miércoles, 6 de julio de 2011

TRIBUNA LIBERTARIA. COMPENDIO OPINÁTICO. RAUL AMIEL. 06/07/2011 ESCRIBEN LOS PATRIOTAS DEL 05 DE JULIO DE 1811, RAUL AMIEL Y UNA OPINION DE ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA

  
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7, 8 y 9 de Julio de 2011
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"La Empresa Privada en Democracia es Bienestar Social"

"La gente que esta tratando de hacer este mundo peor no toman ni un día libre, ¿como podría tomarlo yo?" Bob Marley

1.     RAUL AMIEL: LA RUTA BICENTENERIA
2.     LOS PATRIOTAS DEL 05 DE JULIO DE 1811: ACTA DE LA INDEPENDENCIA
3.     ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA: LA TIRANÍA MAYORITARIA

La Fuerza de la esperanza se mueve. Esfuérzate, anímate y trabaja. Por la restauación moral de la República, ¡a la carga!. Solo faltan 553 días, cuenta regresiva inexorable. Artículo 231. Constitución de 1999. El nuevo Presidente tomará posesión el 10/01 del primer año de su período constitucional.- @raulamiel

RAUL AMIEL: LA RUTA BICENTENARIA.

Estamos obligados a educar a nuestras familias en el amor a la patria, en la necesidad de progresar y vivir en paz y con un clima de solidaridad y respeto. Para nosotros es satisfactorio que en medio  del espíritu civilista que caracterizó el nacimiento de la República de Venezuela, podamos ratificar ese compromiso de Libertad. Con el despertar de la República se estableció como derecho fundamental el de la propiedad, un derecho que cumple también 200 años en nuestro país y que no nos pueden quitar por la vía de la arbitrariedad y del odio. Hay que recuperar la confianza y la inversión, abriendo caminos al bienestar. Próximos estamos del momento para que los venezolanos tengamos la oportunidad de elegir un nuevo Presidente de la República, que cumpla el compromiso de respetar los principios y derechos naturales del pueblo venezolano. Un Contrato Social para la Prosperidad Democrática es de menester ineludible.

Acta Solemne de la Independencia
En el nombre de Dios Todopoderoso
5 de julio de 1811

Nosotros, los representantes de las Provincias Unidas de Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Barcelona, Mérida y Trujillo, que forman la Confederación Americana de Venezuela en el continente meridional, reunidos en Congreso, y considerando la plena y absoluta posesión de nuestros derechos, que recobramos justa y legítimamente desde el 19 de abril de 1810, en consecuencia de la jornada de Bayona y la ocupación del trono español por la conquista y sucesión de otra nueva dinastía constituida sin nuestro consentimiento, queremos, antes de usar de los derechos de que nos tuvo privados la fuerza, por más de tres siglos, y nos ha restituido el orden político de los acontecimientos humanos, patentizar al universo las razones que han emanado de estos mismos acontecimientos y autorizan el libre uso que vamos a hacer de nuestra soberanía.

No queremos, sin embargo, empezar alegando los derechos que tiene todo país conquistado, para recuperar su estado de propiedad e independencia; olvidamos generosamente la larga serie de males, agravios y privaciones que el derecho funesto de conquista ha causado indistintamente a todos los descendientes de los descubridores, conquistadores y pobladores de estos países, hechos de peor condición, por la misma razón que debía favorecerlos; y corriendo un velo sobre los trescientos años de dominación española en América, sólo presentaremos los hechos auténticos y notorios que han debido desprender y han desprendido de derecho a un mundo de otro, en el trastorno, desorden y conquista que tiene ya disuelta la nación española.

Este desorden ha aumentado los males de la América, inutilizándole los recursos y reclamaciones, y autorizando la impunidad de los gobernantes de España para insultar y oprimir esta parte de la nación, dejándola sin el amparo y garantía de las leyes.

Es contrario al orden, imposible al gobierno de España, y funesto a la América, el que, teniendo ésta un territorio infinitamente más extenso, y una población incomparablemente más numerosa, dependa y esté sujeta a un ángulo peninsular del continente europeo.

Las sesiones y abdicaciones de Bayona, las jornadas del Escorial y de Aranjuez, y las órdenes del lugarteniente duque de Berg, a la América, debieron poner en uso los derechos que hasta entonces habían sacrificado los americanos a la unidad e integridad de la nación española.

