El fin de Gadafi dice a las claras, felizmente, que la impunidad y el despotismo no son eternos. Su régimen tiránico y el terror que impuso al pueblo libio acabaron. Es a la vez una advertencia contundente para aquellos émulos y defensores del tirano muerto, varios de los cuales todavía pasean muy orondos su soberbia, su arrogancia y su jactancia en América Latina. Es bueno que sepan que en algún momento van a tener que rendir cuentas. Es interesante que amigos y simpatizantes de Gadafi se miren en ese espejo.
Lo que es de lamentar y también reclama una profunda reflexión es que hayan pasado 42 años. Que durante más de cuatro décadas el pueblo libio fuera víctima de una de las más feroces tiranías, cuyo titular, con una descarada conducta pendular, se mantuvo en el poder con el apoyo o la indiferencia, tan cómplice como el respaldo explícito, de las grandes potencias y países desarrollados, de uno y otro lado. He aquí otra de las lecciones que deja el fin de Gadafi, y de la que habría que tomar debida nota.
A veces resulta más indignante y condenable que la de los propios dictadores la actitud prescindente o decididamente de apoyo de otros países y gobiernos democráticos e instituciones y organismos internacionales, que pasan a ser el sostén fundamental de aquéllos. Por más que se le maquille con un hipócrita doble discurso o traten de justificarse con el cuento de que la política comercial va por otro lado –en concreto, “negocios son negocios”–, les cabe una inmensa responsabilidad y en definitiva son tan culpables como el que más.
Gadafi duró décadas en el poder gracias a sus socios de ocasión. Y ese tipo de cosas, esa política, a la que se denomina pragmática pero en realidad es cómplice o pusilánime, campea en América Latina, donde los “gadafitos” o aprendices de Gadafi, son demasiados. El comandante venezolano nunca ocultó su afinidad y lo prueba día a día en Venezuela aplicando métodos similares a los del tirano muerto, el que, dijo, fue “un luchador” y “un mártir”. El caso del teniente coronel es elocuente e ilustra sobre la vigencia de ese triste y condenable “pragmatismo político”.
Acaba de aplicar una multa millonaria (2 millones de &) a Globovisión, el único canal venezolano de TV independiente, emulando a su discípulo ecuatoriano Rafael Correa, porque no le gustó cómo cubrió una información en la masacre de la cárcel del Rodeo (así de simple)
Paralelamente ha rechazado o desoído una decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que le obliga a levantar la arbitraria proscripción que su Gobierno ha impuesto a uno de los hombres –Leopoldo López– que puede vencerlo en las próximas elecciones presidenciales.
El Secretario General de la OEA, José Insulza, dijo hace unas semanas al semanario uruguayo “Búsqueda” que esperaba que el gobierno de Venezuela acate el fallo de la Corte, y que si no lo hace denuncie el tratado y se vaya. Chávez no acató el fallo y no respeta la libertad de expresión. ¿Y qué pasa ahora?
El vocero del Departamento de Estado dijo que Chávez debe respetar sus compromisos internacionales y acatar la sentencia de la CIDH, y criticó la sanción a Globovisión.
¿Que va a hacer EE.UU.? ¿Lo va a denunciar a la OEA? ¿Va a pedir que se respete de una vez por todas la Carta Democrática? ¿Pasará algo o solo dejarán que pasen unos 42 años en Venezuela?
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