En Venezuela la democracia siempre ha sido criatura agonizante. A lo largo de nuestra historia de Nación libre, en los breves tiempos cuando ha sido concebida, esa existencia ha sido tan delicada, débil y precaria, como las de tantos de nuestros niños pobres, permanentemente bajo amenazas insuperables de hambre y enfermedades endémicas. A lo largo del siglo XIX, señeros progenitores, plenos de virtudes y valores, se estrellaron ante la socarronería hecha de astucias y disimulos; de insustancialidades e informalidades propias de oscuros caudillos sibilinos que emergían con apariencias de importantes. Los múltiples “ismos” –expresión tribal en la idea de Don Mario Briceño Iragorry-- que éstos generaron para inundar nuestra vida política y ahogar en fango inmundo nuestras esperanzas democráticas --con raras y breves excepciones-- coparon ese triste siglo pleno de horrores y miserias.
Iniciamos la siguiente centuria con, al frente de inexistente Estado, el –hasta entonces--más protervo de cuantos habían asumido esa supuesta tan alta responsabilidad. Enfermo de lujuria que lo condujera a la muerte, hubo de dejar su cargo en manos del Compadre, cuya conducta y fuerza se presentaba, para honestos ilusos de entonces, como verdadera alborada. Y fue, precisamente, Alborada, el nombre escogido para bautizar una revista fundada, el 31 de enero de 1909, por Rómulo Gallegos, Enrique Soublette y otros jóvenes idealistas intelectuales venezolanos, que pensaron al fin llegada la redención de Venezuela. Pero muy pronto se esfumaron tales ilusiones: otra realidad --no menos cruel pero distinta-- comenzó la apertura de nuevo camino. Al fin y al cabo, Gómez, fenómeno telúrico como se le ha llamado, dejó fundado el Estado Moderno venezolano y supo escoger, para gobernar, las expresiones venezolanas más altas en conocimientos de las ciencias que concurren en apoyo de la orientación de los Estados.
Fallecido el tirano telúrico --sería por intervención feliz de la Providencia-- el país quedó bajo el mando equilibrado, sensato y democráticamente inspirado del General Eleazar López Contreras. De no haber sido así, todo lo que después operó para que se estableciera el ejercicio democrático en el gobierno y la política de esta Nación generosa, hubiese fracasado. Medina Angarita, con propio estilo y moderna orientación, continuó la obra edificadora de su antecesor. El 18 de octubre de 1945 --en mi particular modo de ver-- se cortó ese primer camino que, hacia la democracia, se había iniciado con López y reforzado con Medina. Es cierto que el proceso democratizador avanzaba lentamente; es cierto, también, que el fantasma del gendarme innecesario acechaba de regresión desde logias militares. Es cierto, además, que los civiles que participaron en ese golpe de Estado impusieron sus condiciones a los conspiradores uniformados. Ciertamente, ocurrió la fatalidad de la enfermedad del Doctor Escalante, así como la equivocación política con la candidatura que le reemplazara.
Creo, con todo, que de parte de la gente de Acción Democrática, así como en la intención de varios militares respetuosos de los derechos y de las exigencias de una democracia verdadera, obró una suerte de proceder impulsado por pulsiones de urgencias democráticas medio desesperadas.
El derrocamiento de Don Rómulo Gallegos destruyó lo que quedaba del primer camino de López y Medina, e hizo imposible lo poco avanzado en el segundo, que fue el del Trienio. Su consecuencia fue un nuevo retroceso, en verdad no al siglo XIX, pero si a la tradicional y trágica hegemonía de lo militar. El vil asesinato del Coronel Carlos Delgado Chalbaud abrió la ruta de otra dictadura uniformada. Eso si --y hay que reconocerlo-- con amplia y moderna visión, para aquel tiempo, del crecimiento y desarrollo económico de la Nación venezolana: se dejó de pensar en El Dorado, como lo hacían los omaguas de la Alta Amazonia, para tratar de explotar todas las riquezas y posibilidades de esta tierra agraciada, en función de un verdadero desarrollo pero lamentablemente concebido, sólo, en su aspecto material, mas no en el humano.
Entonces, el 23 de enero de 1958, se abrió lo que podríamos denominar el tercer camino. Los demócratas --gobernantes y opositores durante el Trieno-- llegaron a esa fecha cargados de experiencias y madurez. La primera muestra de ello fue el Pacto de Puntofijo. La izquierda marxisto-comunista de Venezuela no ha logrado entender --y tengo la convicción de que nunca entenderá-- el significado de este Pacto. Y no lo entenderá, simplemente, porque carece de indispensables requerimientos para poder hacerlo: aceptar y sostener el determinante valor de la Verdad en la vida política, social y personal; aceptar y reconocer los propios errores y los aciertos de los adversarios políticos; aceptar, reconocer --y actuar en consecuencia-- que el Norte de la política es el alcance del Bien Común General cuyo significado es la buena vida humana de todos, incluyendo partidarios y adversarios políticos. Finalmente, aceptar como falsedad que el ejercicio de la política sea igual al de la guerra, valga decir, que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” con Von Clausewitz o, también, que la esencia de la política sea “la confrontación amigo-enemigo”con Karl Schmitt.