Venezuela, antes que nadie, reconoció y conservó generosamente esta integridad por no abandonar la causa de sus hermanos, mientras tuvo la menor apariencia de salvación.

América volvió a existir de nuevo, desde que pudo y debió tomar a su cargo su suerte y conservación; como España pudo reconocer, o no, los derechos de un rey que había apreciado más su existencia que la dignidad de la nación que gobernaba.

Cuantos Borbones concurrieron a las inválidas estipulaciones de Bayona, abandonando el territorio español, contra la voluntad de los pueblos, faltaron, despreciaron y hollaron el deber sagrado que contrajeron con los españoles de ambos mundos, cuando, con su sangre y sus tesoros, los colocaron en el bono a despecho de la Casa de Austria; por esta conducta quedaron inhábiles e incapaces de gobernar a un pueblo libre, a quien entregaron como un rebaño de esclavos.

Los intrusos gobiernos que se abrogaron la representación nacional aprovecharon pérfidamente las disposiciones que la buena fe, la distancia, la opresión y la ignorancia daban a los americanos contra la nueva dinastía que se introdujo en España por la fuerza; y contra sus mismos principios, sostuvieron entre nosotros la ilusión a favor de Fernando, para devorarnos y vejarnos impunemente cuando más nos prometían la libertad, la igualdad y la fraternidad, en discursos pomposos y frases estudiadas, para encubrir el lazo de una representación amañada, inútil y degradante.

Luego que se disolvieron, sustituyeron y destruyeron entre sí las varias formas de gobierno de España, y que la ley imperiosa de la necesidad dictó a Venezuela el conservarse a sí misma para ventilar y conservar los derechos de su rey y ofrecer un asilo a sus hermanos de Europa contra los males que les amenazaban, se desconoció toda su anterior conducta, se variaron los principios, y se llamó insurrección, perfidia e ingratitud, a lo mismo que sirvió de norma a los gobiernos de España, porque ya se les cerraba la puerta al monopolio de administración que querían perpetuar a nombre de un rey imaginario.

A pesar de nuestras protestas, de nuestra moderación, de nuestra generosidad, y de la inviolabilidad de nuestros principios, contra la voluntad de nuestros hermanos de Europa, se nos declara en estado de rebelión, se nos bloquea, se nos hostiliza, se nos envían agentes a amotinarnos unos contra otros, y se procura desacreditarnos entre las naciones de Europa implorando sus auxilios para oprimirnos.

Sin hacer el menor aprecio de nuestras razones, sin presentarlas al imparcial juicio del mundo, y sin otros jueces que nuestros enemigos, se nos condena a una dolorosa incomunicación con nuestros hermanos; y para añadir el desprecio a la calumnia se nos nombran apoderados, contra nuestra expresa voluntad, para que en sus Cortes dispongan arbitrariamente de nuestros intereses bajo el influjo y la fuerza de nuestros enemigos.

Para sofocar y anonadar los efectos de nuestra representación, cuando se vieron obligados a concedérnosla, nos sometieron a una tarifa mezquina y diminuta y sujetaron a la voz pasiva de los ayuntamientos, degradados por el despotismo de los gobernadores, la forma de la elección; lo que era un insulto a nuestra sencillez y buena fe, más bien que una consideración a nuestra incontestable importancia política.

Sordos siempre a los gritos de nuestra justicia, han procurado los gobiernos de España desacreditar todos nuestros esfuerzos declarando criminales y sellando con la infamia, el cadalso y la confiscación, todas las tentativas que, en diversas épocas, han hecho algunos americanos para la felicidad de su país, como lo fue la que últimamente nos dictó la propia seguridad, para no ser envueltos en el desorden que presentíamos, y conducidos a la horrorosa suerte que vamos ya a apartar de nosotros para siempre; con esta atroz política, han logrado hacer a nuestros hermanos insensibles a nuestras desgracias, armarlos contra nosotros, borrar de ellos las dulces impresiones de la amistad y de la consanguinidad, y convertir en enemigos una parte de nuestra gran familia.

Cuando nosotros, fieles a nuestras promesas, sacrificábamos nuestra seguridad y dignidad civil por no abandonar los derechos que generosamente conservamos a Fernando de Borbón, hemos visto que a las relaciones de la fuerza que le ligaban con el Emperador de los franceses ha añadido los vínculos de sangre y amistad, por lo que hasta los gobiernos de España han declarado ya su resolución de no reconocerle sino condicionalmente.

