¿Dónde vio usted que estas revoluciones impliquen progreso alguno? La muerte de miles o de millones de personas por el capricho y el orgullo de los que mandan jamás será compatible con ninguna clase de progreso.
La corriente historiográfica del Revisionismo Histórico en Argentina, nacida en la década de 1930 pero con una tremenda influencia previa del integrismo católico en sus historiadores, especialmente en la heterodoxa versión maurrasiana, permaneció mucho tiempo en voluntaria reclusión entre las sombras de capillas y cenáculos católicos.
Treinta años después, por una suma de factores, se abrieron aquellas pesadas puertas que separaban a aquellos hombres cultos y solitarios del mundo y aquellas sus ideas comenzaron a recalar entre la gente, no sin una confusa mezcla de sentimientos opuestos como el tradicional rechazo integrista a la masa y a la plebe, por un lado, y el mandato cristiano de amar a los de abajo especialmente, por el otro.
Fue entre la juventud donde esa amalgama de cultura católica y rosismo prendió con fuerza hacia 1960. Su aparición más relevante ocurrió de la mano del Movimiento Nacionalista Tacuara, de pura derecha católica, que muy pronto segregaría su propia línea de izquierda. Ezcurra Uriburu y Joe Baxter representaron entonces la culminación por derecha y por izquierda de la unión de la historiografía “nacional” (así llamada desde entonces por oposición a la “liberal”) con la política “nacional” basada en la voluntad. Voluntad sobrehumana en ambos casos, aunque con diferentes fuentes de origen e inspiración (una católica, fascista, nazi y antijudía; la otra atea, laica y procomunista).
El Revisionismo Histórico (me refiero siempre al clásico de origen nacionalista, aquél del rosismo y los caudillos) no benefició tanto a la historia científica como sí lo hizo con la expresión histórica más compleja de la política argentina -el movimiento peronista-, al cual permitió subsanar las carencias y ambigüedades historiográficas del movimiento creado por Juan Perón.
En efecto, proveyó a éste de un discurso nacionalista de los orígenes que le permitió echar raíces en los tres siglos de historia hispanoamericana previos a la ruptura con España, basado en la unión entre el idioma y la cultura española, la religión católica y el ejército argentino, a lo cual sumó un modelo social que sintetizaba el summum del destino deseado para la nación: el estanciero conservador.
Desde entonces, para diferenciarse y aventar suspicacias, el adjetivo “nacionalista” fue reemplazado en los libros y en la militancia por el término “nacional”. De todos modos, el Revisionismo Histórico continuó alineado a la vertiente indiscutidamente autodeclarada de derecha, que se convirtió inmediatamente en enemiga de cualquier otro revisionismo histórico posible, especialmente de aquellos que introdujeran concepciones clasistas en sus presupuestos.
Para esta línea historiográfica, pues, todo lo que no entraba en los acotados límites de la voluntad nacional que guiaba la historia argentina desde afuera de ésta, como encarnación del sentido misional de la política -de esa concepción política integrista- era visto por ella como periférica y peligrosa, en consonancia con su caracterización política de la razón caratulada de liberal para oponerla a la fe católica, la cual representaba el alfa y el omega de Argentina y de toda América latina, y más allá de ésta los de la España Eterna, y aún más allá a todos aquellos lugares que habían pertenecido al Imperio Romano, ámbito en el cual la Iglesia Católica había pasado de perseguida a oficial, y en el cual se había hablado durante más de mil años el idioma latino, el mismo en el que se comunicaban el Cristo y los fieles en la Santa Misa.
Cultura hispanófila y católica versus cultura anglosajona y protestante venía siendo y continuó todavía durante mucho tiempo más como un clásico de la historia unida a la política, tanto en Argentina como en la Hispanoamérica posterior a 1810.
Lo anglosajón fue combatido desde los marcos del nacionalismo (rosismo), del nacionalismo popular (peronismo) y luego del nacionalismo popular revolucionario (peronismo revolucionario), siguiendo las tres etapas de la formación de la conciencia nacional difundidas en la década de 1970 por el revisionismo montonero.
En consecuencia, Jorge Luis Borges continuó siendo mala palabra en la cultura peronista, motivo por el cual jamás debía ser leído por los militantes y simpatizantes peronistas. Leer a Borges no servía para “hacer carrera” adentro de sus filas, a menos que fuera para combatirlo mejor. Lo mismo sucedía con Julio Cortázar. Éste y Borges eran los emblemáticos representantes de la antipatria. A la inversa, se decía que la obra de Marechal era inmensa, elevadísima, pero a ningún peronista le gustaba, y por más buena voluntad militante que se pusiera en su lectura habitualmente no se pasaba de una carilla de cualquiera de sus libros.
