Cada vez que nos aproximamos a unos comicios, a una escogencia pública de autoridades nacionales o regionales, fuese cual fuere su importancia política, el Consejo Nacional Electoral nos sorprende con alguna imprevista medida, la cual, aparentemente, modifica y perfecciona aquella parte del sistema que ha mostrado deficiencia o debilidad en procesos anteriores. En 2005 la legalización de “las morochas” condujo al conglomerado de partidos de la oposición a su no participación electoral, provocando una abstención cercana al 85% del electorado. El efecto fue perversamente aprovechado por el régimen, apropiándose ilegítimamente del poder legislativo y desarrollando la agenda de dominación que nos ha contenido hasta estos mismos días.
Más adelante ocurrió el intento de reforma constitucional, ante cuya atroz “inconstitucionalidad” el propio pueblo chavista actuó con agresividad democrática y en coincidencia estratégica con la oposición, donde se forzó la más coyuntural de las derrotas de los llamados bolivarianos socialistas. Por cierto, para tal evento, para muchos con claros y tempranos resultados abrumadores, el CNE demoró hasta donde pudo la escueta información de la victoria del NO sobre el SI, obligando al autócrata derrotado a admitir el hecho, calificado por él mismo como “pírrico” y amenazando, de inmediato, con buscar caminos alternos para “legitimar” lo que el electorado había contundentemente rechazado.
El año pasado, con motivo de los comicios parlamentarios de septiembre, con suficiente antelación y con flagrante impunidad, ante una oposición evidentemente débil, formalista y subsidiaria, el CNE “organizó” la curiosa incidencia de los “distritos electorales”, una especie de burla a nuestra realidad político territorial, logrando, en definitiva, que el régimen, con menos votos, obtuviera no sólo más Diputados, sino una falsa mayoría cercana a las dos terceras partes del cuerpo –lo que al final no lograron-- con miras a facultarla para hacer y deshacer, a su antojo, lo que el jefe supremo del Estado ordenase.
Ahora, casi a 18 meses del proceso en que deberíamos escoger al nuevo Presidente de la República, con un candidato vitalicio enfermo (en Cuba) y disminuido ante la opinión pública (en Venezuela) el CNE nos sorprende encontrando que todas las herramientas del supuesto sistema electoral “más moderno del mundo” ya no sirven y que hay que sustituirlas por otras más sofisticadas, adquiriendo más de 60.000 (sesenta mil) nuevas máquinas “touch-screen” y generalizando el llamado soporte biométrico, como para que los venezolanos hagamos ahora con la punta de los dedos lo que antes hacíamos con el cerebro, con la conciencia y con el corazón.
Así como a principios del 2010 llamamos la atención acerca de la innecesaria revisión de nuestro orden geográfico cuando presumimos, acertadamente, que tras la sorpresiva medida de entonces se escondía la trampa que originó la irregular composición del actual Parlamento, nos permitimos anunciar, sobre todo a los líderes de la oposición, ahora más unida que nunca, que esta desembocadura biométrica novedosa conduce, irremisiblemente, a otra celada mágica que tiene como único objetivo cerrar los accesos del poder a las mayorías nacionales y, tras conculcar la transparencia del interés del colectivo, contribuir aún más al entronizamiento de la falacia socialista que padecemos.
¿Qué está pasándonos? La compra de este nuevo (innecesario) material, para “biometrizar” nuestros votos, ocurre simultáneamente con la suscripción de un contrato secreto entre Venezuela y Cuba, para entregar a una empresa extranjera, Albert Ingenieros y Sistemas, consorcio propiedad del estado cubano, asociado a otra multinacional de origen holandés, pero residenciada en México, la Gemalto Internacional, en el interés de “revolucionar” todo nuestro sistema de procesamiento del documento de identidad, para obligarnos ahora a cambiar nuestra colorida cédula por una electrónica, fabricada en Cuba, mediante el control total de nuestras señas personales, para lo cual, antes del contrato de marras, ya los cubanos habían invadido el SAIME, como, indudablemente, invadirán al CNE y se apropiarán de la célebre Data del REP, censo básico del electorado nacional, al cual todavía, oficialmente, no tienen acceso los movimientos políticos opositores al régimen. Es decir, hemos sido vendidos sin contraprestación alguna; nos han colocado nuestro futuro en manos extrañas a nuestra nacionalidad y prácticamente han hipotecado nuestra identidad a un vecino, Cuba, donde se mantiene, aferrada al poder, una dictadura peculiar desde hace medio siglo.
La pregunta salta, despunta, por si sola: ¿Aceptaremos sin chistar esta nueva tropelía que hunde aún más nuestra soberanía? ¿Seguiremos andando el camino pacífico
electoral, con primarias secundarias o con consenso tardío, sin darnos por enterados de que ya nos fue armada la nueva trampa? ¿Debemos o no debemos indignarnos? Que nuestra voz se sume a las muchas otras que no tardarán en gritar: ¡Ya basta! Y a decir, como los españoles indignados, queremos una “democracia real y la queremos ya”. Seamos claros: si no intervenimos al árbitro, el juego está perdido. Resulta, a estas alturas, algo más que imprescindible la formación de un nuevo Consejo Nacional Electoral verdaderamente limpio, transparente, equilibrado, juez imparcial de la democracia. Si no lo tenemos y a cambio nos imponen una sospechosa biometría importada, no vale la pena seguir el camino, sin violencia, de una democracia falsa. ¡Indignémonos ya, pero indignémonos de verdad!
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