sábado, 1 de octubre de 2011

JUAN ANTONIO HORRACH MIRALLES: SOBRE EL CONCEPTO DE CIUDADANÍA, HISTORIA Y MODELOS. UNIVERSIDAD DE LAS ISLAS BALEARES (ESPAÑA) TERCERA PARTE

2.2. Roma
El modelo representado por Roma, a diferencia del griego (tanto en su vertiente espartana como en la ateniense), mucho más concentrado en el tiempo, ha mantenido una prolongada vigencia (material o teórica) durante unos quince siglos. Sea considerada como una forma de gobierno democrática o no desde el punto de vista de la actualidad (recordemos que república y democracia no siempre son la misma cosa), lo que no puede discutirse es que ha permitido mantener un camino que es el que nos ha conducido al momento en el que nos encontramos.

El modelo romano no fue estático, sino que evolucionó en varias y diferentes fases. En la primera, los Graco (Tiberio y Cayo), creadores del partido popular, llevaron a cabo una serie de reformas que se basaban en elementos democráticos pero también en otros de corte más demagógico. Por ejemplo, Cayo amplió la ciudadanía a los latinos que vivían en la misma península itálica o en las colonias. Posteriormente, el general Mario, nombrado cónsul el año 105 a.C., lleva a cabo una extensión de la ciudadanía a todos los miembros del ejército, que eran de procedencias muy diversas. Después de una sublevación del año 90, la condición de ciudadanía fue ampliada a todos los pueblos itálicos.

La época que significa el tránsito al modelo de Principado y su consolidación fue la más importante de todas. Tras las dificultades motivadas por la constitución en el año 56 del llamado Triunvirato (formado por César, Pompeyo y Craso), el Senado escoge como cónsul único a Pompeyo (Craso ya había muerto), que se convierte en el primer Princeps (después le seguirían César y Octavio). De cualquier manera, y aunque esta solución era en principio circunstancial, acabó convirtiéndose en algo permanente.

En el Principado se resolvió el problema de tener en el Imperio dos códigos legales: uno para los ciudadanos romanos (que incluía a los pueblos itálicos) y el otro para los habitantes de los pueblos conquistados.

Básicamente, el modelo romano implicaba la creación de distintos grados de ciudadanía. Por ejemplo, se permitía a los esclavos que en algún momento pudieran conseguir esta condición, y también podían tener acceso a ella individuos pertenecientes a las tierras conquistadas por el imperio. Un punto de inflexión para la creación de una ciudadanía romana se dio en el año 494 a.C., cuando las protestas de los plebeyos en el monte Aventino permitieron establecer un pacto con los patricios. Como resultado de este acuerdo se comenzaron a nombrar los primeros Tribunos del Pueblo, que otorgaban a los plebeyos una cierta protección contra abusos e injusticias.

El modelo romano se transmitía por vía paterna, de modo que cualquier hijo de ciudadano obtenía nada más nacer, de forma automática, el estatus de ciudadanía. El emperador Augusto ordenó que se establecieran controles en este sentido, como fue el caso de un registro escrito, que en la práctica era un “certificado de ciudadanía”. De esta manera, el ciudadano vivía bajo la esfera del derecho romano, tanto en la vida privada como en la pública.

La condición de ciudadanía implicaba una serie de derechos y también, como es natural, de obligaciones: bajo la esfera de los deberes se incluían, básicamente, la realización del servicio militar y el pago de determinados impuestos; en cuanto a los derechos, el que tiene que ver con pagar menos impuestos que aquellos que no eran ciudadanos era el más destacable fuera del ámbito estrictamente político. También un ciudadano podía realizar diversas cosas: casarse con cualquiera que perteneciera a una familia a la vez ciudadana; negociar con otros ciudadanos; un ciudadano de provincia podía exigir ser juzgado en Roma si entraba
en conflicto con el gobernador de la provincia de residencia, etc. En el ámbito más político, la ciudadanía implicaba tres tipos de derechos: votar a los miembros de las Asambleas y a los magistrados, poseer un escaño en la Asamblea y poder convertirse en magistrado. Pero, como señala Derek Heater,3 no todo se reducía a algo formal, sino que funcionaba algo más profundo: “detrás de las obligaciones específicas que conllevaba la ciudadanía se encontraba el ideal de virtud cívica (virtus), 3Heater (2007) es una obra muy útil para entender el desarrollo histórico de la idea de ciudadanía que era similar al concepto griego de areté”
(Heater 2007: 63).