Conste que la izquierda argentina también acompañaba esa iconoclastia, pero lo hacía con sus propios fundamentos, obviamente, tan imbéciles como los “nacionales” (que nunca sabían muy bien cuando dejaban de ser tales para pasar a ser “nacionalistas” (cosa que éstos últimos sí sabían perfectamente bien respecto de las fronteras que los separaban de sus primos).
El núcleo duro del Revisionismo Histórico era la oposición insalvable entre el significado y sentido de Rosas y los caudillos federales, versus Rivadavia, Sarmiento, Mitre, Roca. Con una subdivisión interna entre los revisionistas respecto de Mariano Moreno, del cual existían tanto fanáticos seguidores como fanáticos enemigos.
El Revisionismo Histórico brindó hermosos y perdurables relatos de las bondades, sacrificios y sufrimientos de los buenos y de las maldades, crímenes y negociados espúreos de los malos.
Desgraciadamente, los historiadores, escritores y ciudadanos del campo liberal repitieron el mismo esquema pero a la inversa respecto al pasado histórico argentino, en tanto para el presente generaban sendos y correlativos campos de afecciones políticas y socioculturales antagonistas, los cuales se constituyeron mutuamente como enemigos mortales.
Como sucede siempre que se llega a una situación de oposición insalvable, el diálogo quedó paralizado en la frontera entre los dos campos ideológicos y políticos, siendo sustituido definitivamente por sendos y viejos monólogos de la Fe y la Voluntad hipostasiadas por un lado y de la Razón por el otro –de donde habían nacido, ya en el siglo XIX, las bases filosóficas de ambas razones instrumentales opuestas de la política argentina.
Pero desde los años ´60 ya no fue necesario hacer investigación histórica pues los resultados exitosos de los respectivos relatos la tornaban innecesaria respecto de sus propias feligresías, sobre todo porque para investigar en cualquier campo, y especialmente en las ciencias sociales, es imprescindible contar con absoluta libertad pública y absoluta honestidad intelectual particular.
De modo que por ambas partes la historiografía continuó siendo lo que siempre había sido: militancia política. Militancia en la que la política nacionalista primero y peronista después, y la liberal del otro lado miraban constantemente hacia atrás, hacia los campos de batalla de la historia, donde los muertos ilustres de uno y otro bando continuaban combatiendo movidos por la pasión necrofílica de la posteridad.
El componente mágico y religioso era, ciertamente, mucho más fuerte y vivo en el campo del Revisionismo Histórico, toda vez que se aprendía en la cultura peronista viva que no se podía ser buen peronista sin ser rosista, y a la vez nadie podía ser un verdadero y buen rosista si no era también un verdadero y buen peronista en los tiempos del presente; es decir… digámoslo de una vez… ¡si no se era también un fanático peronista!
Ciertamente, la iconoclastia revisionista no pudo ingresar sistemáticamente en la educación ni ser blanqueada de alguna manera, salvo a cuentagotas y anecdóticamente, como cuando dejaba ingresar algunas referencias en torno a algunas etapas y personajes históricos (la Conquista de América, Rivadavia y el empréstito Baring Brothers, Rosas y la soberanía nacional, Urquiza, Sarmiento, Mitre, Roca y la Conquista del Desierto), pero sólo en relación con la capacidad intelectual y el coraje de algunos escasos profesores simpatizantes aunque escasamente formados en el Revisionismo Histórico, que tenían el coraje de ser consecuentes con sus convicciones.
Así hasta el día de hoy. La corriente opuesta, la de la historia liberal, jamás ha asumido su condición de corriente ideológica, sino que se considera y se vende simplemente como “la historia, naturalmente…”
Por consiguiente, para ambas líneas políticas la enseñanza de la historia argentina debía servir para animar y sensibilizar los espíritus de los alumnos a favor y en contra de los patriotas y los traidores respectivamente, a tenor de los respectivos puntos de vista y enfoques científicos e ideológicos de cada corriente, y de cuyo conocimiento nacería en los alumnos, supuestamente, la conciencia nacional imprescindible para acometer “las tareas de la hora”.
Esas tareas eran, invariablemente, destruir al campo social y cultural opuesto. Si bien esta “destrucción” fue inicialmente metafórica ya que en todo tiempo y lugar parecerá natural y justo que los buenos vivan y los malos mueran, en las décadas del ´60 y ´70 la metáfora pasó a ser realidad: para ser profesor de historia comprometido con la verdad había que ser simultáneamente apóstol católico o cristiano tercermundista, y no serlo significaba automáticamente ser apóstata, el peor pecado posible.
