La geometría política continúa trazando los ejes de izquierda-derecha, aun cuando su carácter anacrónico, confuso e inoperante resulta cada vez más evidente. Estas etiquetas surgieron hace más de doscientos años con significados que han variado drásticamente a través del tiempo, y que en el presente no solo tienen poca concordancia con sus orígenes, sino que también resultan limitadas para definir nuevas y complejas realidades del debate político. ¿Acaso las posiciones en torno al medio ambiente, a la eutanasia, al aborto, al manejo de células madre o a la participación privada en ciertos sectores de la economía pueden fijarse bajo las mismas categorías utilizadas para distinguir a los jacobinos de quienes defendían el Antiguo Régimen en la Asamblea Francesa del siglo XVIII?
Nuestra América Latina es un ejemplo particularmente claro de la obsolescencia y la vaguedad de estas categorías. La línea que las separa se ha vuelto tan borrosa que ha ido perdiendo su función en un mundo en el que se impone el pragmatismo por encima de dogmas del pasado. Intelectuales, políticos, líderes de opinión y otros sectores de la población -sobre todo los jóvenes- coinciden en ello aun a pesar de sus diversas inclinaciones, y no se sienten ya representados por las categorías "izquierda" y "derecha". De hecho, la preocupante apatía política que la juventud expresa en varios países de América Latina podría explicarse en parte por la ausencia de planteamientos ideológicos que respondan a sus inquietudes y sintonicen con las cambiantes necesidades de su entorno.
Los modelos de desarrollo que se han aplicado en nuestra región durante décadas, matizados por la disputa entre la izquierda y la derecha y bajo regímenes de una u otra orientación, han fracasado. Mientras la mayoría de nuestros países han quedado atrapados en enardecidas discusiones ideológicas sin solución, otros como Chile, Costa Rica, Uruguay y, más recientemente, Brasil, han logrado trascender la tensión izquierda-derecha, privilegiando la efectividad y la responsabilidad en aras del progreso.
¿Por qué entonces seguimos operando bajo una lógica tan desgastada? La respuesta parece radicar en el empeño de quienes obtienen lucro electoral por prolongar la dicotomía e identificarse con determinado bando. Particularmente notorio es el caso de quienes presentan su ropaje de extrema izquierda como patente de exclusividad para luchar por las causas sociales y satanizar cualquier postura moderada. En respuesta, quienes son "acusados" de ser de derecha apuran la negación de los cargos y acusan a sus contrincantes de obstruir la generación de riqueza, exacerbando las diferencias y reviviendo una geometría política moribunda. El apasionamiento que genera la lucha entre unos y otros ha impedido que numerosos temas puedan debatirse de forma más abierta. Al margen de la efectividad publicitaria que esta vieja terminología pueda generar para algunos, su incapacidad para orientar a la ciudadanía, así como para contribuir a la discusión seria y a la aceleración del desarrollo, revela la necesidad de mecanismos alternativos.
Así, para una generación que vio en su adolescencia la caída del Muro de Berlín, que ha crecido junto a un vertiginoso desarrollo tecnológico y que se encuentra conectada con el mundo sin límites y en tiempo real, la subsistencia de etiquetas que actúan como barreras de pensamiento y acción parece francamente inexplicable. Esta generación es también la que no comprende por qué muchos de nuestros gobiernos mantienen prácticas autoritarias, populistas o basadas en recetas derrotadas por la historia.
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