El causante ya no es Chávez, o por lo menos no es el único culpable. A medida que el tiempo pasa, más culpable me hago y nos hacemos quienes no reaccionamos, permitiendo desmanes y atropellos de quien pareciera tener licencia para matar y hacer cuanto le viene en gana, de espalda al Estado de Derecho. Ya es hora de protesta firme y de tomar la calle, antes de que en la calle nos deje a todos. Seguir echando la culpa al régimen opresor y déspota, sin salir en defensa de lo nuestro, nos hace cómplices de esta atrocidad contra nosotros mismos. No podemos esperar que otros reaccionen y nos defiendan, sin hacer otra cosa que criticar en silencio.
Lo único peor que la maldad, es la indiferencia frente al mal. Se cuentan por miles los atropellos contra nuestros derechos; mientras tanto, yo critico uno tras otro en voz baja, ligando que no me toque directamente, y cuando me llega sigo callado, esperando que no me haga más nada, que alcance hasta allí su brutal injusticia. Quienes me ven como víctima directa, guardan silencio, me compadecen en privado, aguardando que no los vean a ellos, que no les toque la ruleta rusa y roja. ¿Quién es el culpable? Puedo asegurar que el único causante no es el Presidente de la República, cuando yo, cuando nosotros, estimulamos su acción devastadora con silencio cobarde, que se hace aliado de nuestro victimario.
Nuestra última mudez y afonía, el último grito silente -que solo se escucha dentro de nosotros mismos- fue generado por el reciente ataque contra pequeñas propiedades, terrenitos, casitas, restaurantes, hoteles, clínicas modestas y cuanta lavativa se le ocurre al incapaz para todo, menos para fregarnos. Ya no es el ataque contra grandes propiedades, industrias inmensas o fundos enormes, no, llegó la hora a los pequeños propietarios. Me están llegando, sigo callando. No estamos ante la expropiación constitucional -que, como excepción al derecho de propiedad y fundamentado en un bien superior- así la declara un tribunal competente, luego de determinar el interés público, de justipreciar el bien y cancelar el monto de lo expropiado. Lo otro es un simple robo a mano armada. Ante eso callamos.
Atacan nuestra raigambre religiosa y destruyen imágenes que son íconos de nuestra fe: rezamos en silencio, pedimos a Dios que cese la locura. No se escuchan nuestros gritos indignados, no nos hacemos dueños de la calle, ni se observa respuesta acorde con la magnitud de la agresión.
Luego de doce años sin laborar ni producir, pide que lo dejemos trabajar. Está mil veces probado: para él trabajar es destruir; él no construye, demuele. ¿Lo dejamos “trabajar”?
“Cuando uno advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias, más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en auto sacrificio, entonces podrá afirmar sin temor a equivocarse, que una sociedad está condenada”, así lo escribió Aynd Rand. Una sociedad condenada lo está, mientras no haya ciudadanos, mientras la sangre en las venas esté fría, mientras la indiferencia domine mi espíritu y nuestra voluntad colectiva.
Si el silencio y la apatía superan el amor a mí mismo y a mis derechos, el amor a mis hijos y a todo lo mío, a la patria incluida, entonces si es verdad que nuestra “sociedad está condenada”. Mía y nuestra sería la culpa.
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