El nuevo resurgir de nuestra democracia, desde el 23 de enero, ocurrió en el saco uterino del populismo, fenómeno que, en nuestra expresión latinoamericana, es común a todos nuestros países pues procede de un mismo vientre de formación como pueblos. Desde luego, no puede ser éste espacio adecuado para exponer esa condición. Lo que si se puede decir es que el populismo latinoamericano está destinado, de manera irremediable, a padecer crisis de agotamiento, tanto en lo económico como en lo socio-político (fenómenos que pueden presentarse separados pero que se inter-influencian inmediatamente), dado que el origen del populismo descansa en la formación de alianzas entre sectores antagónicos de las sociedades, los cuales, mientras haya prosperidad y paz se complementan mutuamente para llevar la conducción de los Estados, pero cuando no las hay van a entrar en inevitables conflictos.
Nuestra democracia venezolana tuvo quince años de constante ascenso: entre 1959 y 1973. Ascenso político, ascenso económico, ascenso institucional, ascenso educativo, cultural, social y ciudadano. En dicho lapso, ese ascenso, como las grandes orquestas, tuvo en su desarrollarse formidables conductores: destacan las figuras y obras de Rómulo Betancourt y Rafael Caldera, para mencionar quienes, sin dudas, son las mas conspicuos; pero abundaron otras figuras muy significativas.
El período 1974-1983 adoleció de graves errores que, principalmente, fueron de naturaleza económica. Pese a la gran importancia que en esos años tuvo el petróleo como fuente de ingresos para el país, no se previó --porque no se pensaba como posible-- que decayera esa tendencia de crecimiento constante. El país todo se creyó rico y, así, se despreciaron propuestas como las de Juan Pablo Pérez Alfonso y otros más, de ahorrar lo obtenido en la época de las “vacas gordas” para contar con ello cuando llegara las de las flacas. Además, siempre en lo económico, se sumó con gran importancia el fatal error de la Cepal con su tesis de sustitución de importaciones que, necesariamente, al hacer que los países suigieran dependiendo de sus productos de exportación tradicionales, conduciría más temprano que tarde a una crisis inevitable. El famoso “viernes negro” de febrero de 1983 fue, para Venezuela, día de tardío campanazo de alarma.
La siguiente década, 1984-1993, profundizó los problemas generados en la anterior. El sistema vio hundirse sus bases; la confrontación entre los partidos políticos y dentro de ellos creció en dimensiones y gravedad; la crisis económica se completó con la social. Mientras, los que habían penetrado las Fuerzas Armadas y en las sombras operaban desde los años 70, pulían sus instrumentos de ataque y destrucción. Tres fracasados intentos de golpes de Estado, en la década de los 80, en los que participaron muchos infiltrados que venían de las subversiones castristas de los 60, no llevaron a sus autores a deponer sus ambiciones, sino a intentarlo de nuevo cuando todos ellos tuvieren comando efectivo de tropas; valga decir, grados de tenientes coroneles. Tales fueron los fracasados intentos de 1992, signados con el tristemente célebre“ por ahora”. La injusta destitución del Presidente Carlos Andrés Pérez fue el episodio que hizo culminar todos los males ya acumulados.
Con grandes dificultades llegamos a 1998: El Presidente Rafael Caldera, electo en diciembre de 1993, se inició enfrentando la crítica situación económica que derivó de manejos bancarios no ortodoxos. El precio del barril petrolero llego a caer hasta los siete dólares y el gobierno no contaba con mayoría en el Congreso, lo que dificultaba mucho su gestión. En noviembre de 1998, los venezolanos eligimos en noviembre un nuevo Congreso de la República. Ese cuerpo, en el cual la oposición al que sería Presidente electo en los comicios de diciembre, tenía amplia mayoría. Sin embargo, mansamente entregó sus poderes al nuevo mandatario. La fenecida Corte Suprema de Justicia aceptó, con el rechazo de la inmensa mayoría de los juristas del país, la convocatoria inconstitucional a una Asamblea Nacional Constituyente mediante un referendo consultivo que no estaba previsto en la Constitución entonces vigente. Y allí comenzó el calvario que Venezuela ha venido padeciendo en más de doce años de demolición, despiadada, de todas las instituciones de la vida civilizada y democrática en el país.
Año tras año, acudimos los venezolanos --como lo hacen engañados cerdos salvajes a falsos comederos-- a comicios sin garantía alguna de que no se apliquen mecanismos de fraudes y que se respeten leyes y disposiciones legales; no hay un cuerpo electoral confiable, ni se entregan registros del llamado REP; no se cuentan públicamente los votos. Son comicios en lo que se cambian, al gusto del único consumidor, circuitos electorales para que grupos opositores que serían ganadores resultaran ser derrotados; en lo que se “pulverizan” partidos que no tengan testigos de mesa. Mientras, los representantes de la que llamo “leal oposición a su majestad” guardan silencios de difuntos, para que “el pueblo” siga esperando, con sus velas encendidas, como multitud de vírgenes necias.
Algo peor se añade a este breve análisis que reenvío aggiornato: estamos a punto de perder nuestra Independencia hace sólo dos siglos conquistada. Ahora si, "La planta insolente del extranjero ha osado hollar el sagado suelo de la Patria", en la expresión de Cipriano Castro, cuyo pavoroso gobierno palidece ante lo que ocurre al país con el presente.
Compatriotas: ¿A dónde vamos? ¿A dónde queremos llegar? ¿Es el fondo del infierno terrestre lo que esperamos? Porque el celeste nos lo ganaremos, como diría Uslar Pietri, por pendejos.
¿Qué esperamos para hacer algo, nosotros, por esta bendita tierra de gracia? ¡Cuándo, es tarde!
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