En esta dolorosa alternativa hemos permanecido tres años en una indecisión y ambigüedad política, tan funesta y peligrosa, que ella sola bastaría a autorizar la resolución que la fe de nuestras promesas y los vínculos de la fraternidad nos habían hecho diferir; hasta que la necesidad nos ha obligado a ir más allá de lo que nos propusimos, impelidos por la conducta hostil y desnaturalizada de los gobiernos de España, que nos ha relevado del juramento condicional con que hemos sido llamados a la augusta representación que ejercemos.

Mas nosotros, que nos gloriamos de fundar nuestro proceder en mejores principios, y que no queremos establecer nuestra felicidad sobre la desgracia de nuestros semejantes, miramos y declaramos como amigos nuestros, compañeros de nuestra suerte, y participes de nuestra felicidad, a los que, unidos con nosotros por los vínculos de la sangre, la lengua y la religión, han sufrido los mismos males en el anterior orden; siempre que, reconociendo nuestra absoluta independencia de él y de toda otra dominación extraña, nos ayuden a sostenerla con su vida, su fortuna y su opinión, declarándolos y reconociéndolos (como a todas las demás naciones) en guerra enemigos, y en paz amigos, hermanos y compatriotas.

En atención a todas estas sólidas, públicas e incontestables razones de política, que tanto persuaden la necesidad de recobrar la dignidad natural, que el orden de los sucesos nos ha restituido, en uso de los imprescriptibles derechos que tienen los pueblos para destruir todo pacto, convenio o asociación que no llena los fines para que fueron instituidos los gobiernos, creemos que no podemos ni debemos conservar los lazos que nos ligaban al gobierno de España, y que, como todos los pueblos del mundo, estamos libres y autorizados para no depender de otra autoridad que la nuestra, y tomar entre las potencies de la tierra, el puesto igual que el Ser Supremo y la naturaleza nos asignan y a que nos llama la sucesión de los acontecimientos humanos y nuestro propio bien y utilidad.

Sin embargo de que conocemos las dificultades que trae consigo y las obligaciones que nos impone el rango que vamos a ocupar en el orden político del mundo, y la influencia poderosa de las formas y habitudes a que hemos estado, a nuestro pesar, acostumbrados, también conocemos que la vergonzosa sumisión a ellas, cuando podemos sacudirlas, sería más ignominiosa para nosotros, y más funesta para nuestra posteridad, que nuestra larga y penosa servidumbre, y que es ya de nuestro indispensable deber proveer a nuestra conservación, seguridad y felicidad, variando esencialmente todas las formas de nuestra anterior constitución.

Por tanto, creyendo con todas estas razones satisfecho el respeto que debemos a las opiniones del género humano y a la dignidad de las demás naciones, en cuyo número vamos a entrar, y con cuya comunicación y amistad contamos, nosotros, los representantes de las Provincias Unidas de Venezuela, poniendo por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones, implorando sus divinos y celestiales auxilios, y ratificándole, en el momento en que nacemos a la dignidad, que su providencia nos restituye el deseo de vivir y morir libres, creyendo y defendiendo la santa, católica y apostólica religión de Jesucristo. Nosotros, pues, a nombre y con la voluntad y autoridad que tenemos del virtuoso pueblo de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que sus Provincias Unidas son, y deben ser desde hoy, de hecho y de derecho, Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeren sus apoderados o representantes, y que como tal Estado libre e independiente tiene un pleno poder para darse la forma de gobierno que sea conforme a la voluntad general de sus pueblos, declarar la guerra, hacer la paz, formar alianzas, arreglar tratados de comercio, límite y navegación, hacer y ejecutar todos los demás actos que hacen y ejecutan las naciones libres e independientes.

Y para hacer válida, firme y subsistente esta nuestra solemne declaración, demos y empeñamos mutuamente unas provincias a otras, nuestras vidas, nuestras fortunas y el sagrado de nuestro honor nacional.

Dada en el Palacio Federal y de Caracas, firmada de nuestra mano, sellada con el gran sello provisional de la Confederación, refrendada por el Secretario del Congreso, a cinco días del mes de julio del año de mil ochocientos once, el primero de nuestra independencia.