Un elemento específico del modelo romano es que el poder político no estaba ni mucho menos tan repartido en Roma como en Grecia. En el período de la República el poder residía en el Senado y en los cónsules, mientras que durante el Imperio la figura del emperador era la que más atribuciones acaparaba. A pesar de la escasa capacidad política con que contó la Asamblea popular, el título de ciudadanía contó en Roma republicana con bastante prestigio. Los
derechos que confería no eran tantos, en cantidad y también en calidad, como los que tenían que ver con las polis griegas, pero pertenecer a la realidad romana era motivo de orgullo, como puede verse en la declaración “Civis Romanus sum” (soy ciudadano romano); en este caso podríamos decir que la condición de ciudadanía imprimía en el individuo unos atributos más vinculados al reconocimiento social que una efectividad de ejercicio sociopolítico. Otra diferencia con respecto a la realidad griega tiene que ver con las dimensiones territoriales de la condición de ciudadanía: en este caso los límites de la ciudadanía romana se extendieron más allá de la capital imperial, y esa extensión, como todo el mundo sabe, fue infinitamente superior al de las polis griegas. Roma nació precisamente como una ciudad-estado, pero la rapidez de sus conquistas alteraron radicalmente su naturaleza.

En el año 338 a.C., con motivo de sus ya múltiples conquistas, Roma puso en funcionamiento un nuevo tipo de ciudadanía, de segunda clase, una especie de semiciudadanía, que no implicaba los mismos derechos que los de la de primera clase. Por ejemplo, el derecho al voto no estaba incluido, lo que, entre otras cosas, impedía que uno pudiera convertirse algún día en magistrado. También, para evitar conflictos con pueblos vecinos que ambicionaban la ciudadanía romana, y como modo de obtener su lealtad, se aprobó la llamada lex Julia (90 a.C.), que otorgaba una ciudadanía recortada a cientos de miles de personas de toda la península itálica; “La ciudadanía romana era ahora algo parecido a un estatus ‘nacional’, en ningún caso limitado geográficamente a la ciudad de Roma” (Heater 2007: 69). Julio César introdujo la condición ciudadana también en las tierras galas del norte de lo que ahora es Italia (la llamada Galia Transalpina), pero aplicó medidas de similar estilo en el propio interior de sus fronteras, como es el caso de los médicos, que obtuvieron en este mandato el derecho al voto.

En la época del principado, se produjeron tres fases en los que la ciudadanía aumentó en número:

1. Entre el 27 a.C. y el 14 d.C., cuando Augusto otorga la condición ciudadana a los soldados que, no siendo ciudadanos, finalizaban su actividad militar. En esta época aumentó el censo electoral.

2. Durante los reinados de Claudio (41-54) y de Adriano (117-138). El primero otorgó la ciudadanía a muchos no itálicos, además de animar a los galos a formar parte del Senado y a ocupar cargos públicos. Sin embargo, en esta época las diferencias de clase, entre los de clase superior (honestiores) y los de inferior (humiliores), eran mayores que nunca.

3. La tercera fase es la más importante. El emperador Caracalla (211-217) promulgó la Constitución Antoniana (o Decreto Antoniniano) el año 212, que se convirtió en la ley más importante y reconocida relacionada con la ciudadanía romana. Mediante este edicto la condición de ciudadanía ampliaba los límites geográficos y
alcanzaba a la totalidad de los habitantes libres del Imperio. Se conseguía así integrar el ius gentium (derecho internacional) dentro del ius civile (derecho civil). La ciudadanía alcanzaba su máximo nivel de igualdad y amplitud, lo que determinó una cierta pérdida de valor simbólico (anteriormente señalado en el caso de la proclamación del Civis Romanum Sum), pues, al estar al alcance de cualquiera, la ciudadanía ya no permitía defender planteamientos elitistas de ningún tipo por parte de quienes la hubieran obtenido. También se reconocía de alguna manera la doble ciudadanía (romana y cosmopolita) que defendían los estoicos, pues el concepto de ciudadanía se adaptaba a un espacio político en cierta forma mundial (para los romanos el Imperio alcanzaba las dimensiones del mundo conocido).

2.3. El cosmopolitismo estoico 

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