En el actual contexto local e internacional, la fiesta del consumo y el barrido de problemas bajo la alfombra son insostenibles
Las políticas populistas se caracterizan por generar un auge de consumo y un bienestar artificial en el corto plazo, afectando el crecimiento en un plazo más largo. Consiguen la adhesión de un amplio sector de la población que no tiene por qué conocer los complejos mecanismos económicos y financieros, y que, por lo tanto, no puede juzgar la sostenibilidad de estas políticas en el tiempo. Las necesidades electorales de los responsables de gobernar hacen caso omiso a las consecuencias más duraderas.
El populismo es intrínsecamente inmoral porque se apoya y abusa de la asimetría de la información y de la falsedad de los mensajes. El ocultamiento de los verdaderos problemas y de las amenazas es inherente al populismo. Es una fracción menor de la sociedad la que conoce los costos y las consecuencias, y que por ello dispone de la capacidad para proteger su patrimonio o incluso incrementarlo. El populismo, además, está siempre acompañado de un fuerte intervencionismo, cuya discrecionalidad y orientación está reservada a los funcionarios del gobierno y sus amigos. La corrupción se extiende entonces con facilidad.
Todas estas consideraciones son aplicables a quienes gobiernan nuestro país desde hace ocho años. Resulta interesante repasar las diversas políticas aplicadas en este período, que pueden caracterizarse como populistas.
El mantenimiento artificial de bajas tarifas en los servicios públicos ha requerido un fenomenal aumento de los subsidios del Gobierno a los prestatarios. Pero a pesar de ello no se ha evitado una fuerte reducción de las inversiones, lo que ha desembocado en el desabastecimiento energético y en el deterioro de los sistemas de transporte. La corrección de las distorsiones acumuladas en un marco de creciente déficit fiscal inevitablemente conduce a recordar el famoso Rodrigazo de 1975.
El uso del ancla cambiaria como único instrumento antiinflacionario ha producido una caída del tipo de cambio real y de la competitividad. A valores constantes, la cotización del dólar se acerca a la que regía en diciembre de 2001, el mes anterior a la devaluación. El saldo del balance comercial se deteriora y crece la fuga de capitales. Se percibe que la Argentina ha vuelto a ser cara en dólares. Como políticamente es poco probable que en un futuro cercano se adopten medidas estructurales o mejoras institucionales que permitan ganar competitividad, las probabilidades de una devaluación adquieren mayor fuerza.
La presión inflacionaria, que ha superado el efecto de los congelamientos tarifarios y el retraso cambiario, está alimentada por al menos tres factores: el desborde del gasto público por el fuerte aumento del empleo estatal y los subsidios, con déficit fiscal financiado con expansión monetaria; los aumentos de salarios por encima del crecimiento de la productividad, y la insuficiencia de oferta por falta de inversiones.
Nuevamente, si en el marco de una política populista no se advierte una vocación por reducir el gasto público, aparece la devaluación como un instrumento probable para licuar salarios y jubilaciones por debajo de la tasa de inflación. Por otro lado, el Gobierno ha venido convalidando aumentos salariales en el sector privado por encima de la productividad y de la tasa de inflación para alentar el consumo. Estos incrementos no están sustentados en una fuerte corriente inversora en el sector real de la economía. Por lo tanto, el mercado laboral terminará ajustando por precio o por cantidad. Algunas suspensiones como las anunciadas en las industrias automotriz y textil son un anticipo de lo que puede venir.
La situación patrimonial del Banco Central expone una indisimulable debilidad, que no es neutra en el aliento a la fuga de capitales. El Gobierno sigue apropiándose de las reservas de esa institución y a cambio le entrega letras intransferibles con vencimiento a diez años e interés nulo o irrisorio. Su correcta valuación lleva el patrimonio del Banco Central a un valor negativo. La imposibilidad del Gobierno de colocar deuda en condiciones razonables obliga a solventar el déficit fiscal a costa de ese patrimonio y de las reservas. Es una razón de más para alentar la fuga de capitales a través de la compra de dólares por parte de quienes hacen una lectura apropiada y, además, recuerdan experiencias pasadas.
Las políticas populistas pueden extenderse más o menos en el tiempo dependiendo de los activos y flujos que pueda confiscar el Gobierno para seguir financiando estos excesos. Así como en los años noventa el desequilibrio fiscal era incompatible con un tipo de cambio fijo y sólo podía sostenerse con mayor endeudamiento público, ahora sin este arbitrio esta política populista depende de cada vez mayores ingresos para poder sostenerse. Teniendo en cuenta el nuevo contexto internacional, la gente descubrirá que esta fiesta de consumo y crecimiento precario no resulta sostenible. Llegó la hora de las políticas serias en beneficio de todos, dejando atrás el populismo y el barrido de los problemas económicos debajo de la alfombra.
http://www.lanacion.com.ar/1416208-la-hora-de-superar-el-populismo
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