Ver al moderno Prometeo de Sabaneta con el coco rapado, mucho antes de que la quimioterapia cumpla con su efecto derrocador del cabello, nos hace preguntarnos si estamos ante un extraño caso de suicidio por entregas. Es que, en algún lado leí: "La muerte, para acabar conmigo, tendrá que contar con mi complicidad (Yourcenar)".
Ahora bien, el escritor argentino Santiago Roncagliolo (Abril rojo) declaró que los seres humanos éramos o cobardes o psicópatas, y que todos oscilábamos entre uno y otro extremo de acuerdo a las circunstancias y al estado de ánimo.
Por lo que, me lleva a inferir, primero, que los suicidas de verdad oscilan hacia el lado de los psicópatas, aunque en realidad siempre terminan hacia el lado de los imprudentes, pues si de algo carece el suicida es de prudencia. Segundo, los tiernos suicidas que no logran su objetivo, si bien se acercan a la cobardía, huyen de ella de manera desesperada y, como sabemos, todo acto desesperado tiende al equívoco. Al haber tantas y diversas formas de abandonar este mundo, el suicida ineficaz se confunde, se vuelve un lío. La disyuntiva entre el disparo, la estricnina o la defenestración lo trastorna.
Es por ello que, viene a cuento la situación de Hitler y los mandos del Tercer Reich metidos en el búnker de la Cancillería, en abril de 1945. En tal coyuntura Magda Goebbels dirige una carta a su hijo mayor Harald. Allí Magda le comunica a su hijo la decisión de morir en el búnker al lado de su marido y del Führer, y también en compañía de sus pequeñas hijas. Magda escribe: "la vida que se avecina no es digna de que ellas [sus hijitas] la vivan y un Dios bondadoso ha de comprender que yo misma las libere". Es decir, las obliga a suicidarse.
Aunque en materia de suicidio existen tantos métodos (inoperantes) como suicidas (incompetentes) hay.
En efecto, cuenta la leyenda que un personaje de la tradición surrealista intentó quitarse la vida con un ventilador de techo. El tipo puso en marcha el ventilador de un hotelucho y se subió a la cama para decapitarse con las aspas en movimiento. Como se trataba de un viejo hotel con techos de doble altura, el suicida apenas alcanzaba y las aspas sólo llegaron a despeinarlo. En un último intento desesperado, dio un salto y el aparato produjo un rasguño en su cuero cabelludo que devino en un intenso sangrado. Las sábanas salpicadas con su propia sangre le causaron violentas náuseas y lo obligaron a ir al baño a toda prisa. Allí, viéndose al espejo, se largó a llorar.
También, recuerdo el caso del también escritor argentino Jorge Luis Borges, quien soñó su propio suicidio bajo circunstancias muy convencionales: la habitación de un hotel y un frasco de pastillas vacío. Se trata del cuento "25 de agosto, 1983", donde Borges sueña que entra a un hotel al que momentos antes ha entrado un hombre idéntico a él. Por supuesto se dirige a la misma habitación donde el otro Borges está alojado, y ambos tienen una charla muy amena. Borges, el primero, está sobre la cama esperando que las pastillas surtan efecto. El otro, el que sueña, observa su propio cuerpo en la recta final. Un hombre que sueña consigo mismo, un sueño que se sueña.
Entonces, lo cierto es que esta duplicidad, este hombre que se ve a sí mismo, es una manera de entender a los desesperados fingidos, o los suicidas ineficaces. Siempre hay dos: un psicópata y un cobarde. Uno que hace saltar todo en mil pedazos y otro que se arroja al vacío, pero con paracaídas. En ambos casos sobra la desdicha, y nunca debe faltar la vocación.
¡Pa'lante Comandante!
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