No vamos a disputarle el ancestro a nadie, pero estamos todavía a la espera de algo que se parezca lejanamente en vigor y perduración a El Príncipe, losComentarios a la primera década de Livio o las Historias de Florencia. Y no es que falten mentes poderosas en la disciplina, o sean poco prolíficos en esto de escribir, más bien al contrario. Se trata de que lo que se toma por científico en Maquiavelo, su fijación pretendida en el estado y el poder que en él se juega, su método empírico y su talante impecablemente amoral y, sobre todo, anti-religioso, no responde del todo bien a lo que él habría considerado tal de ser preguntado y de entender la pregunta. Así que Maquiavelo sería un científico ingenuo o, casi mejor, malgrè lui.
La ciencia maquiavélica ostenta, a nuestro modesto entender, cuatro fuentes de (in)formación y una de inspiración, fuentes que tienen poco de la ciencia que conocemos, gozamos y sufrimos tras la mutación moderna y mucho de arte a la antigua, de ese que gana con los años. Es, en primer lugar, un saber que viene de una experiencia directa e implicada en los acontecimientos, la de un participante directo en la gran política, de cuyas tareas Maquiavelo no tenía hartura: la cancillería de la República de Florencia, embajadas sobre los asuntos de la paz y de la guerra, instructor de un ejército civil, son los principales campos de su experiencia, justamente aquellos, por cierto, que dan materia inagotable a una forma de escribir la historia hoy en desuso que, en honor a Nietzsche, llamaremos "monumental".
Es éste el segundo venero del saber novedoso de nuestro hombre, que Maquiavelo toma sin ninguna inquietud cientifista de la venerable tradición de lo que Polibio llamara "historiografía pragmática" o más elocuentemente "política", la que relata los acontecimientos en los que se juegan cosas grandes, siendo el poder y su variedad fenomenal, las potestades, los reinos, los dominios y los imperios, con sus correspondientes efectos de libertad y servidumbre en hombres, pueblos y repúblicas, la cosa más grande y digna. Historia es memoria de pueblos y personas grandes, de la que se aprende siempre que sepamos leerla. Hay que aplicarse a hacerlo de una manera que Maquiavelo considera ajena a su tiempo, una manera servilmente monumental que no se pregunta de dónde viene la grandeza de los hechos que se narran y de ese modo se celebran (o vituperan, por cierto). Leer concienzudamente la historia es, pues, parte inexcusable de la gaya ciencia de Maquiavelo.
En tercer lugar, una lectura detenida de sus escritos basta para reparar en que su firmeza al declararse innovador viene de la convicción de que existe un saber sólido y bien establecido, la medicina, que él, una vez más, consideraba herencia definitiva de los Antiguos, quienes ya habían dicho todo lo que había que decir. Hay quien, como Wolin, toma este recurso médico como una gabela intelectual que Maquiavelo paga a la tradición medieval. No creemos que sea del todo justo ese juicio. Resumiendo mucho, podemos decir, en efecto, que el referente médico sirve a Maquiavelo para realizar una operación de analogía que, por mucho que nos revolvamos, tiene resabios platónicos, mutatis mutandis. La medicina es al cuerpo lo que el saber que se persigue por esos nuevos senderos es a la ciudad. Si el cuerpo tiene sus humores y su régimen más o menos saludable, del mismo modo podemos hablar de los humores civiles, así como de la salud, la enfermedad y, sobre todo, la corrupción de la ciudad.
Pero la medicina tiene, además, la ventaja de ofrecer al saber recién descubierto la perspectiva de una reserva de constantes en un medio en perenne movimiento, rico en situaciones críticas y ocasiones en las que se juega el cambio transformador. Este fondo constituye una naturaleza invariable y carece de trascendencia, pero su régimen es de un dinamismo desconcertante, que requiere de observadores atentos, como es el caso de la observación de los cielos. Y permite, en fin, que de la observación surja un diagnóstico y hasta un pronóstico, que nos aventura en el régimen temporal de la ocasión, el del tiempo absolutamente humano. Maquiavelo abunda en distinciones terminantes en apariencia, que el juicio de la situación va modelando hasta dar con las diferencias críticas, que conciernen de manera muy especial a ese lector privilegiado que es el dedicatario del escrito. Por tomar el libro emblemático de su talante científico, en El príncipe, dedicado al joven Lorenzo de Medicis, Maquiavelo nos hace perseguir las diferencias en las formas de los principados hasta el caso crítico, aquel en el que debe concentrarse nuestra atención porque en realidad es el único que requiere ayuda de su flamante saber: la existencia o no en el pueblo recién sometido de una costumbre arraigada de libertad en el momento en que el príncipe se hace con el poder.
