domingo, 23 de octubre de 2011

ALEXIS ORTIZ: DISCURSO AL RECIBIR EL PREMIO CERVANTES DE LA UNIVERSIDAD NOVA DE FLORIDA.

El vinculante ritual  de caballería andante obliga a inaugurar la noche con el agradecimiento a los directivos de la Universidad Nova de Florida, quienes en alarde de generosidad me distinguieron con un galardón que luce, nada menos, el nombre del perínclito Miguel de Cervantes Saavedra, la flor del idioma castellano.
Me place hacer mención especial de Armando Rodríguez, Carmenza Jaramillo, Laura Rovira y Pedro Mena, porque los poetas José Martí y Aquiles Nazoa  proclamaron que la amistad es el invento más bello del hombre.
Y no puedo malograr este lance escatimando reconocimiento a mis mujeres:
A Edith Bravo, mi madre, en vida ella encontró su modo de desfacer entuertos, como educadora de niños de preescolar;
A Teresa mi Dulcinea del Río de la Plata;
Y a mis hijas Gabriela María Margarita y Delvis Gabriela del Valle, que no se avergüenzan cuando me da por embestir molinos de viento.
Pero precisemos el juego para que no se encabrite y desmande, esta noche no la vamos a despilfarrar en homenaje a un modesto escritor y político como yo, sino en provecho del creador del Quijote, la figura más libertaria, justiciera y fascinante de nuestra cultura hispánica.
La verdad es que mi único mérito es amar la lengua que permitió al Arcipreste pecar en poesía; a  Nebrija unir las voces del imperio; a San Juan de la Cruz y Teresa de Cepeda conversar íntimamente con Dios; a Fray Luis derramar tolerancia; a Quevedo hechizarse con el mundo; a Darío derrapar en los salones celestiales; a Lorca cantar a los preteridos; y a Borges escrutar la ironía del Altísimo que le dio a la vez “los libros y la noche”.
Esta lengua cuyos acentos precursores ya le fueron familiares a Averroes, el árabe y  su discípulo Maimónides, el judío. Este idioma que es y será hasta la noche de los tiempos, el de Cervantes.
Y es del excelso hidalgo de Alcalá de Henares que vamos a hablar unos minutos. De Cervantes, el manco de la batalla de Lepanto: “la más alta ocasión que conocieron los siglos”; el asiduo de la cárcel: “donde toda incomodidad tiene su asiento”; el por un interminable lustro cautivo de los moros en Argel; el siempre sospechoso para el Santo Oficio; en fin, hablar de un hidalgo pobre, de origen converso, “un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos”, que entregó a la posteridad su Quijote, el más rutilante de los personajes literarios que en el mundo han sido.
Por el Andariego de Alcalá, Toledo, Valladolid, Madrid, Roma, Nápoles, Lepanto, Oran, Argel, Sevilla y Lisboa, por el que la errática monarquía negó permiso para venir a “hacer la América”, por el incomprendido por sus contemporáneos que fallaron en entender que él había escrito la novela final, perfecta, del género de Caballería y, al propio tiempo, la primerísima entre todas las novelas;  por ese hombre que en su amor por la libertad procuró liberar su obra de sí mismo, presentándose como simple traductor de un autor árabe, Cide Hamete Benengeli, por él y por más nadie nos reunimos esta noche a levantar una copa agradecida.
Cervantes a través del Quijote, en franco desafío a monarcas estólidos y opresivos, enarboló la bandera del libre albedrío que ampara a las criaturas diseñadas a imagen y semejanza de su Creador: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
Y a través de ese personaje insuperable, Miguel de Cervantes retó la intolerancia muchas veces homicida  del Santo Tribunal de la Inquisición: “Sancho, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa”.
En estos días que trepidan en medio de una existencia azarosa, frívola, rutinaria, mediática, consumista y ruidosa, debemos celebrar la sabiduría de la Universidad Nova, que escogió para su premio el nombre de Don Miguel de Cervantes Saavedra, el más excelso caballero andante que en una edad dorada iluminó el planeta, con su presencia de genio vivencial y atrevido.
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