Pues bien, en esos años de delirios múltiples, junto con los nacionalistas católicos, los peronistas y los cristianos tercermundistas -funestos frutos tardíos del integrismo católico- también ocuparon la escena política los castristas, guevaristas, comunistas, chinoístas y trotzkistas, amén de otras derivas locas y ridículas –radicales todas-.
En todos los casos, los respectivos simpatizantes y militantes argumentaban histórica y políticamente a favor de sus particulares credos, doctrinas, partidos y movimientos que todo lo bueno estaba del lado propio y todo lo malo del lado de los otros. Así se construyeron mutuamente como enemigos desde posicionamientos absolutamente polarizados e irresolubles como no fuera por la aniquilación del contrario.
De esa manera, la acción política reforzaba el conocimiento del revisionismo histórico, y desde éste se contribuía al conocimiento y la militancia política consiguientes. Los resultados de aquel conocer y actuar consistían en agitar las pasiones colectivas del pasado y del presente, sometiendo a la historia a las misiones de la política, las cuales a su vez eran determinadas por el pasado, es decir, por la historia, entendida solamente como el tiempo pasado que determinaba al presente para volver al pasado mítico del imaginario Edén de los orígenes de la nacionalidad.
De modo que ¡del futuro ni hablar! Y si se hablaba era sólo de un futuro utópico, lo cual invariablemente significa y entraña un desvío y un desvarío irracional hacia adelante, en correlato con pasados míticos y legendarios, es decir, mistificados.
Pero no se vaya a creer que en frente de todas esas sectas y subculturas radicales de izquierda, los restantes creadores y consumidores de ideas y de ideologías y practicantes activos y pasivos del arte de vivir en sociedad eran inocentes palomas, es decir, avecillas de paz. De ninguna manera, ellos también fueron cómplices, por acción o por omisión, como se es cómplice siempre en todos los tiempos y lugares, puesto que en el seno de la humanidad no existe lugar para la neutralidad. Y esto que acabo de decir, no es una sentencia apodíctica, de modo que no hace falta memorizarla para amarla ni demonizarla -ni a ella ni a mi- ya que es sólo una verdad sabida, sabida desde hace mucho, mucho tiempo atrás.
El grave cargo que hacemos a semejante unidad de concepciones y misiones como la que hemos comentado, como lo fue la del pensamiento y la acción consiguiente de signo integrista y radical, por ende violenta, orgullosa y autoritaria, es que de ella resultó y resultará siempre lo contrario de lo que históricamente se propuso realizar, por lo menos de aquello que en tal sentido asumió explícitamente, pues “lo otro” no lo sabemos, o no lo sabemos nosotros, o no sabemos todo, y quizá nunca lo sepamos..
El sentido natural de la vida es su proyección hacia el futuro, jamás hacia el pasado como obsesión ni como rémora, características que se hallan presentes -¡paradojalmente!- en toda posición que como aquella conjunción epistémica y práctica de los años de plomo, que se asumía como revolucionaria, y que por consiguiente presuponía un salto, un atajo, una anticipación en el tiempo cronológico de la historia.
¿Por qué digo esto? Porque las revoluciones que hemos conocido en el siglo XX, es decir, pensadas, organizadas, ejecutadas e impuestas por la fuerza por minorías sobre mayorías, no aceleran el tiempo histórico como habitualmente creen sus cultores más finos sino que ocurre exactamente todo lo contrario.
Lo que acelera el tiempo es la evolución, el andar tranquilo y armonioso de la evolución. El criterio que verifica lo que digo es objetivo, y es el progreso real de la humanidad.
¿Dónde vio usted que estas revoluciones impliquen progreso alguno? La muerte de miles o de millones de personas por el capricho y el orgullo de los que mandan jamás será compatible con ninguna clase de progreso.
De modo que a esta altura de la presente nota, su lectura ha de encerrar alguna utilidad, algún sentido que justifique haberlo hecho, no le parece? Mientras usted reflexiona y saca sus conclusiones yo diré que deseo que nadie formule respuestas a ninguna pregunta como si fueran las únicas realmente existentes, verdaderas y buenas. Pero si lo hace, por lo menos no las transmita, especialmente no lo haga con quienes lo aman y admiran, como suelen hacerlo los hijos y los discípulos. No les transmita sus propios odios para que ellos sientan un deber moral heredarlos y retransmitirlos a su vez.
Por favor, no lo haga.
Carlos Schulmaister
carlos@schulmaister.com
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