El coraje, aseguraba Aristóteles, es la principal cualidad humana, la que garantiza todos los otros atributos positivos de una persona. En todo buen periodista esta virtud aristotélica se encuentra siempre presente. No hay muchos así, desgraciadamente, tal vez porque el coraje es algo inherente a unos cuantos, solo unos pocos. Esta semana, sin embargo, en su columna “Dinosaurios y revolucionarios”, Uri Ben Schmuel, director del leído diario limeño La Razón, una vez más, demostró de qué está hecho un buen periodista, ¿o acaso no se requiere de eso precisamente para postular lo siguiente?: Un revolucionario de derecha, que quiera sacudir y remecer el pensamiento convencional de Occidente, debería empezar por adoptar estas dos medidas: abolir los bancos centrales (que son “sustanciales a la ideología marxista” —en el quinto punto del Manifiesto Comunista de 1848 se recomienda la creación de un banco central que centralice el crédito y monopolice la emisión del dinero—) y volver al patrón oro.
Una y otra medida yo también defiendo desde hace un buen tiempo ya. Y en esta batalla, a decir verdad, no estamos solos. Cada día son más los conocedores de temas histórico-económicos que plantean regresar al patrón oro, porque saben bien que durante casi cien años de reinado de este bíblicamente codiciado metal (de 1815 a 1913 —recuerde este periodo: vuelve a aparecer líneas abajo—), el comercio, el flujo de capitales y la productividad globales aumentaron como no lo han vuelto a hacer desde entonces. Que los economistas de hoy lo aborrezcan o lo miren con recelo se debe a que existe un pensamiento cuasiúnico en la profesión, desde la “revolución keynesiana”, y que éstos, sin mayor personalidad crítica, aceptan sin que medie cuestionamiento alguno. Mister Keynes odiaba todo régimen monetario basado en el metal amarillo (“That barbarous relic!”) por dos razones: porque no era economista y, por lo tanto, ignoraba los principios fundamentales sobre los cuales se apoya el orden económico —su especialidad en Cambridge era la Matemática Estadística: no siguió un solo curso de Economía—, y también porque era… ¡socialista! (Let there be light, sir!). De ahí que teorizara que el capitalismo presentaba fallas que requerían de la intervención estatal para ser corregidas. Bajo el patrón oro —y vaya que lo tenía muy claro—, los bancos centrales están de más, sobran, son i-rre-le-van-tes, y la capacidad de intervención estatal en la economía se reduce al mínimo-mínimo, si es que no desaparece del todo. Así pues, con esa “reliquia barbárica” como ancla monetaria —razonaba Lord Keynes Baron of Tilton— ya no eran necesarios los bancos centrales, y sin éstos, la intervención del Estado se complicaba… Había que hacer algo: de uno en uno, por tanto, los países le fueron retirando a sus monedas el respaldo del amarillento metal. El resto, como dicen, es historia.
Ahora bien, ¿puede un país moderno, y que no se encuentre bajo un régimen monetario basado en este metal, prescindir de un banco central? En otras palabras, ¿son imprescindibles para el funcionamiento de una economía estos monopolistas centrales del dinero? Panamá es un ejemplo exitoso de que sí se puede prescindir de ellos. En un polémico ensayo titulado “Panamá, economía sólida sin banco central” (ElCato.org, 14/mayo/2007), su autor, David Saied Torrijos, en aquel entonces director de Políticas Públicas del Ministerio de Economía y Finanzas de ese país, afirmaba, entre otras cosas, que “manejar una economía [moderna] sin un banco central no [era] un concepto utópico. La República de Panamá nunca ha tenido un banco central. Esto [les] ha permitido disfrutar de una de las macroeconomías más estables y sólidas del mundo. Desde 1970, Panamá ha ocupado el primer o segundo lugar del mundo en el índice del Instituto Fraser en la categoría Fortaleza Monetaria”.
Reiteremos la pregunta: ¿son imprescindibles?, y de serlo, ¿han realizado un buen trabajo? Veamos qué ha hecho el banco central de los Estados Unidos, la Reserva Federal —que por cierto sirve de punto referencial, de estrella del norte, para todos los otros bancos centrales del mundo—, desde su fundación en 1913 hasta hoy (98 años), en relación a dos variables que son su razón de ser: la inflación y el crecimiento económico, y luego comparemos ese periodo de tiempo con otro de igual duración antes de que ésta se creara. Aquí va: de 1815 a 1913, la inflación acumulada fue de 0% (leyó bien: CERO), y el PBI real aumentó 46 veces, mientras que de 1913 al presente, la inflación acumulada ya es de 1600% (también leyó bien) y el PBI real sólo ha logrado crecer algo menos de la mitad, 22 veces. Después de lo dicho, ¿sigue pensando que son imprescindibles? Si es así, ¿por qué?.
