarlas.
V
Muchas veces asistí de niño, estimulado por mis padres, a actos
culturales en las cuales se relataban historias en la cual se ridiculizaba al
extremo el papel de la televisión como elemento distorsionador del buen juicio
y la moral ciudadana. Con el paso de los años leí periódicos, hice míos
postulados ajenos, y digerí completos ensayos que enfundaban sus cañones en
contra de la televisión como padre de todos los problemas de este mundo.
Parecía como si todos estuviéramos aguardando por la llegada del día en la cual
ésta desapareciera de nuestras vidas: que un nuevo estado de cosas la sacara de
las salas de nuestros hogares o que un comité de sabios se sentara a
explicarnos dónde estaría la verdad y la belleza de las cosas.
Mientras lo hacía, sin apenas reparar en mi contradicción, no me perdía
los enlatados infantiles mexicanos, los seriados de entretenimiento vespertinos
y las toneladas métricas de spots publicitarios, jingles y estrambóticos
culebrones que también forman parte referencial de mi vida. Ocupan el mismo
espacio que las películas de cantinflas, las guarachas de Celia Cruz, las
historias de Conny Méndez y las canciones procaces de la infancia y la
adolescencia.
Inmunizado ya, hecho del virus un anticuerpo, un día decidí que sería yo
el facultado a prohibirme, prescribirme o recomendarme programación televisiva.
Soy un empedernido e irremediable televidente. Necesito que sus secuencias
intrascendentes sean el telón de fondo de la sala de mi casa y ya no me da
ninguna pena asumirlo. La uso incluso para que me acompañe sin volumen,
mientras escribo o leo. La adultez no es sólo un asunto cronológico: es una
decisión personal. Incluso para establecer el alcance y los limites de los
vicios. La televisión, además de una industria, es un formato para consumir
cultura, y un instrumento con cláusulas y vedas necesarias, que tiene normas de
uso y condicionantes específicos. Algunas de las posturas extremas con sesgo
ideológico que hoy subsisten en contra de la televisión me lucen muecas sin
contenido, esbozadas por personas empeñadas en forzar credenciales culturales
que no son propias. ¿Banaliza la televisión hasta extremos inadmisibles el
espectáculo de dramas diminuto? Cierto. También lo hace la que se proclama
socialista. Sin disimulos y para sus propios fines.
El que probablemente sea el invento cultural más importante del siglo XX
es, cómo no, tremendamente poderoso: por eso se le sataniza y se le teme. Por
eso el poder político moderno ha comprendido que la batalla más importante de
este momento se libra en sus cuadrantes. Como nunca antes, la política en el
mundo toma cuerpo cuando se apropia con solvencia de la comunicación como
criterio. Pues bien: dentro de sus cuadrantes, es que el televidente quien debe
decidir si ver a CNN o Telesur.
Liberado de monsergas, desplazándome en sus aguas con el remo del
zapping, sigo pescando historias y referencias en torno a la televisión. Dentro
de las cuadrículas que componen su terreno de juego hay unas reglas; hay un
debate, unos dilemas y unas historias; una discusión subyacente en torno al
devenir humano que yo no me quiero perder.
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