El liberalismo es objeto constante de crítica. Candidatos presidenciales, miembros de la intelligentsia, periodistas, miembros de la clase corporativista, líderes clericales, de la derecho, de la izquierda-estos, y varios otros, se unen en ubicar al liberalismo como la fuente principal de nuestros problemas contemporáneos. En la región latinoamericana, es prácticamente obligación moral detestar y despreciar al liberalismo.
La interrogante natural, por ende, es ¿qué es el liberalismo? En cierta medida, esa es una parte principal del problema. Hay "liberales" de todo tipo; y todos, sin excepción, ofrecen su particular definición al respecto. En las palabras de un observador, cada liberal moderno es, a la vez, participante de una herejía, pero parte de una secta. Empero, entre las diferencias y las distinciones, hay un común denominador.
¿Cuál es? La respuesta parecería obvia: la libertad. Pero la libertad en su expresión total, en todas sus dimensiones, conlleva una actitud específica, un temperamento ante el conocimiento, el temperamento liberal. Esta es una forma, quizá la correcta, de entender el liberalismo-no como doctrina, o tesos, o receta preconcebida en las aulas académicas, no como algún consenso político o pacto general. El liberalismo, así visto, es una actitud ante el conocimiento, ante la realidad externa-un temperamento humilde, que se adapta a los cambios, pero que privilegia lo conocido sobre lo desconocido, la tradición histórica sobre el heroísmo de un caudillo salvador.
En una sociedad abierta, todos tienen visiones y valores, pero en esta sociedad, la norma capital es que ningún miembro de la sociedad puede imponer su visión sobre otros. Esa es la fuente de la libertad: las decisiones normativas del deber ser, de qué hacer, cómo hacerlo, se toman en forma independiente de una previa concepción de cómo se debe vivir la vida del ser humano-independiente de la concepción del nacionalismo histórico, o del fundamentalista islámico, de un proyecto alternativo de nación, del tecnócrata iluminado, del ingeniero social, vaya, de aquellos que presumen un monopolio sobre la verdad.
Mario Vargas Llosa captura este ingrediente capital del liberalismo como actitud, o temperamento, cuando nos dice: "el liberal que aspiro a ser es uno que ve en la libertad un valor fundamental." Es, gracias a la libertad, a dejar hacer, a respetar las visiones de otros, que la humanidad ha prosperado, que ha pasado de las cuevas a las estrellas, de la tribu al correo electrónico. Y ya nos decía nuestro gran liberal mexicano, José María Luís Mora, es por ello que la libertad aborrece el despotismo. Para ejercer la libertad, se requiere una serie de instituciones que eviten imposición de visiones sobre nuestros conciudadanos-se requiere un marco de derechos que protejan que lo que es de uno, es efectivamente de uno, o sea, derechos de propiedad; y se requiere un sistema de justicia que imparta decisiones bajo la premisa de igualdad de oportunidad, o sea, estado de derecho.
Este es el temperamento de una sociedad abierta, el temperamento liberal: aquel que celebra la migración, la pluralidad racial, la diversidad política, el derecho al respeto ajeno. Es el mismo temperamento que ve con escepticismo los híbridos como "liberalismo social" o la pretensión "constructivista" de erigir, ex nihilo, sin historia o tradición, algo totalmente nuevo, una nueva sociedad que refute el pasado y "cambie" el futuro. Por ello, el liberal habla de imponer límites al uso de la autoridad-y por ende, de abandonar la vanidad de, digamos, planear, orientar, dirigir la actividad de otros proyectos de vida. Esa es la esencia, y la consecuencia, de toda una enseñanza de la vida basada en la conversación del ser humano con la historia, en el temperamento liberal.
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