La cuarta fuente formadora de la nueva vía maquiavélica es ni más ni menos que la conversación con gente inquieta de saber, estudiosa, inteligente, con experiencia del mundo, aunque no se compartan sus inclinaciones y preferencias en lo que toca al tipo de gobierno. En la biografía de Maquiavelo suele señalarse la importancia de su trato con Cosme Rucellai y los encuentros en los maravillosos jardines donde tiene lugar ese teatro magnífico de palabras que es el diálogo Sobre el arte de la guerra, una pieza maestra del género cumbre del Renacimiento que es el diálogo humanista. Éste representa la cristalización literaria de una forma de comunicación cualificada e íntima, a la vez exigente y alegre, en la que los amigos se comunican el saber sin miedo. Tenía por lo demás un género gemelo especialmente poderoso que ya desde antiguo se relacionaba estrechamente con el diálogo, que es la epístola, de venerable estirpe antigua y regulada por su propia poética. Maquiavelo es un espléndido y fecundo correspondiente, como han sido siempre las personas sabias en todo tipo de saber. Que estos ambientes desbordan la política, grande o pequeña, y toda filosofía hacia la poesía es también una de las glorias de Maquiavelo que desde luego no cabe asignar a su personalidad científica, si bien es para nosotros una de las señales más indicativas de su valía y genio.
Y decíamos que, además de las fuentes formativas, tenía Maquiavelo una fuente de inspiración. Según nos aparece en cartas y tratados, y en lo que conocemos de su biografía, nuestro primer pensador moderno de la política es una inteligencia despierta por un complejo de pasiones en las que se distinguen estrechamente dos: su admiración por lo grande y su amor por la libertad, ambas hijas directas de la historia todavía no historicista que gustaba leer, estudiar y escribir el florentino. Es más, ambas se cruzan en un patriotismo exaltado que tiene su centro en su ciudad dolorosamente dividida, un pasado esplendoroso en una Roma libremente republicana y un futuro dudoso en una Italia libre de bárbaros. Su fuente dorada es la Florencia libre y republicana que abre el camino a una Italia libre.
Sumado todo, creemos que Maquiavelo hubiera entendido mejor su nuevo camino como el arte de instruir a las personas y los pueblos en alcanzar una grandeza que merezca memoria, esencialmente la de vivir y permanecer libres. Ahora bien, si nos concentramos en el juego de estas pasiones básicas resulta la paradoja, un tanto desconcertante, de que el reconocimiento de la grandeza, su arte y su celebración correspondiente, es capaz de una autonomía inquietante. Hay grandeza en todo acto que haga visible la excepcionalidad de las personas, pero entre estos actos figura con especial atracción el que surgede la sombra de la libertad, justamente porque se cifra en conseguir ocupar y detentar el poder de manera exclusiva. Es en los Discorsi donde mejor se puede ver esta curiosa condición conceptual del poder que convoca la libertad misma en medios tan inestables como son las sociedades humanas. Parece que el espectáculo de la libertad de los pueblo suscita en los hombres movidos por una rivalidad enfermiza la ambición de elevarse sobre lo más grande.
Se suele asignar a un pretendido pesimismo antropológico los juicios como los que leemos en los capítulos iniciales de los Discorsi. Por lo que podemos saber de Maquiavelo, no parece que fuera especialmente inclinado al pesimismo. Lo cierto es que grandeza y libertad republicana rara vez convergen porque la naturaleza de los hombres tiene una falla que afecta justamente a la segunda: somos por lo general increíblemente serviles a la vez que incorregiblemente ambiciosos. Ante el espectáculo lamentable del servilismo generalizado, ¿cómo no va a despertar entusiasmo instintivo quien se hace con la libertad para él solo? ¿Y cómo no preguntarse por el arte que permite a ese osado sobrevivir a su hazaña, teniendo en cuenta que desde el momento en que pone el pie en ese camino su disyuntiva es de vida o muerte? Por lo demás, como ha señalado Viroli, en el tiempo en que Maquiavelo escribe y en los medios en los que hace política, se cultiva el lenguaje propio en el que se dicen y proponen medidas que están destinadas descarnadamente al mantenimiento del poder, sin que ni Dios ni hombres puedan poner reservas que vengan de una idea trascendente de bondad. Es el lenguaje para el que, por cierto, como dice Viroli, no se empleaban los términos de político o republica. Será el lenguaje triunfante de la razón de estado, pero era ya el lenguaje en que los atenienses hablaron con los melios. La originalidad de Maquiavelo está, más que en un descubrimiento, en la inflexión y el cruce de lenguajes y géneros en un medio denso de comunicación política que le empuja a hacer aparecer en un libro que promete un espejo de príncipes unas consideraciones que eran corrientes en las cancillerías y consejos de la época.
Así que el poder surge en el curso de esa operación que pone en contacto dos modos de entender la política. El pensamiento de Maquiavelo está animado por la aspiración a la gloria más grande, la de una patria libre de señores de fuera y de dentro, gobernada por unas leyes justas y unas instituciones que abren la participación a la capacidad y al mérito y animada por una idea de virtud que tiene como centro el bien común. Las dimensiones que alcanza semejante grandeza, y el monumento que merece en un medio tan difícil como la Italia sometida al arbitrio de reyes, nobles, papas y señores, proyecta una sombratambién inmensa, que cobra entidad propia, porque es, al fin y al cabo, pareja inseparable. Es su peligro permanente porque suscita la ambición de los grandes y la envidia de los mediocres. Es por ello que el tratamiento de la libertad republicana va en los Discorsi entretejido con las consideraciones sobre el gobierno principesco. Es la vieja lección de que una república tiene siempre que estar atenta y precaverse de la ambición que su grandeza misma alienta y la miseria que no puede dejar de albergar.