La falta de perseverancia sea tal vez el pecado cívico más relevante en la historia reciente. Disgusto, bronca, enfado, indignación, impotencia, la nómina es interminable. Múltiples sensaciones que los ciudadanos sentimos a diario y que compartimos con otros para manifestar tímidamente nuestro desagrado con los hechos cotidianos, con las decisiones que se nos imponen y que no colman nuestras expectativas más elementales.
Sin embargo, esas actitudes son inconstantes, espasmódicas, solo momentáneas, hasta que otro hecho de superior relevancia ocupe su lugar. Este podrá ser un asunto personal, familiar o hasta social, pero desplazará al otro, ese que eventualmente nos generaba malestar, para pasar a ser una anécdota más en la lista de las frustraciones cívicas.
El sistema conoce esta debilidad ciudadana. Sabe que la indignación es transitoria, fugaz, y que las personas no insistirán con sus reclamos en el tiempo de modo consecuente. La historia, la experiencia de casi siempre, dice que se aburrirán, les ganará el cansancio, terminarán agotados y será suficiente para que otro desengaño haya dejado su huella.
Queda claro que quienes gobiernan, los unos y los otros, los que estuvieron, los que están y los que estarán, se han ocupado con dedicación, durante décadas de proveer herramientas para que nada les impida perder el control. Una suma de recursos, ardides, escollos, les darán siempre el salvoconducto necesario para librarse rápidamente de cualquier intento que pretenda estorbar su dinámica habitual.
Pero como en tantos otros ámbitos de la vida mundana, lo importante no es hacer las cosas bien, sino solo conocer en detalle el mecanismo bajo el cual funciona el circunstancial oponente y hacer uso de sus propias flaquezas para provecho propio.
Los anticuerpos están activados. No importa demasiado cual sea la queja de turno. Todo está perfectamente diseñado para responder a los estímulos de siempre. Las respuestas predecibles, los esquemas tradicionales, están debidamente contemplados y la falta de decisión ciudadana, es parte de ese paisaje que se repite, de modo irrelevante, sin consecuencias significativas que alteren el ritmo habitual de los que mandan.
Para lograr resultados diferentes, esto es, que el poder tome nota, que modifique sus conductas, que deje de lado sus mañas de rutina, que se anime a incursionar por otros senderos, la ciudadanía precisa tomar decisiones, fuertes, concretas, pero por sobre todo, determinadas, con convicción, y a sabiendas de que el camino será largo, difícil, con innumerables problemas y fundamentalmente con una corporación ( o varias ) que harán su mejor esfuerzo por abortar ese irreverente intento ciudadano de tomar las riendas.
Hay ejemplos en la historia mundial, pocos, lamentablemente no muchos, pero unos cuantos de ellos significativos. Algunos lograron perdurar, tal vez no lo suficiente, o probablemente no con la intensidad necesaria para hacer claudicar al sistema, pero si al menos para mostrar que es posible, que se puede y que vale la pena hacer el intento.
Si tanto nos complica la existencia, si tanto fastidian algunas posturas de la política contemporánea, tal vez debamos revisar nuestras propias actitudes cívicas. Es bastante probable que en ese recorrido encontremos muchas explicaciones y que lo que parecía imposible deje de serlo.
Pero para enfrentar un problema, hay que dimensionarlo adecuadamente. Suponer que con esporádicos intentos, con reacciones infantiles, con caprichos adolescentes y hasta con filosofía mediocre, lograremos torcerle el brazo a siglos de estrategias exitosas, estaremos equivocados.
Para ganar hay que ensayar nuevos métodos, probar modalidades imprevistas. Ellos están preparados para lo obvio. No tiene mucha importancia, bajo su perspectiva, cuan significativo parezca el reclamo, mucho menos aún si los argumentos tienen cierta razonabilidad o ha logrado movilizar a unos cuantos.
No le temen a la argumentación, tampoco a un numeroso despliegue popular. Si les asusta la perseverancia, la determinación, la consistente acción que muestra que no se descansará hasta lograr objetivos.
Para ello hace falta una ciudadanía menos timorata, menos reactiva y mas proactiva, más comprometida y menos abúlica. Es preciso luchar por valores morales, y no solo cuando las decisiones molestan porque afectan nuestros bolsillos, como tantas veces pudimos apreciar. Tal vez sea mucho pedir, es probable que estemos siendo muy exigentes con una sociedad que ha dado pocas muestras de animarse a esto. Pero no menos trascendente es saber si realmente estamos dispuestos a hacer algo relevante antes de emprender el intento.
Pero también es importante dejar en claro, que el adversario, circunstancial por cierto, es poderoso, tiene infinidad de posibilidades a mano, conoce el sistema como la palma de su mano, y sabe a que recurrir frente a cada intento. Difícilmente podamos tomarlo por sorpresa. Conoce mucho de lo que hace, sabe por qué lugares transitar, como, cuando y hasta el ritmo al que debe hacerlo. La ingenuidad es un riesgo y jugar con que ellos no sabrán cómo reaccionar, es desconocer su dinámica y sobre todo la metodología con la que razonan.
La ecuación es relativamente simple de comprender. Podemos seguir con el infantilismo que nos propone esta inercia, esa que dice que nos quejamos de vez en cuando y con eso suponemos que algo cambiará. O podemos tomar exacta dimensión de lo que pretendemos lograr y actuar seriamente en consecuencia. Eso supone prepararnos para una batalla larga, compleja, que requiere de muchos ingredientes, pero fundamentalmente de uno de ellos, de esos que parece imposible obtener. Antes de empezar valdrá la pena saber si tenemos a mano una significativa dosis de determinación ciudadana.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
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