DINERO Y BANCOS CENTRALES
Hay una razón, la más importante, que no se mencionó en la primera parte de esta columna —guardada cual as bajo la manga para esta segunda parte — y que justifica (!) la existencia de los bancos centrales: la función de prestamistas de última instancia que éstos cumplen en el sector financiero. Vuelva a leer esto último. (Tómese su tiempo). Ahora pregúntese: ¿por qué no extender entonces la figura del generoso prestamista a todos los demás sectores de la economía, acaso no hay otros que, en términos de uso de mano de obra y de recursos, son estratégicamente más importantes? O mejor aún: ¿por qué las “corridas bancarias” son un rasgo inherente único al sector financiero, después de todo, cuándo fue la última vez, aquí o en Bora Bora, que hubo una corrida “industrial” o quizá… “avícola”? ¿Podría ser el caso, ya sin tanto rodeo, de que el sistema esté mal diseñado, y de que ese mal diseño a su vez explique los pánicos recurrentes a los que nos tiene acostumbrados el sector en cuestión?
Primero que nada, sin dinero no hay bancos, y sin bancos no hay sistema. Dicho esto, estamos unidos al dinero desde nuestros albores como especie, desde que el primer hombre se dio cuenta de que la especialización y el intercambio se traducían siempre en un mayor consumo. (De no haber sido ése el caso, el comercio ya hubiese desaparecido). Todo intercambio, sin embargo, presuponía ahorro, y este ahorro era el medio de cambio: ¡el dinero! Pero a medida que despuntaba el crecimiento económico, el trueque, lejos de ser una bendición, pasó a convertirse en un obstáculo al progreso: había que recordar un sinnúmero de precios —un ratio de cantidades—, por decir, tantas manzanas por tantas peras, una lanza con punta lítica por dos abrigos de piel de visón, etcétera, etcétera… Mediante ensayo y error, probando con uno y con otro bien, nuestros antepasados llegaron a descubrir el dinero-commodity; a saber, el bien que se adquiría, ya no para consumirlo ni para utilizarlo en la producción de otra cosa, sino para “intercambiarlo por otro bien”. De tener un uso particular, éste llegó a tener un uso generalizado: nacía así el dinero-commodity. Por características muy peculiares —por citar unas cuantas: oferta limitada, homogeneidad, estabilidad en el precio, durabilidad y dificultad en su falsificación—, el oro y la plata, pero principalmente el primero, llegaron rápidamente a convertirse en el dinero por excelencia —y no por capricho metalúrgico.
Pues bien, con el paso del tiempo fueron surgiendo los bancos, instituciones financieras que, en un comienzo, cumplían únicamente dos funciones: por un lado, hacían de intermediarios en el ahorro —se prestaban del frugal Pablo a 5% y le prestaban al manirroto Pedro a 15%, llevándose a casa el diferencial—, y por otro, hacían de custodios del dinero, servicio por el cual cobraban un porcentaje sobre el valor del metal. Notará el lector informado, que la primera función corresponde a lo que hoy es —en sentido económico— el depósito a plazo, y la segunda, a lo que podría ser algo así como un depósito a la vista.
Digo podría ser, porque, si bien es cierto que, en un inicio, el banquero estaba legalmente obligado a mantener el 100% del dinero bajo custodia, y a, obviamente, no hacer uso de él en beneficio propio, en algún momento de la historia se corrompe este principio tradicional del derecho que regula el contrato de depósito irregular —relacionado con bienes fungibles, es decir, bienes que pueden sustituirse por otros de la misma categoría: millones de soles, metros cúbicos de gas…—. Esta corrupción de la naturaleza jurídica del contrato de depósito bancario de dinero, que se produce en el instante preciso en el que el banquero empieza a hacer uso de lo que tiene bajo custodia, “ha llevado a la creación de un sistema bancario basado en un coeficiente de reserva fraccionario que es intrínsecamente inestable”, plantea el catedrático español y candidato a Nobel en Economía Jesús Huerta de Soto, en su monumental tratado histórico-jurídico-económico “Dinero, crédito bancario y ciclos económicos”. Y agrega: “Por ello la insistencia de la banca privada de contar con un banco central que haga de ‘prestamista de última instancia’” (Unión Editorial, Madrid, 2002, p. 2-8).
Recomendaba Einstein un cambio de hechos si éstos no encajaban con la teoría. Desde mi perspectiva, la crisis financiera mundial encaja muy bien con lo que he dicho hasta hoy y con lo que queda aún por contar la próxima semana: cómo crean dinero los bancos centrales, y cómo un sistema bancario basado en deuda (y no en ahorro, como en un principio) es insostenible en el tiempo. Lo cual plantea esta pregunta final: ¿Cuál debería ser el sistema monetario y bancario de una sociedad verdaderamente libre?
*Charles Philbrook es catedrático Distinguido del Centro de Altos Estudios Nacionales (CAEN)
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