Juan Antonio Rodríguez Domínguez, Prisidente del Congreso, Luis Ignacio Mendoza Vicepresidente del Congreso ambos por Caracas.

Cristóbal de Mendoza, Presidente de la Confederación en turno. Juan de Escalona. Baltazar Padrón. José Tomás Santana, Secretario.

Firmas

Provincia de Caracas: Isidro Antonio López Méndez, Juan Germán Roscio, Felipe Fermín Paúl, Francisco Xavier Ustariz, Nicolás de Castro, Fernado de Peñalver, Gabriel Pérez de Pagola, Salvador Delgado, El Marques del Toro, Juan Antonio Días Argote, Gabrilel de Ponte, Juan José Maya, Luis José de Carzola, José Vicente Unda, Francisco Xavier Yanes, Fernando Toro, Martín Tovar Ponte, José Angel de Alamo Francisco Hernández, Lino de Clemente, Juan Toro.
Provincia de Cumaná: Francisco Xavier de Mayz, José Gabril de Alcalá, Juan Bermúdez, Mariano de la Cava.
Provincia de Barinas: Juan Nepomuceno de Quintana, Ignacio Fernández, Ignacio Ramón Briceño, José de la Santa y Bussy, José Luis Cabrera, Ramón Ignacio Méndez, Manuel Palacio.
Provincia de Barcelona: Francisco de Miranda, Francisco Policarpo Ortiz, José María Ramírez.
Provincia de Margarita: Manuel Plácido Maneiro
Provincia de Mérida: Antonio Nicolas Briceño, Manuel Vicente de Maya.
Provincia de Trujillo: Juan Pablo Pacheco.


ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA: LA TIRANÍA MAYORITARIA

QUE NO TE PONGAN EL PIE SOBRE TI
Son pocas las ideas que justifican su apoteosis en el campo del pensamiento. Como amigo de los debates, considero que todo debe ser discutible; las verdades intocables, hechas únicamente para la idolatría, no cuentan con mi apoyo. La preferencia que siento por los razonadores insumisos, reacios a devorar credos e imponer dogmas, ha influido en esta postura. Por definición, la omnisciencia no es un atributo de los mortales, simples criaturas que, aunque fracasen al intentarlo, pueden aspirar apenas a buscar respuestas y explicaciones relativas. Habiéndome percatado de esta particularidad, no me interesa ilusionarme con lo absoluto; mi lucha tiene las proporciones que demanda una existencia bastante insular.

Siguiendo esta línea, las indagaciones que realizo están movidas por el deseo de comprender la realidad hasta donde sea posible. El punto es que, aun careciendo de rotundidad, nuestras disquisiciones son útiles. Es cierto que, al consumar esas pesquisas, la contestación de preguntas suele estar acompañada con nuevos interrogantes, convirtiendo esta labor en una tarea interminable; no obstante, los frutos son notorios. Destaco que, obrando con ese talante, forjamos una serie de persuasiones, las cuales nos ayudan a tomar la decisión correcta. Esto implica que uno puede conocer proposiciones capaces de fundar sus convicciones, nunca discordantes con los valores y principios personales. Se necesitan de tales conceptos, ya que no es hacedero edificar una ideología sobre la nada, peor aún emitir un cuestionamiento serio. Por supuesto, si lo anterior es válido a nivel individual, como cuando se habla de la ética, resulta incontrovertible en los asuntos políticos. La misión consiste en descubrir esas máximas que nos ayudan a entender cuándo se debe calificar un fenómeno de negativo.

En una de sus grandiosas obras, Octavio Paz escribió algo que, siquiera entre personas ilustradas, no admite refutaciones: «Sin libertad, la democracia es tiranía mayoritaria». He aquí un apotegma que puede sustentar nuestra concepción acerca de dicho sistema político. En efecto, cuando se trata de regímenes democráticos, respetar esa facultad es elemental si un gobernante no desea ocasionar descréditos relacionados con arbitrariedades que pervierten el ejercicio del poder. Porque hay normas que, aun cuando se tenga respaldo popular, limitan esta clase de actividades. Nadie está por encima de las prescripciones que, al organizarse jurídica y políticamente, los hombres establecieron para su beneficio. Acontece que no es suficiente haber seducido a las multitudes, humillado al rival de circunstancias; tras el éxito, la beligerancia debe ser sucedida por un servicio irrestricto a favor de toda la ciudadanía. Levantar la guillotina con el designio de liquidar a los adversarios evidencia bestialidad. Ninguna turba puede convalidar venganzas ni promover destrucciones institucionales; las victorias electorales no autorizan la llegada del terror, por más que se haya prometido un futuro insuperable después de su advenimiento. Es indispensable recordar que, mientras se persiga tener un orden aceptable, la política no debe concebirse como una pugna entre bandos dispuestos a eliminarse. Probablemente, como pasa en las sociedades con un adarme de civilización, haya distintos grupos que ansíen dirigir al Estado, para lo cual recurran a las exhortaciones menos caballerosas. Mas ello no quiere decir que la gloria de uno conlleve el arribo del horror para los derrotados. Desenvolverse sin vulnerar ese marco es la condición impuesta a los que planean asumir un mandato electoral.

En los dominios de la democracia, ningún encumbramiento es ilimitado. No importa que aquél haya sido el producto de ovaciones estridentes o desempates fatigadores; las condiciones son idénticas. Por muchas expectativas que hubiese generado en los ciudadanos, aquellas obligaciones no pueden ser cumplidas tan sólo de manera voluntaria. Ésta es una directriz que los demócratas deben observar; su desdén tiene como resultado el padecimiento de injusticias. Conscientes de las incitaciones que una función gubernamental trae consigo, los individuos restringen su práctica. Con este objeto, no emplean parámetros que carezcan de racionalidad, pues desean un funcionamiento adecuado del aparato estatal y la sociedad. Recurriendo a su propia naturaleza, encuentran allí las capacidades que deben protegerse, al menos cuando se quiere tener una vida plácida. Por eso es que se asignan determinadas responsabilidades a la burocracia, vetando su ingreso en terrenos donde los sujetos pueden zanjar problemas por sí mismos. Invadir esta dimensión de la privacidad, pretextando que se tiene apoyo multitudinario, es una agresión al orden democrático. Como se ha expresado, la victoria obtenida en los comicios hace viable un cambio de representantes, pero no del modelo que reconoce a la libertad como su valor supremo. Lo mismo podría decirse respecto al abuso que se tratara de perpetrar contra los derechos humanos. Son las fronteras que han sido delimitadas con el propósito de impedir las infamias del absolutismo. Recalco que, si la mayoría consintiera u ordenara esos atentados, su actuación ya no sería democrática, sino tiránica. Acaecida esta infamia, de nada sirve al caudillo la recordación del triunfo, permaneciendo inmutable su condición dictatorial.

El respeto a la libertad es una conquista que los hombres alcanzaron heroicamente. Haber conseguido que esto forme parte del progreso es admirable y digno de ser preservado por la especie. Tuvieron que librarse colosales batallas, afrontarse condenas de perversidad espantosa, sufriendo siempre por una inquietud continua, para contar con días en los cuales la opresión fuera punible. No existe mejor criterio que pueda usarse a fin de criticar cualquier Gobierno: si protege esa potestad natural, aquél será una entidad benigna; de lo contrario, quienes apuestan por la sublevación hallarán en su proceder el estímulo requerido. Es que la innegable evolución institucional de las últimas centurias, apreciable en países pertenecientes a Occidente, ha enseñado cuán forzosa es su presencia. No aludo sólo a las libertades civiles, sino también al conjunto que se presenta en el universo de la política. Todas sus facetas reclaman y merecen una protección uniforme. Es imperativo que la esclavitud nos exaspere; así sea para evitar mayor violencia, consentirla es descabellado. Entretanto no se ambicione un tipo de régimen en el cual los individuos sean irrelevantes, excepto para legitimar medidas despóticas, deben cumplirse las reglas que pretenden erigir una sociedad libre. Esto ha sido claro desde que se resolvió elegir a las autoridades sin privilegiar linajes ni patrimonios. Los funcionarios que reciben un masivo beneplácito de las urnas no deben olvidar sus restricciones. Si no les complace la obligación, pueden rechazar los quehaceres encomendados o, exhalando sinceridad, proclamar su inclinación por las experiencias totalitarias. Actuar de otra forma es caer en la impostura, simular una situación que aparenta ser congruente con el mundo sensato.

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